Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
—No hemos podido descubrirlo aún, pero lo que sí puedo decirle es que estuvo reunida, junto a un sacerdote, con un profesor de historia medieval llamado Leonardo Colaiani que había trabajado para Kalamatiano. Al parecer, colaboraron en un proyecto para encontrar un documento relacionado con el evangelio de Judas, pero pasado algún tiempo, desistieron de su búsqueda.
—Tal vez esa joven ha encontrado esa pista que necesitaban... Por cierto, ¿quién es ese sacerdote del que habla?
—Como le digo, eminencia, ignoramos si la joven ha encontrado alguna pista. Respecto al sacerdote que la acompañaba, se trata de Maximilian Kronauer. Fue identificado por nuestros agentes de la Entidad. Es sobrino de su eminencia el cardenal Ulrich Kronauer.
—Vaya, vaya. Convendría que el hermano Cornelius siguiera de cerca a esa jovencita y que nos mantuviera informados de lo que descubra. No quiero sorpresas de ningún tipo en las próximas semanas. Como le he dicho, deseo entrar en el próximo cónclave con todos los cabos atados y ésa será su misión. Nada debe quedar suelto. Yo me ocuparé de vigilar al cardenal Kronauer.
—¿Qué sucedería si el hermano Cornelius descubre que esa joven continúa indagando en lo que no debe?
—Si fuera así, no tendríamos más remedio que aplicarle una severa sanción. La Iglesia no necesita un nuevo escándalo. La imagen de la Santa Sede debe permanecer virginal, impoluta ante cualquier escándalo. Si esa joven descubre algo que pueda alterar el inexorable curso de la historia de nuestra Iglesia, no nos quedará más remedio, como sus vigilantes, que tomar cartas en el asunto. ¿Me ha entendido?
—Le he entendido, eminencia.
Las dos camareras volvieron a entrar en el salón con un carrito que portaba los postres: queso
gorgonzola, mostaccioli
y
struffoli
o pestiños, regados con vino dulce y café.
—Ahora que volvemos a estar solos, querido monseñor Mahoney, quería decirle, y por eso le he invitado a compartir conmigo estos humildes alimentos, que si el Espíritu Santo decidiese que fuese yo el elegido para regir los destinos de nuestra Iglesia en la última parte del siglo XX, tenga por seguro que cuento con usted para que me acompañe en la dura labor que voy a tener que llevar a cabo.
—Eminencia, ya sabe que soy su fiel servidor, así como el de Su Santidad, para con Dios Nuestro Señor.
—Lo sé, querido Mahoney, lo sé, y para usted he reservado una tarea de más responsabilidad. Mi idea, siempre y cuando el Espíritu Santo elija como debe, es concentrar todas las fuerzas de seguridad y espionaje en un gran comité de seguridad, bajo un mando único, el suyo. La Guardia Suiza, la Gendarmería, la Entidad y el contraespionaje, el SP, quedarán unidos bajo una sola voz que informará de todo una vez a la semana al Sumo Pontífice de Roma, es decir, a mí y únicamente a mí.
—Como le he dicho, eminencia, será un honor servirle, como he hecho siempre.
—Lo sé, querido Mahoney, y ahora, después de este delicioso almuerzo, sólo me queda recordarle la misión del padre Alvarado de recuperar el libro hereje y la del padre Cornelius de vigilar a esa joven llamada Afdera Brooks. No quiero sorpresas de ningún tipo y menos que salten cuando los miembros del colegio cardenalicio nos encontremos en cónclave para elegir un nuevo sucesor de Pedro.
—No le defraudaré, eminencia. Mi lealtad está probada. Rezaré a Dios por usted para que escuche mis plegarias. La plegaria de los justos.
—Ya sabe lo que dicen los cuáqueros, querido Mahoney: no reces para que Dios te escuche, reza para escucharlo tú. Recuérdelo siempre —sentenció el cardenal Lienart mientras despedía a su secretario en la puerta de sus aposentos privados.
De regreso a sus dependencias, a monseñor Mahoney sólo le rondaba en la cabeza lo que le había dicho Lienart. «Si él es elegido Papa, yo concentraré entre mis manos el mayor poder nunca reunido en toda la historia de los aparatos de seguridad de la Santa Sede».
Con gran ánimo, Mahoney se sentó en su mesa y levantó el teléfono para llamar al Casino degli Spiriti e informar de sus nuevas misiones a los hermanos Alvarado y Cornelius.
—Buenas tardes, señora Müller. Soy monseñor Mahoney.
—Buenas tardes, monseñor.
—Querría hablar con el padre Alvarado.
—Está en estos momentos con sus oraciones y no sé si molestarle.
—Hágalo. Es importante —ordenó Mahoney.
—De acuerdo, monseñor. Enseguida le avisó.
—
Fructum pro fructo
—dijo Alvarado.
—
Silentium pro silentio.
He recibido instrucciones del gran maestre de nuestro Círculo. Deberá usted viajar a Viena en caso de que Delmer Wu no nos entregue el libro hereje de Judas.
