El laberinto de agua (23 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—Dígame, monseñor, ¿qué puedo hacer por usted?

—Necesito hablar urgentemente con el cardenal Lienart. Cuanto antes.

—Está muy ocupado redactando un borrador de una carta pastoral que debe ratificar Su Santidad antes de una semana. Después tiene que preparar la entrevista entre el primer ministro de Canadá con Su Santidad y la agenda de la visita. No sé si podrá recibirle esta tarde.

—Sor Ernestina, dígale a su eminencia que es el asunto de Berna. Él lo entenderá.

—Bien, monseñor, así se lo comunicaré.

Treinta minutos después, el sonido del teléfono interno perturbaba el silencio del despacho de monseñor Mahoney.

—¿Dígame? Monseñor Mahoney al aparato.

—Soy sor Ernestina, monseñor. Su eminencia ha dado órdenes explícitas para que se presente usted en su despacho en quince minutos con la información del asunto de Berna.

—Muchas gracias, sor Ernestina.

Emery Mahoney intentó hacer un balance mental de la conversación que había mantenido con Aguilar. Al cardenal Lienart no le gustaban las indecisiones o las dudas, así que debía prepararse para cualquier pregunta o reacción de su eminencia. Mientras recorría los largos pasillos del Palacio Apostólico hasta llegar a las dependencias de la Secretaría de Estado, el obispo iba intentando memorizar toda su conversación con el responsable de la Fundación Helsing. Al llegar a la puerta, dos miembros de la Guardia Suiza se pusieron en posición de firmes al distinguir los colores episcopales de Mahoney. «Éste es un privilegio más de ser obispo en el Vaticano», pensó el secretario de Lienart.

Al entrar en la antesala, llegaron a sus oídos los compases del preludio de
Carmen
, de Bizet. Por la música que oía el cardenal Lienart, Mahoney podía adivinar, antes de entrar en el despacho, si su poderoso jefe se encontraba o no de buen humor.

—Pase, pase, mi fiel secretario —ordenó Lienart desde el otro lado de su mesa.

Mahoney entró en la estancia y se dirigió hacia la zona en donde se encontraban dos confortables sofás al lado de un ventanal con vistas a la plaza de San Pedro. Lienart estaba dando los últimos retoques a una carta pastoral que debía aprobar el Santo Padre antes de su publicación.

—Espero que este campesino del Este sepa apreciar mi fe y mi vocación en este texto, aunque viendo sus orígenes no creo que se dé cuenta de ello —dijo el cardenal antes de sentarse junto a su secretario—. Por cierto, monseñor Mahoney, los símbolos episcopales le serán impuestos por Su Santidad en persona, según me ha indicado el propio Santo Padre.

—Me alegra mucho esa decisión, pero no me hubiera importado que fuese usted el encargado de semejante cometido.

—¿Y quién soy yo ante Su Santidad? La humildad pura que usted muestra, querido Mahoney, se da muy raramente, y habitualmente es hipocresía. Yo le agradezco esa falsa humildad, pero estará de acuerdo en que será mejor que sea Su Santidad quien le imponga los símbolos episcopales. Ese campesino del Este aprecia mucho más que yo ese tipo de ceremonias. Yo tengo que seguir engrasando la maquinaria mientras él se dedica a orar.

—Pero, eminencia, el Santo Padre...

—Ese campesino llegó al Trono de Pedro gracias a mí y tan sólo he recibido este cargo, sin más reconocimiento, mientras que otros miembros de la curia menos valiosos han alcanzado los máximos honores. Querido Mahoney, como dijo un día San Agustín,
etsi homines falles, deum tamen fallere non poteris,
aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañarle.

—Me han dicho que el Santo Padre no goza últimamente de buena salud.

—¿De dónde salen esos rumores?

—Al parecer, el doctor Niccolló Caporello ha visitado recientemente a Su Santidad, quien no parece encontrarse muy bien —respondió el obispo.

