El laberinto de agua (44 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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Cuando el director comenzaba a sudar profusamente, apareció de entre las sombras el rostro del padre Alvarado.

—¡Dígame dónde está el libro! —exclamó el asesino del Círculo Octogonus.

—¿Quién es usted? ¿A qué libro se refiere? —preguntó Aguilar con el tono de voz cada vez más bajo debido a la dificultad para respirar.

Alvarado sacó de su bolsillo un pequeño frasco transparente con un líquido en su interior.

—Acaba usted de inocularse vía oral una dosis de veneno producido por la taipán del interior, el crótalo más venenoso del mundo. No me tome por idiota. Si me dice dónde está el libro, le daré el antídoto. Si no me lo dice, morirá tras una terrible agonía y yo tardaré un poco más de tiempo en saber su paradero. Se lo repito: ¿dónde está el libro?

Aguilar intentaba desabrocharse el botón de la camisa y arrancarse la corbata dejando a la vista su camisa azul empapada en sudor.

—No sé a qué libro se refiere.

Alvarado se acercó al oído de Aguilar.

—Le quedan muy pocos minutos de vida. Si no me dice dónde está el libro, no le daré el antídoto y morirá. Jamás podrá disfrutar de los dos millones de dólares que le ha robado usted al Vaticano.

En el rostro de Aguilar comenzó a aparecer una mueca de terror. El veneno había comenzado ya con su acción destructora, atacando su sangre y sus músculos, y estaba a punto de provocarle un fallo renal agudo. Los dolores se hacían casi insoportables, pero Alvarado era un experto y había hecho que el director ingiriese tan sólo la cantidad justa para no morirse lo suficientemente rápido. Necesitaba que pudiese revelarle dónde estaba el libro de Judas.

—Se lo vendí a un hombre de Hong Kong —balbuceó Aguilar—. Deme el antídoto, por favor... por favor —suplicaba.

—Aún no. Quiero saber el nombre de ese hombre de Hong Kong.

—Wu, Delmer Wu. Por favor, entrégueme el antídoto. Le he dicho todo lo que sé.

—Le diré algo, señor Aguilar —dijo Alvarado, acercándose al moribundo para que pudiera oírle bien—. El día de su muerte, todo lo que usted posee en este mundo pasará a manos de otras personas. La muerte y el Círculo Octogonus están tan seguros de alcanzarle que hasta le han dado toda una vida de ventaja, y usted se encuentra muy cerca ya de esa muerte. Si engaña a la Santa Iglesia, la primera vez es culpa suya. Si engaña por segunda vez, la culpa es nuestra, y por eso ha sido usted condenado a muerte por el Círculo Octogonus.

—Necesito el antídoto, necesito el antídoto, necesi... —fue lo último que llegó a proferir Aguilar justo antes de sufrir un colapso.

Tras comprobar que estaba muerto, el padre Septimus Alvarado levantó su mano derecha, extendió tres de sus dedos y pronunció una frase en latín:


Fructum pro fructo, silentium pro silentio
.

A continuación, el asesino arrojó un octógono de tela sobre el cadáver de Aguilar y se perdió entre las sombras, tal y como había llegado.

Desde una cabina situada en la frontera suizo-italiana, Alvarado se dispuso a informar a monseñor Mahoney.


Fructum pro fructo
.


Silentium pro silentio
.

—El objetivo ha sido eliminado —informó Alvarado.

—¿Tiene usted el libro hereje?

—No, pero sé dónde está y quién lo tiene. El objetivo ha señalado a un millonario de Hong Kong llamado Delmer Wu. Ese hombre tiene el libro en su poder.

—De acuerdo. Márchese ahora mismo de Suiza y vuelva a Venecia. Allí recibirá nuevas órdenes —indicó el secretario del cardenal Lienart.

—¿Quiere que viaje a Hong Kong para recuperar el libro?

—La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces y, sin duda, es uno de los mejores caminos para alcanzar nuestros propósitos. En Venecia se le darán nuevas órdenes, como le he indicado. Salga de Suiza y regrese a Venecia. Ahora haga lo que le he ordenado.
Fructum pro fructo
.


Silentium pro silentio,
monseñor —respondió el padre Alvarado antes de colgar.

XII

Venecia

Aquél era un día feliz para Afdera, pero mucho más feliz para As-sal. Estaban esperando en el aeropuerto Marco Polo la llegada del vuelo procedente de Nueva York en el que regresaba a casa Sampson tras su aventura en Aspen.

Assal fue la primera en divisar a una azafata empujando la silla de ruedas en la que iba el abogado. Corrió hacia él para abrazarle y besarle, pero Sampson estaba aún bajo los efectos de los analgésicos.

Vestido con un jersey rojo de cuello alto, mostraba su mano derecha escayolada hasta los dedos y una rodillera que le obligaba a mantener la pierna derecha totalmente extendida y a tener que caminar apoyándose en una muleta.

—Assal, vas a matarme con tus abrazos. No llores más. Ya estoy aquí contigo y no volveré a aceptar ningún encargo más de tu hermana —dijo Sam, intentando consolarla y observando cómo le sonreía Afdera a una cierta distancia junto a Max Kronauer.