—¿Dónde se encuentra el libro en estos momentos?
—El libro está en Hong Kong, pero no creo que Wu esté dispuesto a entregárnoslo, y mucho menos después de la visita que hicimos a su esposa.
—¿Cuándo quiere que salga para la misión?
—Mañana a primera hora, pero antes el gran maestre me ha ordenado que me ponga en contacto con Delmer Wu personalmente y le pida la entrega del libro a la Santa Sede o a un enviado de la Secretaría de Estado. Deberá esperar nuevas órdenes. También tengo que encomendarle una misión al hermano Cornelius. Ha de seguir a esa joven llamada Afdera Brooks, la antigua propietaria del libro. Al parecer, continúa haciendo preguntas sobre el origen del evangelio y el gran maestre no desea que pueda descubrir algo perjudicial para nuestros intereses.
—¿Dónde está esa joven ahora?
—No lo sabemos, pero conviene que el hermano Cornelius vigile la casa de un tipo llamado Vasilis Kalamatiano, a quien todo el mundo conoce como el Griego. Reside en Ginebra, en la Route de Florissant, en una gran mansión bastante protegida. Dígale al hermano Cornelius que se quede ahí hasta que aparezca la joven Brooks. Cuando la localice, que no la pierda de vista. Quiero que se convierta en su sombra. Debe informarme de cada paso que dé, y si llega a convertirse en una seria amenaza, tendremos que estudiar la aplicación de una severa sanción.
—Transmitiré sus órdenes al hermano Cornelius y esperaré sus noticias sobre mi misión en Viena.
—
Fructum pro fructo,
hermano Alvarado.
—
Silentium pro silentio,
hermano Mahoney.
Monseñor Emery Mahoney no tenía la frialdad de su jefe, el poderoso Lienart, pero sabía cómo hacer llegar un mensaje alto y claro.
El religioso marcó el número de Delmer Wu y esperó varios tonos. Sabía que ése era un número al que sólo se accedía si se tenía el poder suficiente como para poder hablar directamente con uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta, y Wu lo era.
—¿Quién es?
Mahoney reconoció la voz del magnate.
—Soy monseñor Emery Mahoney, secretario del cardenal secretario de Estado August Lienart.
—¿Y qué quiere de mí? ¿Quién le ha dado este número?
—Nosotros lo sabemos todo de todos, señor Wu.
—Dígale a ese hijo de puta de su jefe que algún día me encontraré con él frente a frente y que ese día tan sólo rogará a su Dios que le permita morir rápidamente. Ha violado lo más preciado para mí, a mi esposa Claire, y por tanto, yo me dedicaré a violar a su Dios, exponiendo a la luz pública lo que dice el evangelio de Judas.
—Yo no se lo recomendaría, señor Wu. Nuestro brazo puede ser igual de largo que la mirada de Dios.
Cun finis est licitus etiam media sunt licita,
cuando el fin es lícito, también lo son los medios.
—Ustedes, los curas, con sus frases en latín que tan sólo entienden ustedes mismos... Dígale a su jefe que jamás tendrá el libro de Judas entre sus manos, y dígale también que si vuelve a intentar algo más contra mí, me ocuparé de hacerle llegar un mensaje alto y claro.
—¿Algo más?
—Sí. Dígale que haré que mis medios de comunicación difundan el mensaje de Judas Iscariote a todo el mundo y verá en qué lugar dejo a su Iglesia católica y a su Vaticano. Cada mañana, su cardenal Lienart se levantará con un titular nuevo en los periódicos. Después me dedicaré a hablar con mis amigos del gobierno de Pekín sobre lo perjudicial que es permitir la religión católica en la República Popular China. Vamos a ver a quién escuchan más alto, si a mí o a su cardenal Lienart.
—Muy bien, señor Wu. Le transmitiré sus palabras a su eminencia —dijo Mahoney.
—Hágalo. Y por cierto, monseñor Mahoney,
o miserum te si intelligis, miserum si no intelligis!,
¡oh, miserable de ti, si entiendes, y miserable también, si no entiendes!
Tras cortar la comunicación, Mahoney supo que aquel millonario asiático jamás entregaría el libro de Judas a la Santa Sede. Debía tomar una decisión sin molestar al cardenal Lienart, así que volvió a marcar el número de teléfono del Casino degli Spiriti de Venecia y ordenó al hermano Alvarado que viajase a Viena para realizar la misión encomendada. Sólo de esta forma, Delmer Wu podría entrar en razón y entregar el libro.
—Use sus poderes, hermano Alvarado, pero no acabe con esa prostituta asiática hasta que Wu no nos entregue el libro. ¿Me ha entendido?
—Sí, hermano Mahoney. Alto y claro —respondió el asesino.
A poca distancia de allí se desarrollaba una escena bien distinta entre el cardenal August Lienart y el agente Coribantes, en lo más profundo de los jardines vaticanos y alejados de miradas indiscretas.
—Buenas noches, Coribantes.
—Buenas noches, Eminencia. ¿Qué desea de su más fiel servidor?
