—Sí, y están de acuerdo. Ellos son muy complacientes, soy hijo único —contestó Will, con suficiencia.
—¿A qué piensas dedicarte?
—Me gusta la escultura. El arte, en general —aclaró Will—, he visto que aquí puedo conseguir los materiales. Quisiera alquilar un lugar apartado, tranquilo. ¿Podrías ayudarme con eso?
—Averiguaré si hay alguna casa que puedas alquilar.
Albert observó sus manos. Eran grandes y nervudas, como todo en él.
—Albert, no quisiera comprometerte, espero no causar problemas.
—¿Por qué habrías de hacerlo?
—Por tu esposa, tal vez ella...
Albert lo miró con atención. Obviamente Will deseaba algo más de él y no se atrevía a decirlo.
—Déjame tu teléfono, te llamaré si sé de algo.
—Gracias, Albert —Will se puso de pie y le extendió la mano, le dio un firme apretón y se despidió dejándole una pequeña tarjeta con el teléfono del hotel—, aunque prefiero ser yo quien te llame. —Agregó, antes de salir.
Una fuerte atracción creció entre ellos a partir de ese día. Albert no se explicó cómo, pero Will lo había seducido. O él a Will. Sus padres vivían en París, y según él, gozaban de buena posición económica. Alquilaron una casa cerca del lago, alejada del pueblo y en un lugar bastante discreto. Will decía ser escultor, hasta era posible que supiera la técnica, pero a los ojos de Albert lo que esculpía dejaba mucho que desear. Parecía que Will se hubiera presentado en su vida como por arte de magia, era todo lo que podría haber deseado. Sus diecinueve años lo enloquecían. Albert descubrió que para Will, él había sido su primer hombre. Le atraía su cuerpo juvenil y perfecto, su piel firme y su actitud. No era posesivo, comprendía que debía guardar las apariencias de estar casado con Alice. Compartía sus preocupaciones, se interesaba por Sofía, en buena medida, era el hombre ideal. Albert se dedicó a él sin descuidar su vida familiar. Will tenía un excelente sentido del humor y más que una atracción sexual, se convirtió en el amigo que nunca tuvo. A excepción de John Klein.
John había sido compañero de escuela desde la primaria. Representaba todo lo que él no podía ser. Las chicas lo buscaban pese a su aspecto desgarbado; poseía un atractivo rudo. Era resistente, jugaba en el equipo de fútbol, y corría como nadie. Irradiaba mucha seguridad en sí mismo, y parecía mayor que él, a pesar de ser de su misma edad. Albert supo desde siempre que estaba enamorado de John. Nunca se lo dijo, pero estaba seguro de que John lo sabía, y le molestaba que a pesar de ello, él prefiriese salir con chicas. Siempre con una diferente. Pero cuando se encontraban a solas lo trataba con cariño, como si no quisiera herir sus sentimientos. Albert siempre creyó que sentía algo por él, pero que se negaba a aceptarlo. Dejaron de verse cuando se tuvo que ir a Cambridge, a seguir estudios en Harvard. Los padres de John no podían costearle la universidad. Ambos lloraron al despedirse, fue la primera vez que Albert creyó ver algo en sus ojos que sus labios siempre se negaron a decir. Tiempo después supo que había ingresado en la escuela de policía.
A la muerte de su madre, Albert se volvió taciturno, nunca se había entendido con su padre y salió de su casa para vivir solo. No volvió a enamorarse hasta que apareció Will en su vida, pero con los años se había vuelto cauteloso, tenía miedo de entregar sus sentimientos, no sabía si realmente lo amaba o sólo disfrutaba de su compañía. John era comisario de la policía de Williamstown, se había casado y parecía tener un hogar feliz. La última vez que conversó largo rato con él, fue al asistir a los funerales de su esposa hacía dos años.
En 1938, después de casi un año sin comunicación, Alice recibió una carta de su padre:
¿Cómo está mi nieta? ¿Eres feliz? Dime si lo eres... querida Alicia, no dejes de escribirme, gracias a Dios en Suiza no corremos peligro, últimamente entraron casi cuatrocientas mil personas y ya no desean recibir más inmigrantes. Es una suerte que tú estés en un lugar a salvo de toda esta tragedia.
Hitler se apropió de Austria en marzo. Ya tiene el objeto que tanto deseó: su símbolo, su mayor arma, pero yo conseguiré que su triunfo no dure mucho. Ahora existen campos de concentración y exterminio en muchos lugares, a los prisioneros inocentes los asesinan. Todo es obra de Hitler. El número doce es importante. Recuérdalo.