—Hola, Sam, ¿cómo estás?

—¿Cómo estarías tú si alguien hubiera intentado arrojarte montaña abajo?

—Pues la verdad es que te veo muy bien —dijo sin dejar de abrazar a su futuro cuñado.

—Yo también. Ahora sólo quiero ir a casa y descansar. Tengo muchas cosas que contaros.

Ya en la tranquilidad de la terraza en la Ca' d'Oro, Rosa no paraba de llorar.

—¡Mire cómo le han dejado los americanos, señorito Sampson!

—No han sido los americanos, Rosa. No llores más.

Rosa sirvió el té y se marchó de la terraza. En ese momento, el abogado se dispuso a relatar todo lo que había descubierto a Assal y a Afdera. Max también estaba presente.

—Antes de comenzar a contaros lo que he descubierto, os daré la copia que he traído del expediente del supuesto accidente de vuestros padres, así como fotografías pertenecientes a la investigación.

—¿Por qué utilizas la palabra «supuesto»? —preguntó Afdera.

—Porque no fue un accidente. Alguien mató a vuestros padres.

A Afdera, que ya lo sospechaba, la noticia no le sorprendió, pero no sucedió lo mismo con Assal, que se quedó paralizada.

—¿Cómo que alguien mató a papá y a mamá? —preguntó Assal.

—Sí. Aquí tenéis una fotografía de la cuerda que sujetaba a vuestros padres en la escalada que realizaban en Clark Peak, cerca de Aspen. Al parecer, alguien la cortó y ambos se precipitaron al vacío.

—Pero ¿cómo sabes que cortaron la cuerda? —preguntó Assal, aún afectada por la noticia.

—Hablé con el sheriff Garrison, del Departamento del Sheriff de Pitkin. Es un experto, y me explicó cómo es posible comprobar si este tipo de cuerda usada en escalada pudo ser cortada o, por el contrario, rota por la fricción con un filo de la roca. Garrison estaba seguro de que la cuerda había sido cortada con un objeto afilado. No cabe la menor duda.

—¿Y cómo has podido averiguar eso?

—Muy sencillo. Examinando el informe policial del accidente, me fijé en las fotografías tomadas por los agentes del Departamento del Sheriff de Pitkin y del Departamento de Policía de Aspen. Me llamó la atención una fotografía de los objetos que llevaban consigo vuestros padres cuando sufrieron el accidente. En una de esas imágenes —dijo Sampson, depositando sobre la mesa la ampliación realizada en Aspen— aparecía un pequeño objeto que me llamó la atención. Hice esta ampliación y descubrí que lo que a mí me parecía un pañuelo arrugado era en realidad una figura de tela. Un octógono.

—¿Quieres decir que los padres de Assal y Afdera fueron asesinados hace veinte años por el mismo grupo de asesinos que está matando a todos los que tienen contacto con el libro de Judas? —preguntó Max.

—Efectivamente. Soy abogado y a las pruebas me remito.

—¿Los tipos que intentaron matarte en Aspen llevaban un octógono de tela?

En ese momento, Sampson introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un octógono de tela.

—Lo llevaba el tipo que me rompió los dedos. Lo mató el sheriff Garrison de un disparo en la frente. Mientras esperaba a ser evacuado por el helicóptero de rescate, tuve tiempo de revisar los bolsillos de ese tipo y, en uno de ellos, descubrí este octógono. Está claro que o bien ese hombre era muy joven cuando cometió el asesinato de vuestros padres o, sencillamente, él y el que cayó al vacío son herederos del grupo de asesinos que actuaban en los años sesenta. Piénsalo. Los tipos que me atacaron no tendrían más de cuarenta años o, como mucho, cuarenta y cinco. La muerte de vuestros padres sucedió hace unos diecinueve años. Eso significaría que estos individuos tendrían entonces unos veintiuno o veintitrés años. No tiene mucha lógica. Me inclino más por la teoría de un grupo de asesinos que ha ido sobreviviendo al paso de los años con nuevos reclutas, por llamarlos de alguna forma.

—¿Y quién crees que puede dirigir ese grupo de asesinos, como tú los llamas? —preguntó Max.

—¿Una fundación? ¿Un grupo defensor del libro de Judas? ¿Un grupo que no desea que se conozcan sus palabras? ¿La Iglesia católica? ¿El Vaticano? ¿La Guardia Suiza? Se pueden barajar muchas posibilidades.

—La abuela sabía que nuestros padres habían sido asesinados —dijo Afdera—. Alguien la amenazó con matarnos a nosotras si ella intentaba restaurar y traducir el libro de Judas y por eso lo escondió en el banco de Hicksville.

—Lo que sí queda claro ahora es que ya sabéis por qué vuestra abuela escondió el libro de Judas durante tantos años en la caja de seguridad del banco. Lo más seguro es que fuera para protegeros de esos tipos del octógono —sentenció Max.

