El laberinto de agua (21 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—¿Pueden decirme cuándo fue escrito?

—Hemos tomado muestras del manuscrito y de la portada de cuero. También dataremos exactamente el papiro que hay en su interior. Después llevaremos las muestras extraídas al Instituto de Ciencias Avanzadas de Ottawa. En pocos días podría darle una fecha lo más aproximada posible —respondió Fessner.

—¿Qué posibilidades hay de que el autor copto hubiera creado el libro sin ninguna base científica o religiosa?

Burt Herman tomó la palabra.

—Ninguna. No hay ninguna posibilidad de comprobarlo, pero cuando tengamos casi el cien por cien traducido, el texto nos podrá confirmar algo más. Por ejemplo, aparece un nombre repetido varias veces. Eso quiere decir que ese personaje debía tener un peso social importante, o tal vez, podría tratarse de alguien que conoció a Judas.

—¿Cuál es ese nombre?

—Eliezer —respondió Herman—.Pero quiero que Efraim termine la traducción para intentar saber qué papel jugó ese tal Eliezer en el evangelio. Tal vez podamos darle una explicación. De momento sólo sabemos que aparece mencionado en muchas ocasiones. Quizá se trate de la persona que escribió el libro, o tal vez la fuente en la que se basó el encargado de redactarlo. Aún no estamos en condiciones de asegurar nada.

—¿Se podrá saber si este evangelio de Judas pudo ser escrito antes que los cuatro evangelios?

—Lo que tenemos aquí, concuerda perfectamente con la condena por parte de Irineo. Lo que sí puedo ya confirmarle es que su evangelio fue escrito después del evangelio de Juan, que es el más actual de los cuatro que hoy conocemos. El evangelio de Marcos fue escrito entre el año 70 y el 71 de nuestra era; el evangelio de Lucas, entre el 80 y el 90; y el de Mateo, entre el 80 y el 90 también; mientras que el evangelio de Juan está datado entre el 90 y el 110 de nuestra era. Lo cierto es que Irineo citaba en concreto este evangelio de Judas como un libro herético.

—¿Quién es ese Irineo?

—Se puede decir que Irineo de Lyon es el padre de la Iglesia católica, tal y como hoy, en pleno siglo XX, la conocemos. Cerca del año 180 de nuestra era, en lo que actualmente es Francia, Irineo escribió un duro ataque contra el evangelio de Judas —afirmó Burt Herman sacando del bolsillo trasero de su pantalón un pequeño cuaderno de tapas negras para leer un pasaje concreto—. Irineo escribió: «Este evangelio trataba sobre la relación de Jesús y Judas y afirmaba que Judas en realidad no traicionó a Jesús, sino que pudo ser otro apóstol quien lo traicionase para convertirse en el guía. Judas era el único que conocía la verdad del modo en que Jesús quería transmitir su mensaje a la cristiandad. Esta versión era inadmisible para los primeros dirigentes de la Iglesia católica, así que hace mil ochocientos años unos pocos decidieron censurarla, borrarla, destruirla, para que esta historia no volviera a salir a la luz jamás.

—¿Quiere decir que ese tal Irineo conocía ya este evangelio?

—Sí —respondió el experto en origen del cristianismo—. Irineo nació en Esmirna y vivió entre los años 102 y 202 de nuestra era. Durante el segundo siglo del cristianismo ayudó a definir los principios fundacionales y la teología de la nueva Iglesia. Irineo era un intelectual de su tiempo. Fue sacerdote, obispo y, tras su muerte, lo declararon santo. ¿Es usted católica, señorita Brooks?

—Sí, lo soy, aunque no muy practicante.

—¿Sabe que muchos católicos se sorprenderían al saber que en los inicios del cristianismo no podían jactarse de tener una Biblia definitiva? El cristianismo tardó casi trescientos años en admitir de manera informal lo que había sido aceptado de manera general como el Nuevo Testamento.

—¿Cuántos evangelios circulaban entonces?

—Infinidad de ellos. Desde los que conforman el Nuevo Testamento, los de Marcos, Mateo, Juan y Lucas, hasta otros como los de Tomás, el de la verdad, de Felipe, de Bartolomé, de Pedro, el evangelio armenio de la infancia, el secreto de Marcos, el evangelio de los egipcios, el evangelio de los hebreos... incluso circula un evangelio de María. Hay casi una treintena de ellos, y todos, incluido el suyo de Judas, se declaran como emisores de la verdad.

—¿Pero coincidían todos ellos en la vida de Jesús o en el papel de Judas?

El especialista soltó una carcajada antes de responder.