—¿Quién ha dicho eso?

—Coribantes —aseguró monseñor Mahoney, refiriéndose al padre Eugenio Benigni, un agente del SP, el contraespionaje papal, infiltrado en la Congregación para la Doctrina de la Fe.

—Las informaciones de mi fiel Coribantes se aproximan en la mayor parte de las ocasiones casi al cien por cien de realidad. Tal vez deberíamos esperar a ver qué sucede en los próximos meses, incluso tal vez deberíamos pensar en dar un pequeño empujón al destino. El cambio no sólo se produce tratando de obligarse a cambiar, sino tomando conciencia de lo que no funciona ¿Quién sería capaz de predecir que en poco tiempo tengamos que reunirnos en un nuevo cónclave? —dijo Lienart, sonriendo y lanzando un guiño al obispo Mahoney, al tiempo que encendía un cigarro habano.

—¿Está insinuando que la salud del Sumo Pontífice es preocupante?

—¡Quién sabe, querido Mahoney, quién sabe!
Nisi credideritis, non intelligetis,
a menos que creas, no entenderás. Como digo, tal vez deberíamos pensar en ayudar un poco al destino y dar paso a alguien que pueda regir los destinos de la Iglesia con mano de hierro y no con manos de campesino. Y ahora, dígame qué sabemos de nuestro asunto de Berna.

—He hablado con Renard Aguilar. Ya ha hecho la oferta a la señorita Brooks, pero ésta ha puesto varias condiciones para aceptar la suma de diez millones de dólares por el libro —explicó Mahoney.

—¿Cuáles son esas condiciones?

El obispo expuso a Lienart las seis condiciones impuestas por Afdera.

—Le diremos a la señorita Brooks que las aceptamos. La primera de ellas se cumplirá. El libro será entregado al Vaticano, pero para su posterior destrucción, no para su exposición. Tanto la señorita Brooks como su hermana jamás sabrán nada más del libro hereje del traidor Judas. Todo el material recopilado durante la restauración deberá ser también entregado junto al libro por el señor Aguilar para ser destruido. La única condición que estoy dispuesto a aceptar es la del pago en una cuenta suiza. Me parece muy bien por parte de esa señorita Brooks.
Roma locuta, causa finita,
Roma ha hablado, caso terminado.

Cuando Mahoney se disponía a abandonar el despacho, Lienart lo detuvo.

—Por cierto, monseñor Mahoney, creo que alguien del Círculo debería mostrar alguna señal a esa gente que intenta sacar a la luz las palabras de ese traidor de Judas. Si están dispuestos a arriesgarse a revelar al mundo las palabras de un traidor, también lo estarán para ponerse en manos de Nuestro Señor en cualquier momento.

—¿Quién desea que lleve a cabo la misión?

—Tal vez los padres Cornelius y Alvarado. Dejo a su parecer el nombre del objetivo. Ahora, si me disculpa, debo continuar con esta carta pastoral que debe aprobar el Santo Padre.

—De acuerdo, eminencia, buenas tardes.

—Buenas tardes, querido Mahoney, y no olvide tenerme al tanto del asunto de Berna.

—Así lo haré, eminencia.

Lienart comenzó a idear en lo más recóndito de su mente un siniestro plan que podría llevarle hasta la mismísima cúpula de poder de la Iglesia católica si sabía cómo manejar las piezas del ajedrez, y en eso era un verdadero experto. Antes de acabar su jornada, Su Eminencia August Lienart tenía listo el plan, y cuanta menos gente lo supiese, mucho mejor. Para ello iba a necesitar a su siempre fiel ayudante, el agente Coribantes.

* * *

Thun, veinticinco kilómetros al sur de Berna

Como cada noche, tras abandonar los laboratorios de la Fundación Helsing en Freiburgstrasse, Werner Hoffman, el experto en papiro, recogía su BMW y tomaba la autopista 6 en dirección sur. Desde hacía meses realizaba el mismo recorrido, pero aquella noche de invierno iba a ser diferente.