—Ahora, la siguiente pregunta que debemos hacernos —intervino el abogado— es si debéis continuar en la búsqueda del secreto de ese Eliezer o si, por el contrario, deberíais abandonar la investigación por vuestra propia seguridad. Ya ha muerto mucha gente inocente a manos de esos tipos del octógono. Vuestros padres, Boutros Reyko, Abdel Gabriel Sayed, Liliana Ransom, Werner Hoffman y Sabine Hubert.

—Y no olvides a los que se han salvado, como Rezek Badani y tú mismo —señaló Max.

—Sí, así es. Ahora la decisión de continuar está sólo en manos de Afdera y Assal.

—No quisiera poneros en peligro de nuevo a ninguno de vosotros —dijo Afdera—, pero está claro que no voy a permitir que unos tipos con un octógono de tela me impidan llegar hasta el final. Se lo debemos a nuestros padres.

—¿Por qué dices que se lo debemos a nuestros padres? —preguntó Assal—. Tú no tienes intención de descubrir a los asesinos o a quien los mandó. Sólo deseas descubrir quién era ese Eliezer y nada más.

—¿Y crees, hermanita, que una cosa no va unida a la otra? ¿Crees que no quiero descubrir a esos hijos de puta o a quien los lidera? ¿Y que no me gustaría meter entre rejas a esos tipos que mataron a papá y mamá? Si piensas eso, es que no me conoces. Te aseguro, Assal, que si pudiera, los mataría yo misma con mis propias manos. Y no me temblaría el pulso.

—Bueno, ahora lo menos recomendable es que discutáis entre vosotras —dijo Sampson—. Creo que debéis decidir si vais a continuar con vuestra investigación hasta el final o si la abandonáis en este punto, ahora mismo.

—Mi voto, que es un cincuenta por ciento, es a favor de continuar, ahora que estamos más cerca —sentenció Afdera mirando a su hermana, que sujetaba de la mano a Sampson.

—Si tu voto es a favor, el mío también lo es, pero sólo por nuestros padres. Tú estás más interesada en un descubrimiento científico y yo estoy más a favor de la venganza, aunque suene mal.

—Las dos opciones son comprensibles. Pero, cuidado, porque un acto de justicia permite cerrar un capítulo, pero un acto de venganza escribe otro nuevo.

—¡Ya está Max con su filosofía! —saltó Afdera—. Y tú recuerda que sólo se tarda un instante en cometer un error y que se necesita una vida entera para olvidarlo. Te aseguro, querido Max, que no voy a cometer el error de olvidar lo que unos tipos hicieron a mis padres, y está visto que mi hermana Assal tampoco.


Touché
, querida Afdera.

—¿Vas a quedarte en Venecia?—preguntó Assal a Max.

—Debo resolver unos asuntos familiares en Ginebra y después tengo que viajar a Estados Unidos para una conferencia. Luego regresaré a Venecia para ayudar a tu hermana a encontrar esa carta de Eliezer.

—Te echaremos de menos, ¿verdad, Afdera?

* * *

Ciudad del Vaticano

La
Sinfonía N° 7
de Beethoven inundaba todos los rincones de los despachos anexos a la Secretaría de Estado de la Santa Sede. Aquella mañana, el cardenal August Lienart estaba de buen humor. Mientras revisaba y corregía discursos por un lado, revisaba y tachaba textos por el otro. Nada quedaba sin el visto bueno del cardenal secretario de Estado y más aún cuando el Papa todavía se encontraba convaleciente por las heridas sufridas en el atentado.

Monseñor Mahoney golpeó la puerta con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. La música de Beethoven amortiguaba los golpes al otro lado. En ese momento, la puerta se abrió, dando paso a un ayudante de protocolo de la Secretaría cargado con documentos y notas de la visita del líder británico.

—Buenos días, monseñor, pase usted —le invitó el ayudante.

El despacho rebosaba actividad. Sor Ernestina llevaba una bandeja de plata con tazas de café y un plato con porciones de
panettone
que iba ofreciendo a los altos miembros de la curia que rodeaban a Lienart.

Allí reunidos se encontraban el cardenal Dionisio Barberini, prefecto de la Casa Pontificia; el cardenal Camilo Cigi, vicario de Roma; el cardenal Gregorio Inzerillo, prefecto de la Congregación de Obispos; el cardenal William Guevara, camarlengo de la Cámara Apostólica y «Papa en funciones» en caso de fallecimiento del Santo Padre; el cardenal Belisario Dandi, prefecto de la Entidad, los servicios de inteligencia vaticanos; Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vaticana, y el coronel Helmut Hessler, comandante en jefe de la Guardia Suiza. Los siete hombres estaban sentados alrededor de una gran mesa presidida por el cardenal Lienart.

Al ver entrar en el despacho a su secretario, Lienart pidió a los presentes que le dejaran unos minutos a solas con monseñor Mahoney.

—¿Es urgente lo que quiere comunicarme?

—Sí, eminencia, lo es.

—Dejemos la reunión durante unos minutos si no les importa, por favor.

Los siete hombres se levantaron, besando algunos de ellos el anillo del dragón alado que Lienart portaba en su dedo. Cuando los dos hombres se quedaron a solas en el despacho, Mahoney dio comienzo a su informe.

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