—Creo que hemos dejado un cabo suelto.
—¿Qué cabo es ése?
—Foscati.
—¿Qué tiene pensado para atar el cabo? —preguntó Coribantes.
—Foscati tiene un punto débil. Una hija llamada Daniela. Tal vez deberíamos presionar por ese lado a nuestro amigo para que mantenga la boca cerrada.
—¿Y si no mantiene la boca cerrada?
—Habrá que golpearle más duramente.
—¿Qué quiere que haga con esa jovencita?
—Tal vez podría usted hacer que desapareciese durante un tiempo hasta convencer a su padre sobre la conveniencia de guardar silencio. No quiero conocer los detalles. Haga usted lo que crea que debe hacer. No necesito los detalles.
—¿No cree usted que podría ser un castigo demasiado duro? —preguntó Coribantes.
—Las naturalezas inferiores repugnan el castigo; las medianas se resignan a él; pero sólo las superiores son las que lo invocan y yo pertenezco a esta última, querido Coribantes. Y ahora espero que lleve a buen término la misión encomendada, y cuanto antes, mejor.
Vierta
El crótalo irguió la cabeza en posición defensiva para mostrar a su cazador que estaba dispuesto a defenderse, pero el padre Alvarado era mucho más hábil con el gancho. Apoyó con fuerza su extremo sobre la cabeza de la serpiente, dejándola aprisionada e inmovilizada contra el fondo del terrario.
Con tres dedos de su mano derecha sujetó fuertemente la cabeza y la levantó en el aire. El animal intentaba sin éxito desplegar sus dos colmillos anteriores huecos en forma de gancho.
Con precisión, Alvarado apretó las glándulas de Duvernoy que la serpiente tenía a ambos lados de la cabeza, donde almacenaba el potente veneno. El asesino del Octogonus colocó los colmillos sobre un recipiente de cristal, dejando que el crótalo exprimiese los depósitos de veneno con los músculos temporales. A través de los colmillos huecos, la serpiente comenzó a derramar un líquido blanquecino en el interior del recipiente. Cuando el padre Alvarado comprobó que la serpiente había escupido suficiente líquido, la introdujo nuevamente en la caja hermética.
Una vez asegurada la tapa del terrario, introdujo el veneno en un pequeño frasco de cristal con tapa de goma y lo metió en un maletín médico, junto a una bata blanca y varias jeringuillas con agujas hipodérmicas.
Minutos después salía a la calle para coger el tranvía que le llevaría hasta Sobieskigasse con Lóblichgasse. En esa manzana de antiguas mansiones construidas en la época del emperador Francisco José se levantaba ahora la sede del Heinz Sanatorium Institute, el lugar en donde se recuperaba la esposa del millonario Delmer Wu de las heridas sufridas tras su reciente secuestro.
Dos edificios blancos conformaban el complejo hospitalario. Alvarado esperó hasta las siete de la tarde para poder atravesar el control de seguridad. A esa hora no se fijaban demasiado en quién entraba y salía del edificio debido al cambio de guardia del personal sanitario.
Alvarado entró junto a tres mujeres. Por su conversación intuyó que eran enfermeras. Al verle entrar, una de ellas saludó al asesino del Octogonus.
—Buenas tardes, doctor.
—Buenas tardes —respondió Alvarado mientras atravesaba el control de seguridad riendo junto a la mujeres, como si las conociese.
El asesino del Octogonus se introdujo en uno de los baños y colgó en la puerta el cartel de «fuera de servicio». Abrió el maletín, se puso la bata blanca y extrajo el frasco de cristal con el veneno. A continuación cogió una jeringa y le colocó una aguja hipodérmica que clavó en el tapón de goma hasta atravesarlo. Alvarado comenzó a tirar del émbolo hasta que el veneno de la serpiente quedó en el interior de la jeringuilla. Ya sólo le quedaba localizar la planta en la que se encontraba la habitación de Claire Wu.
Salió nuevamente al pasillo y se dirigió hacia el centro de información de la clínica. Era la hora de la cena y la sala permanecía completamente vacía, por lo que aprovechó para entrar en los registros.
Estaba seguro de que, por motivos de seguridad, la esposa del millonario habría ingresado bajo nombre falso, pero ignoraba cuál. Miró cada ficha por la fecha de ingreso, pero ese dato podía haber sido falsificado también. Las fichas de ingresos especiales se encontraban en un archivador cerrado con llave en la tercera planta del edificio, en la zona de administración. Con tranquilidad, salió de la zona de información y cogió un ascensor hasta la tercera planta. Para llegar a su destino, sólo tenía que seguir los carteles indicadores.
Al final de un pasillo, Alvarado encontró una puerta cuya placa rezaba: «Administración general». Intentó abrirla, pero estaba cerrada. De repente, una voz a su espalda le indicó que era ya muy tarde y que el personal se había ido. Era una de las limpiadoras.
—Necesito urgentemente la información de un paciente que debo intervenir a primera hora de la mañana y su ficha está en un archivador de administración.