La noche era muy fría y el hombre de la radio hablaba de un empeoramiento del tiempo. Los padres Cornelius y Alvarado mantenían su coche en marcha para aprovechar la calefacción mientras vigilaban el acceso a los laboratorios.

A las nueve de la noche, los asesinos del Octogonus vieron salir a Hoffman con un chaquetón de piel y un sombrero bávaro. Alvarado intentaba en plena oscuridad y a cierta distancia calcular el peso aproximado de su objetivo.

—Debe de pesar unos cien kilos —dijo el religioso, extrayendo de su maletín negro un pequeño frasco de cristal. A continuación, se lo introdujo en un bolsillo de su abrigo junto a una jeringa desechable.

Werner Hoffman subió a su vehículo y emprendió la marcha hacia la autopista 6, dirección sur en el sentido habitual, seguido de cerca por otro vehículo. El padre Cornelius llevaba varios días vigilando a su objetivo, un trabajo bastante sencillo puesto que Hoffman no tomaba ninguna medida de seguridad. Casado desde hacía años con una famosa concertista de piano y padre de tres hijos, el científico visitaba cada día a su amante en la ciudad de Thun, a veinticinco kilómetros al sur de Berna.

Abandonaba la autopista por la salida 4 y se dirigía a una gasolinera situada en el pequeño pueblo de Vehweid. Allí repostaba, se tomaba una taza de caldo caliente, compraba una botella de champán y reiniciaba la marcha nuevamente hasta Thun. Cornelius llevaba todo el recorrido apuntado en una pequeña libreta de color negro.

—Podría seguir a ese tipo incluso con los ojos cerrados.

—Cuando se detenga en la estación de servicio, aparque al lado de su vehículo. Yo le desinflaré dos neumáticos, lo suficiente para que se vea obligado a detenerse en el trayecto. Cuando lo haga, pararemos y le ofreceremos nuestra ayuda. Ése será el momento de actuar —ordenó Alvarado.

—¿Quiere que me baje y le distraiga?

—No. Lo más seguro es que la gasolinera tenga cámaras de vigilancia y no nos podemos arriesgar a que nos grabe alguna de ellas.

—Descuide, no lo harán —afirmó Cornelius.

—¿Cómo está tan seguro?

—Son falsas. Sólo tienen una luz verde, pero observé que ninguna de ellas tiene ningún cable que salga del interior de la cámara. El dueño debe de ahorrarse bastante dinero en seguridad. Las cámaras están conectadas casi siempre con un servicio privado de seguridad y eso suele ser bastante caro. He comprobado que son falsas. Las han colocado más para prevenir el delito que para evitarlo.

—La suerte favorece sólo a la mente preparada, querido Cornelius.

Justo unos metros antes de alcanzar la salida 4, el coche de Hoffman comenzó a indicar mediante el intermitente que iba a salir de la autopista. Tal y como había predicho el padre Cornelius, el BMW de Hoffman giró a la derecha por Viehweidstrasse en dirección a Viehweid. El vehículo entró en el pequeño pueblo y aminoró su marcha para dirigirse el aparcamiento de la estación de servicio.

Con los faros apagados, el coche de los asesinos se situó a cierta distancia para evitar ser detectado por el científico. Cuando vieron que Hoffman entraba en la tienda, Cornelius aparcó en paralelo al BMW. Alvarado, amparado por la oscuridad, se acercó al lado derecho del vehículo y con un punzón apretó las válvulas de aire para quitar presión a los neumáticos.

—No suele emplear más de cinco minutos en toda la operación —aseguró el padre Cornelius.

Los dos hombres aguardaban la salida de su objetivo sin dejarse ver fuera del coche. Cinco minutos más tarde, vieron salir a Werner Hoffman con varios paquetes entre sus manos, introducirse en su vehículo y continuar la marcha.