Parecía estar escrita por un hombre que no estaba en sus cabales. Alice no reconocía a su padre, por un momento creyó que la carta era falsa y tuvo temor de que hubieran dado con su paradero. Él nunca mencionaba a Dios; ¿Qué le habría sucedido? Alice no sabía a qué se refería cuando mencionaba: «Ya tiene el objeto que tanto deseó». Supuso que sería Austria. Por otro lado, las noticias que llegaban de Europa y específicamente de Alemania, eran vagas. Para los americanos, Adolf Hitler era un personaje pintoresco, y el tema de los judíos, algo que se volvía a repetir, como había ocurrido a lo largo de la historia. En la misma Williamstown se notaba cierto antisemitismo.
Alice quemó la carta después de leerla, como hacía con todas las que su padre enviaba. Albert nunca hacía preguntas acerca del apartado de correos que aún conservaba. Ella le había dicho vagamente que tenía un tío lejano que se llamaba Conrad, y él no parecía interesado en saber más, pero era evidente que estaba al tanto de que se trataba del tío que transfería los jugosos giros a la cuenta del Fleet Bank.
Concretó su proyecto de tener un
atelier
mientras trataba de encontrar ropa de su agrado en Nueva York. Acostumbrada a un vestuario adquirido directamente de las mejores casas de París, las piezas que le ofrecían daban cuenta del mal gusto de la moda americana. Trajes sin estilo de colores desagradables pasaban ante sus ojos en un tedioso desfile, los acabados dejaban mucho que desear, y al tiempo que notaba puntadas fuera de sitio y botones de gusto deplorable, decidió que había llegado el momento de empezar con un
atelier
en Williamstown. El primer escollo fue conseguir una buena modista y Albert sugirió la idea: publicar un anuncio en un diario neoyorquino. Alice puso uno breve y conciso durante tres días; tenía previsto que las entrevistas las haría en el hotel donde algunas veces se alojaba cuando deseaba quedarse en Nueva York. Una de las mujeres que llamó se apellidaba Strasberg, su pésimo inglés de acento alemán causó en Alice cierto desasosiego al escucharla por teléfono, pero se notaba claramente que sabía mucho de costura. Fue lo que la animó a recibirla; dejó de lado sus inquietudes al recordar que en el aviso sólo figuraba su número telefónico.
Dos leves toques en la puerta entreabierta le indicaron que la mujer que la recepción había hecho subir había llegado.
—Buenos días, señora, soy Rose Strasberg —dijo la mujer al entrar. Era alta y muy delgada. Su aspecto indicaba que no debía tener más de cuarenta años, a pesar de que su rostro tenía arrugas prematuras.
—Buenos días, señora Strasberg —respondió Alice, evitando dar su nombre.
Le ofreció asiento en uno de los sillones de la suite y observó sus manos. Eran fuertes, acostumbradas al trabajo.
—Señora Strasberg, ¿cuánto tiempo lleva en Estados Unidos?
—No mucho, hace seis meses tuve la fortuna de obtener el visado en Francia, una señora para la que trabajaba, bondadosamente se ofreció a ayudarme. Por desgracia, mi hija no pudo viajar conmigo y tuvo que quedarse en París. Yo debo hacer todo lo posible para ayudarla a venir —dijo la mujer con voz trémula. Era evidente que hablar de ello le afectaba.
—¿Su hija se quedó en París? —preguntó con extrañeza Alice.
—Ella escogió quedarse, ya que sólo una de nosotras podría venir. Me dijo: «Madre, yo soy fuerte, soy joven, sé que encontrarás la manera de que vaya, yo puedo resistir aquí, prefiero que vayas tú». Después de mucho pensarlo acepté, pero ¡cómo me arrepiento! Espero que Dios me perdone algún día.
—Estoy segura de que lograrán reunirse —dijo Alice, compasiva.
—Perdone si le cuento mis problemas...
—La comprendo, señora Strasberg y me interesa lo que dice. Pero dígame algo, ¿hay mucha gente en Europa en su misma situación? Las noticias que nos llegan de allá no son muy explícitas —preguntó Alice, acentuando su tono francés, en un instintivo deseo de no delatar su procedencia.
