El laberinto de agua (22 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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La joven lanzó un pequeño y largo silbido.

—Caray, ¿y quién es ese mecenas tan rico?

—Perdóneme que no se lo diga, pero me ha pedido que su nombre permanezca en el más absoluto anonimato. No desea que se conozca su nombre porque no es relevante para el destino del libro. El comprador...

—... el posible comprador —le corrigió Afdera.

—Sí... el posible comprador tan sólo pagará el libro para después donarlo a una gran universidad de Estados Unidos que aún no ha decidido cuál será.

—Si quisiera vender el libro, pondría mis propias condiciones para esa venta.

—Me imaginaba que así sería. ¿Cuáles son esas condiciones? Tal vez podríamos suavizarlas en cierta manera para conseguir contentar a las partes.

—Lo dudo, porque a la única parte que hay que contentar es a mí, que soy quien tiene el libro de Judas.

—¿Aceptaría usted una cifra más alta por suavizar esas condiciones?

—No. No es cuestión de dinero. No lo necesito, ni mi hermana tampoco. Ella es propietaria del cincuenta por ciento del libro, así que ella deberá tomar la mitad de la decisión —precisó Afdera.

—¿Cuáles serían esas condiciones?

—La primera es que libro debe ser entregado a una fundación, universidad o biblioteca para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. La segunda, que el libro deberá ceder un número de semanas al año a diversos museos, fundaciones y organizaciones culturales para su exposición en otros países. La tercera, que tanto mi hermana como yo podremos reclamar información sobre el libro en cualquier momento, en cualquier lugar. La cuarta, que la cantidad deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza. La quinta, que la operación de traspaso de la propiedad del libro no se llevará a cabo hasta que no se finalicen los trabajos de restauración y traducción. La sexta, que todas las copias de las páginas del libro serán donadas a la Fundación Helsing por parte del comprador. Si está de acuerdo con las seis condiciones anteriores, dé por hecho que tanto mi hermana como yo aceptaremos vender el libro a su mecenas misterioso. Si el comprador las acepta, mi abogado Sampson Hamilton se ocupará de los contratos.

—Vaya, veo que estaba usted preparada para esta cena.

—Así es. Lo estaba. Y ahora, si no le importa, es tarde y me gustaría que el chófer me llevase a mi hotel —pidió Afdera. Los dos se levantaron de la mesa y se dirigieron a la salida.

Mientras Aguilar abría la puerta del Mercedes, la joven se giró hacia su interlocutor.

—Esperaré su respuesta para hablar con mi hermana. No vale la pena que le adelante nada si su mecenas misterioso no desea cumplir alguna de mis condiciones. —Cuando el coche se disponía ya a arrancar, la joven hizo una señal al conductor para que no iniciase la marcha. Sacó la cabeza por la ventanilla y le preguntó a Aguilar—: Por cierto, señor Aguilar, ¿sabe si el señor Kronauer está en Berna?

—¡Oh, Maximilian! No, hace tiempo que no sabemos nada de él en la fundación. Debe venir en estas próximas semanas a Berna a una conferencia o un proyecto que está preparando —respondió, al tiempo que extraía otro caramelo de menta de su bolsillo y se lo introducía en la boca.

—Muchas gracias por la información. Espero su respuesta a mis condiciones.

A la mañana siguiente Afdera tenía previsto regresar a Venecia. Pasar unos días junto a su hermana Assal la ayudaría a relajarse del duro viaje a Egipto. Su rostro mostraba todavía las secuelas del intento de violación que había sufrido en Maghagha. Cuando llegase a la Ca' d'Oro debía llamar a Abdel Gabriel Sayed para pedirle ciertos datos del libro. También telefonearía a Rezek Badani, para saber si la policía había descubierto la identidad del hombre que los había atacado aquella noche antes de arrojarse por la ventana. En su bolso guardaba aún el extraño octógono de tela que llevaba aquel tipo en su bolsillo, igual al que encontraron en los cadáveres de Boutros Reyko, el antiguo socio de Badani, y de Liliana Ramson. ¿Qué significado tendría ese trozo de tela?

Cuando los primeros rayos de sol entraban por la ventana, un fuerte sonido interrumpió el sueño de Afdera. Medio dormida intentó alargar la mano para apagar un insistente despertador. Tardó unos segundos en reconocer el sordo zumbido del teléfono.

—¿Dígame? —preguntó con voz somnolienta.

—Hola, preciosa —dijo la voz al otro lado de la línea.

—¿Max? ¿Eres tú? —preguntó, dando un pequeño brinco en la cama.

—Sí, soy yo. ¿Qué tal estás?

—Muy enfadada contigo. Has estado desaparecido y no sé nada de ti desde que nos vimos en Venecia —atacó la joven con voz inocente, como la que ponía cuando hacía alguna maldad infantil en su casa y sus padres se disponían a castigarla. Aquella voz candorosa e ingenua le había dado resultado muchas veces.

—¿Desde dónde me llamas? ¿En qué país estás?