El BMW volvió a coger la autopista 6 rumbo al sur, pero a la altura de Stockeren, el científico comenzó a notar que perdía el control del vehículo.

—¡Maldita sea! Creo que he pinchado.

Inmediatamente conectó las luces de alerta y se detuvo a un lado de la autopista. Maldiciendo entre dientes, se bajó del coche, lo rodeó y observó el lado derecho. Los dos neumáticos estaban desinflados.

Hoffman se dispuso a cambiar uno de ellos, pero sin duda iba a necesitar llamar al servicio de asistencia en carretera para que le llevasen un neumático nuevo.

Soltando imprecaciones, se disponía a levantar el coche con el gato cuando oyó a su espalda que se detenía otro vehículo.

—¿Necesita ayuda? —preguntó el copiloto.

—La verdad es que sí —contestó Hoffman—. He pinchado dos neumáticos y sólo llevo uno de repuesto.

—Su modelo de BMW es muy parecido al nuestro. Si quiere, le podemos prestar el neumático de repuesto y dirigirnos a un taller cerca de Thun. Allí podrá comprar uno nuevo y devolvernos el nuestro.

—¿Harían eso por mí?

—Sí, claro. Además vamos en la misma dirección y Thun no está lejos.

Los dos hombres aparcaron el coche justo detrás del BMW de Hoffman. Cornelius ayudó al científico a cambiar el neumático delantero mientras Alvarado extraía del maletero el segundo neumático. Luego se quedó mirando cómo Cornelius y Hoffman hablaban de forma amistosa dándole la espalda. Cuando Alvarado comprobó que habían cambiado el segundo neumático, se dirigió hacia Hoffman por detrás y con un rápido movimiento le clavó en el cuello una aguja.

Werner Hoffman lo miró sorprendido, sin entender nada. Rápidamente, los dos sacerdotes colocaron el pesado cuerpo en el asiento del copiloto y le ajustaron el cinturón de seguridad.

El potente relajante muscular recorría ya el flujo sanguíneo de Hoffman.

—Le he puesto la dosis justa para que no sea detectado en su hígado —afirmó Alvarado—. Y ahora, vayámonos de aquí antes de que alguien llame a la policía.

Los dos vehículos reiniciaron su marcha hacia la carretera de Schaufel, en cuyos alrededores había un lago que en esas fechas estaba cubierto por una fina capa de hielo. Alvarado conducía el BMW, con Hoffman a su lado. Su rostro se mostraba embotado, posiblemente por el efecto del relajante muscular, aunque sus ojos intentaban hacer al conductor una sencilla pregunta: ¿por qué?

Media hora más tarde, los coches se detuvieron en un pequeño bosque al norte del lago. Antes, el padre Alvarado se acercó a la orilla y tocó el hielo con la punta de su bota.

—Estoy seguro de que no aguantará el peso del BMW. Aquí no lo encontrará nadie—sentenció Alvarado.

Los dos asesinos del Octogonus sacaron a Werner Hoffman del asiento del copiloto y lo colocaron en el del conductor. Su cuerpo era como un saco de arena sin forma. Ni siquiera era capaz de articular palabra alguna, pero Alvarado supo que aún vivía debido a las pequeñas lágrimas que corrían por sus mejillas. Hoffman sabía cuál iba a ser su destino. Uno de los asesinos extrajo un octógono de tela y lo arrojó en el asiento trasero del BMW mientras pronunciaba las palabras
fructum pro fructo, silentium pro silentio
.

El padre Alvarado situó el BMW en línea recta hacia el lago, abrió la puerta del conductor, colocó la palanca en la posición «D» y soltó el freno de mano. Poco a poco, el coche fue entrando en el agua, rompiendo la capa de hielo con su peso. En apenas unos minutos sólo era visible la matrícula trasera.

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