—Señorita Brooks, cuando Jesucristo fundó el cristianismo y fue crucificado por ello, surgieron decenas de grupúsculos que seguían el mensaje de Dios. Los carpocracianos, los marcionitas, los ebionitas y un sinfín más de «itas». Todos ellos creían en Dios, pero de diferente forma. Irineo sabía que su misión sería la de proporcionar a los diferentes grupos cristianos, no sólo en la Galia, sino en todo el mundo, un marco teológico. De esta forma, creó un marco permanente en el que se forjaron las bases que se adoptarían ciento cuarenta años después, en el Concilio de Nicea del año 325, y que marcó el punto de inicio de la Iglesia tal y como hoy la conocemos. Irineo escribió una obra de más de setenta volúmenes titulada
Adversus Haereses, Contra las herejías,
en donde estaba incluido el evangelio de Judas. Atanasio de Alejandría ratificó las palabras de Irineo cuando escribió: «Éstas son las fuentes de salvación que pueden satisfacer a aquellos que están sedientos con las palabras vivas que contienen. Sólo en ellas se proclama la doctrina de la piedad».

—¿Quién puede ser ese Eliezer del que habla el evangelio de Judas?

—No lo sé. En el evangelio, el tal Eliezer parece una especie de seguidor de Judas Iscariote, pero lo más curioso de todo es que no aparece reflejado como un prosélito de secta alguna del cristianismo o del propio Jesucristo. Como le he dicho, cuando Efraim consiga traducir la mayor parte de su evangelio, podremos responder a su pregunta.

—¿Cómo puede haber sobrevivido el evangelio a la quema por parte de ese tal Irineo o de Atanasio?

—El texto, escrito en dialecto sahídico del copto, está lleno de elementos lingüísticos que apuntaban hacia el Egipto Medio o incluso al delta del Nilo, tal vez a la zona de Damietta o Alejandría. Los tratados de esa época eran presuntamente traducciones de textos escritos originariamente en griego, pero éste, incluso, según el texto que hasta ahora hemos conseguido traducir, bien podría ser una traducción en copto de un texto en arameo. Lo más seguro es que el libro condenado por Irineo y después por Atanasio fuese una copia de una copia de una copia, y no el original. Un evangelio se puede condenar, pero no se puede destruir —precisó Efraim.

—¿Por qué creen ustedes que a alguien le interesaría destruir este libro?

—¿Se refiere a la época de Irineo y Atanasio o a la actualidad? —dijo Burt Herman mirando a la joven directamente a los ojos.

—A la actualidad.

—Puede que porque ya Irineo de Lyon había mostrado su cólera contra este libro hereje, una cólera ratificada años después por Atanasio de Alejandría. Déjeme explicarle algo, señorita Brooks. Los herejes de entonces atribuían a Judas la cualidad de haber sido el «elegido» y, por tanto, de ser el único apóstol en poseer esa gnosis que le permitió llevar a cabo el «misterio» de la traición con todas sus consecuencias beneficiosas para el origen del cristianismo. Irineo aseguraba que los herejes eran crédulos y que el libro de Judas contenía una serie de ideas basadas en la mentira, pero siempre con la idea preconcebida, tal y como ahora tenemos todos nosotros, de que Judas era el malo de la historia. Este texto de Judas, o del tal Eliezer, podría invertir el veredicto pronunciado por once hombres de la Iglesia primitiva sobre un tipo traidor y ambicioso que vendió a su maestro por unas pocas monedas y después se ahorcó en un árbol. Resulta que este libro bien podría demostrar que Judas no traicionó a Jesús, sino que fue entregado por Judas tras una orden del propio maestro. Si Judas fue el elegido para esa dura tarea, tal vez Jesús tenía planeado que fuese él, Judas, quien debería heredar su liderazgo y no Pedro. Eso molestaría a más de uno en el Vaticano, ¿no le parece?

—Puede ser.

—Los antiguos griegos, que sabían muy bien de lo que hablaban, solían decir que el 'destino', o
moira
en griego, estaba entretejido fibra por fibra. Lo mismo te ocurre a ti con este libro y el mensaje de Judas —dijo Sabine, poniendo sus manos sobre los hombros de Afdera—. Lo mismo ocurre con el destino humano, donde los caminos se cruzan de forma inesperada, casi como fibras unidas con otras fibras, de manera imprevista, sin que estuviera planeado. Tal vez tu destino no sea conocer el contenido de este libro.

—Sí, Sabine, pero mi abuela, al morir, se preocupó de ponerme en el mismo camino de Judas. Se encargó de tejer las fibras de las que hablas para cambiar mi destino.

—Eso me suena a crítica hacia tu abuela.

—¡Oh, no lo es! Aunque tal vez sí sea una recriminación por no haberme dado opción a elegir mi propio destino. Ella decidió por mí que debería ser yo la encargada de descifrar el significado del libro de Judas y su mensaje.

—Ésa puede ser tal vez tu misión hacia Judas. Puede que pases a la historia como la persona que hizo cambiar de opinión a millones de seres humanos sobre un personaje como Judas. ¿Quién sabe? —apuntó Sabine dirigiendo una gran sonrisa a Afdera.

—Puede que tengas razón, pero ¿cuándo podremos saber más detalles? Me gustaría conocer cuanto antes la traducción total del libro o, por lo menos, encontrar alguna pista de ese tal Eliezer.