—No muy lejos de ti —dijo Max.

—¿Estás en Italia?

—No exactamente.

—¿Entonces dónde estás? —preguntó ansiosa Afdera.

—Aquí, pocos metros más abajo de tu habitación. Estoy en la recepción de tu hotel.

—Pues te ordeno que no te muevas de ahí. No hables con nadie, no respires. Bajo ahora mismo... —dijo.

—Aquí te espero, pero vístete antes de bajar. Hay mucha gente elegante y podrían escandalizarse al ver a una mujer desnuda.

—Descuida. Me pondré al menos ropa interior.

Minutos después, Afdera bajaba casi corriendo por las escaleras alfombradas del hotel en dirección a la recepción.

—Gunther, ¿ha visto al señor que ha llamado a mi habitación hace unos minutos?

—El señor Kronauer la está esperando en el bar—respondió el jefe de recepción.

Afdera aligeró el paso, pero lo redujo antes de entrar para que no se diese cuenta de que estaba ansiosa por volver a verlo. Al entrar en el café, vio a Max en la última mesa, dando la espalda a la puerta y leyendo un ejemplar del
Herald Tribune
.

La joven se acercó a él en silencio y le tapó los ojos por detrás.

—¿Quién soy?

—Ese fresco olor a colonia de Hermés, con esencias de mandarina, sólo puede ser de una señorita muy fea llamada Afdera —respondió Max entre risas.

—Todavía estoy muy enfadada contigo.

—¿Y cómo podría resarcirte de ese enfado?

—¿Pagando tú el desayuno? ¿Pasando el día conmigo? ¿Pasando la noche conmigo...?

—Empecemos primero por el desayuno.

Durante horas, Afdera relató a Max su viaje a Alejandría, Mag-hagha y El Cairo, su incidente con los dos violadores, el asesinato de Liliana Ramson, el intento de asesinato de Rezek Badani, el suicidio del asesino, el extraño octógono de tela que extrajo de un bolsillo del asesino, su viaje a Berna, su reunión con el equipo encargado de la restauración y traducción del evangelio de Judas, su cena con Renard Aguilar y su oferta millonada por el libro.

—Buf..., yo que tú se lo vendería. Ocho millones de dólares es mucho dinero. Podrías retirarte para toda tu vida.

—Ya puedo retirarme para toda la vida con el dinero que heredé de mis abuelos. No me hace falta el dinero de Aguilar —respondió Afdera.

—Entonces, quédate con el libro y no se lo vendas a ese tipo misterioso.

—No es una cuestión de dinero. He impuesto a Aguilar varias condiciones, y si son aceptadas, no tendría inconveniente en vender el evangelio. Si me quedo con el libro, sólo podrán estudiarlo unos pocos, pero si se lo vendo a ese mecenas, muchos investigadores podrán admirarlo y estudiarlo en una institución de Estados Unidos.

—¿Ya sabes quién es el tipo que te ha hecho la oferta?

—No. Aguilar me dijo que el mecenas no quería que supiese su nombre. La idea es que la adquisición sea negociada por el mismísimo Aguilar. Cuando yo tenga en mi poder la traducción completa del evangelio, decidiré si se lo vendo a ese tipo, aunque no sepa quién es. Y ahora, ¿vas a decirme dónde has estado todas estas semanas?

—He estado visitando a un tío mío en Italia. Después estuve en Londres dando una conferencia en el Aula de Cultura del Museo Británico. De Londres viajé a Alemania para ver un texto escrito en arameo que la Universidad de Berlín quiere que traduzca. De Alemania a Berna para ver a una gran amiga llamada Afdera... —respondió Kronauer.

En ese momento, Afdera miró su reloj y comprobó la hora.

—Oh, me queda poco tiempo. Tengo que hacer el equipaje. Debo coger el avión a Venecia. ¿Quieres subir un rato a mi habitación y ayudarme?

—Oh, muchas gracias, pero no puedo. He de hacer varias llamadas antes. Después, si quieres, te vengo a buscar y te acompaño al aeropuerto.

—Bueno, en otra ocasión será. No hace falta que me acompañes. Ya soy mayorcita y puedo ir sola. No te molestes.

—No es ninguna molestia. Me gusta estar contigo.

—Pues no lo parece, Max. Siempre que intento llegar a algo más, dar un paso más, siento cómo tú te pones en guardia para impedírmelo.

—Algún día entenderás el porqué de mi reacción, pero hasta entonces es mejor que siga siendo así.

—¿Es que estás casado?

—En cierta forma sí, pero no como tú te imaginas. No hay otra mujer, si es a eso a lo que te refieres. Por ahora no puedo explicarte más. Sólo quiero que confíes en mí —dijo Kronauer, rodeando con sus brazos el pequeño cuerpo de Afdera.

—Me tengo que ir —anunció la joven, intentando romper el embarazoso silencio que se había levantado entre ellos.