—Danos un par de semanas y tendrás esas respuestas. Ahora conviene que seamos prudentes para poder trazar una línea histórica desde adelante hacia atrás, para esbozar un nuevo perfil de Judas. Primero debemos saber lo que dice el libro, para analizar a sus protagonistas, conocer quién lo escribió, saber de qué otro texto se copió o en cuál se basó su autor. Cuando tengamos todos estos datos, tal vez podrás saber algo más de tu misterioso Eliezer.

Después de la reunión y un almuerzo informal con el grupo de científicos y directivos de la fundación, Afdera visitó los laboratorios en donde se estaba llevando a cabo la restauración del libro. Escáneres, mesas de luz, potentes microscopios y productos químicos se alineaban ordenadamente en las estanterías y mesas. Fuera del laboratorio, la luz empezaba ya a apagarse sobre Berna.

Afdera miró su reloj tras despedirse de Sabine y del resto del equipo. Antes, la restauradora había llamado a seguridad para que acompañasen a la joven hasta el coche que la esperaba en la entrada para llevarla al restaurante en donde cenaría con Renard Aguilar. «¿Qué querrá proponerme Aguilar?», pensó Afdera mientras circulaba ya en dirección al centro.

Unos minutos más tarde, el Mercedes se adentraba en la parte antigua rumbo a la Schauplatzgasse. En el número 16 y entre grandes edificios se levantaba, desde 1892, uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Nada más entrar en el local, apareció Aguilar acompañado de un hombre con el típico uniforme de chef y su nombre bordado en el bolsillo: Michele Rugolo.

Rugolo era el hombre que había convertido aquel local en uno de los más concurridos por los gastrónomos europeos que visitaban la ciudad.

—Por favor, síganme y les acompañaré hasta su mesa —dijo Rugolo—. Primero les serviremos un aperitivo y después probarán nuestro famoso
Bernerplatte,
que incluye doce variedades de carne y embutido, patatas y
sauerkraut.
Espero que tengan apetito.

Cuando el chef se alejó, Aguilar se dirigió a Afdera.

—Es usted muy hermosa, señorita Brooks, si me permite decírselo.

—Muchas gracias, pero creo que este encuentro no era una cita, sino una reunión para hablar de negocios.

—¡Oh, ustedes, las americanas, qué poco dadas son a recibir elogios por su belleza! —dijo Aguilar con el fin de suavizar la tensión que se había creado tras la brusca respuesta de la joven.

—Déjeme decirle que soy mitad americana y mitad italiana, o mejor dicho, veneciana, así que, efectivamente, somos poco dadas a saber recibir un halago de un hombre. Mi abuela decía que un halago de un latino eran palabras perdidas en el viento.

—Yo soy mitad venezolano, mitad suizo, o mejor dicho, ginebrino, así es que permítame indicarle que tengo más de suizo que de latino.


Touché!
—exclamó la joven.

Renard Aguilar era un personaje misterioso en el mundo del mercado de obras de arte y antigüedades. Su nombre había estado oscuramente relacionado a principios de la década de los años setenta con la compraventa de antigüedades de dudosa procedencia. Parece ser que, siendo director de una famosa galería en Estados Unidos, Aguilar habría comerciado con un espléndido busto de un faraón que posteriormente vendió por un millón doscientos mil dólares de la época. La pieza había sido sacada de Egipto ilegalmente y el gobierno de El Cairo, al descubrir la operación, exigió al Departamento de Estado su devolución. El FBI consiguió pruebas suficientes para demostrar que Renard Aguilar podría haber estado relacionado con el tráfico ilegal de piezas desde Egipto y Oriente Próximo para los grandes museos y coleccionistas de Estados Unidos.

Aguilar fue condenado a tan sólo un año de cárcel que ni siquiera llegó a cumplir. Alguna poderosa mano consiguió, al ser su primer delito, que supliese la cárcel por trabajos comunitarios en colegios y centros de la tercera edad, impartiendo conferencias sobre arte. Después de aquello, y cuando parecía que la carrera de Aguilar estaba acabada, reapareció en la ciudad de Berna como director de la poderosa Fundación Helsing. Ahora, aquel suizo-venezolano, vestido con un elegante traje a medida, con la manicura hecha y con un Rolex de oro en su muñeca, se sentaba ante Afdera para proponerle un negocio que sería difícil rechazar.

Después de la cena y mientras servían café y licores en la mesa, el director tomó la palabra. Antes extrajo de su bolsillo un caramelo de menta Edelweiss y se lo introdujo en la boca con rapidez.

—Estoy dejando de fumar y estos dichosos caramelos de menta calman un poco mi adicción a la nicotina —se disculpó, colocando el papel del caramelo sobre su plato—. Y ahora, querida señorita Brooks, la he hecho venir aquí, a cenar conmigo, para hacerle una oferta.

—¿De qué oferta se trata? —preguntó Afdera.

—Un coleccionista y mecenas muy importante de Estados Unidos, que ha entregado millones de dólares a nuestra fundación, desea que en su nombre le ofrezca ocho millones de dólares por su libro de Judas.

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