Antes de separarse, Afdera se puso de puntillas y besó levemente a Kronauer en los labios, casi de forma inocente. Le habría gustado que Max subiera a su habitación, aunque, por otro lado, tampoco quería acelerar las cosas. «Todo a su tiempo —solía decirle su abuela—, todo a su tiempo». Lo único que Afdera sabía era, sencillamente, que no sabía cuándo volvería a ver a Max y aquello la intranquilizó.

Unas horas después estaba ya a bordo de un avión de Swissair rumbo a Venecia, a su querida ciudad, a la seguridad de su hogar, junto a su hermana Assal. Tenía muchas cosas que contarle.

* * *

Ciudad del Vaticano

—Secretaría de Estado, dígame —respondió la voz de un funcionario vaticano.

—Deseo hablar, por favor, con monseñor Mahoney, secretario del cardenal Lienart —pidió Aguilar.

Unos minutos más tarde, que al director de la Fundación Helsing se le hicieron interminables, escuchó a través de la línea un claro tono de llamada.

—Monseñor Mahoney al habla. Dígame, señor Aguilar.

—He pedido comunicación con usted, pero realmente con quien deseo hablar directamente es con su eminencia el cardenal Lienart.

—Su eminencia me ha ordenado que me ocupe de este tema personalmente, así que, señor Aguilar, no le queda más remedio que hablar conmigo y sólo conmigo. Ya sé que no le caigo a usted bien, pero es recíproco. No puedo aguantar a un hombre como usted, que es capaz de poner precio a la fe en Dios nuestro Señor. Para mí, usted, señor Aguilar, es sencillamente escoria hereje, pero ante todo tengo órdenes que cumplir y pienso acatarlas aunque tenga que acompañarle a usted al mismísimo infierno...

—Pero... —intentó decir Aguilar.

—No me interrumpa porque aún no he terminado —cortó el obispo Mahoney en seco—. Lo único que quiero expresarle son dos cosas que deben quedar muy claras antes de comenzar nuestra negociación. La primera es que si intenta usted, o el señor Delmer Wu, jugárnosla a mí, a su eminencia, a Su Santidad, o a la Santa Sede, nos veremos obligados a tomar medidas contra todos ustedes y le aseguro que el largo brazo de Dios es invisible, pero contundente. La segunda es que si descubro que usted se ha quedado con parte del dinero depositado en la cuenta suiza por Delmer Wu, me veré personalmente obligado a buscarle para pedirle explicaciones, y le aseguro que yo no me presentaré con un crucifijo entre las manos... —le advirtió el religioso.

—No puedo responder por Wu, monseñor, pero yo sería incapaz de engañarles a ustedes o al Sumo Pontífice. Soy católico y un fiel servidor de su eminencia el cardenal August Lienart. Nunca se me ocurriría intentar engañarles. Sé que el brazo de Dios es largo y contundente, pero mucho más largo es el de su eminencia —replicó el director de la Fundación Helsing.

—Muy bien, señor Aguilar. Ahora que hemos dejado todo en su sitio, quiero conocer con precisión cómo van las negociaciones con la señorita Brooks para poder informar esta misma tarde de sus avances al cardenal Lienart.

—Ayer por la noche le planteé la oferta que usted me dijo. Diez millones de dólares en efectivo. Ella ha puesto seis condiciones que deben ustedes aceptar o rechazar.

—¿Cuáles son? —preguntó el obispo.

—Uno: el libro debe ser entregado a una fundación para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. Dos: el libro deberá ser cedido a un número de museos y fundaciones para su exposición. Tres: la señorita Brooks y su hermana reclaman saber del libro en cualquier momento. Cuatro: la cantidad de diez millones de dólares deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza que la señorita Brooks indicará. Cinco: la venta no se llevará a cabo hasta que no finalicen los trabajos de restauración y traducción. Seis: todas las copias de las páginas del libro que han sido realizadas durante la restauración así como la información anexa de la propia restauración serán donadas a la Fundación Helsing. Si están ustedes de acuerdo con las seis condiciones anteriores, la señorita Brooks ha mostrado su total conformidad en vender el libro de Judas. En tal caso, podría ponerme en contacto directo con su abogado. Un tal Sampson Hamilton.

—¿Nada más? —preguntó Mahoney.

—Nada más.

—Esta misma tarde le llamaré para darle una respuesta cuando comente todas las condiciones con su eminencia. Espere mi llamada antes de hacer cualquier movimiento. No haga nada hasta que le llame, ¿me ha entendido?

—Sí, le he entendido, monseñor. Alto y claro.

—Buenas tardes, señor Aguilar.

—Buenas tardes, monseñor.

Cuando Renard Aguilar comprobó que la comunicación estaba ya cortada, dijo:

—Valiente hijo de puta. Algún día, estoy seguro, podré vengarme de usted, querido monseñor. Y espero que ese día no tarde mucho en llegar.

Nada más cortar la comunicación con Aguilar, Mahoney levantó el teléfono interno y llamó a sor Ernestina, la asistente de Lienart.

—Sor Ernestina, soy monseñor Mahoney.

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