—Muchos, la gente huye de Alemania. También huye de Checoslovaquia, de Polonia, de Austria, en fin... todos desean salvarse, no se imagina usted cómo están las cosas por allá. Especialmente para nosotros, los judíos... —la mujer se detuvo de improviso, pero al observar el gesto de profunda preocupación en el rostro de Alice, prosiguió—: ...estamos obligados a pedir refugio en cualquier país que no esté en peligro de ser blanco de la conquista de Hitler. Él nos odia, somos tratados como parias. Desde finales del año 1933, en Alemania se prohibió la venta de comestibles a los judíos, y los dueños de las tiendas que lo hacían, corrían el peligro de ser castigados y sus negocios incendiados por las SA. Nuestros niños fueron expulsados de los colegios, Todos los comercios y propiedades de los judíos fueron confiscados por el estado, muchos se resistieron y terminaron en campos de concentración, de donde es imposible escapar. Tengo muchos familiares que desaparecieron, y otros que terminaron asesinados —la mujer trató de contener las lágrimas—, mi querida María, la tuve que dejar, pero era la única manera de ayudarla. ¡Dios me perdone! —Repitió—. Pero trataré de conseguir su visado americano. Por ahora está a salvo en París, ¡pero quién sabe hasta cuándo!
—¿El Führer sabe lo que está sucediendo? —preguntó Alice. Para asombro de Rose Strasberg, lo hizo en alemán.
Alice había cometido un desliz. Las noticias le habían hecho perder la compostura.
—¿Cómo dijo? —preguntó la mujer, como si no hubiera entendido.
El terror empezaba a dibujarse en su rostro. Sintió que había hablado demasiado. Empezó a temblar visiblemente. Hizo el gesto de ponerse de pie. Alice tomó su mano con suavidad, y procurando utilizar un tono calmado, la invitó a sentarse.
—Cuando yo vivía en Alemania, parecía ser un buen hombre, preocupado por el pueblo, claro, hace años que vivo en este país, las cosas pueden haber cambiado. En realidad, no sé mucho del señor Hitler —comentó Alice.
—
Madame
Garrett, me temo que he hablado demasiado, discúlpeme —Rose Strasberg rehuía la mirada de Alice, pensaba que había obrado de manera impulsiva, notaba a las claras que ella no era judía.
—No soy judía —aclaró Alice como si supiese lo que la mujer pensaba—, pero tampoco simpatizo con los nazis. Le suplico que me cuente lo que sabe, hace años no tengo noticias fidedignas. Cuando vine a este país se rumoraba que el señor Hitler sería la salvación de Alemania, fue por eso que le hice la pregunta.
La mujer se atrevió a levantar los ojos y miró a Alice. Había algo en ella que le inspiraba confianza.
—Cuando el señor Hitler era jefe del partido de los trabajadores, sus discursos iban dirigidos al engrandecimiento de Alemania, y nosotros llegamos a pensar que el incipiente odio por los judíos que reflejaban sus palabras, era únicamente eso: palabras. Pero ya desde que empezó a ganar adeptos, supimos que el asunto contra los judíos iba en serio —explicó la mujer con cautela—. Por ese motivo, salimos de Alemania los que pudimos hacerlo. Muchos infelices se quedaron y no tuvieron suerte. Fueron perseguidos sin piedad. Mi hija y yo huimos a Francia. Mi marido había fallecido en la Gran Guerra. Sí..., me temo mi querida señora, que no hay nada en Alemania que escape a su control directo.
Alice escuchaba en silencio. En las cartas de su padre jamás había recibido noticias con tal lujo de detalles. Ese no era el Adolf que ella conocía. Poco a poco su estupor fue transformándose en resentimiento. ¿Cómo era posible que aquellas fuesen ideas del hombre que amaba?
—Créame que estoy conmovida. No esperaba que todo estuviese tan mal. Espero que a su hija no le suceda nada.
—Yo también lo espero, felizmente está en Francia.
—¿A qué se dedicaba usted en París? —preguntó Alice dando un giro a la conversación.
—Trabajé en los talleres de confección de
Madame
Chanel. Ella es una diseñadora conocida, sus trajes son muy cotizados. Yo hacía patrones y también cortaba, pero, además, sé coser todo tipo de indumentarias femeninas; era la primera oficial de su taller —explicó Rose Strasberg con reprimido orgullo—. Mi hija sigue trabajando para ella.
—Sé cuál es el estilo Chanel. Me gusta, muchas piezas de mi vestuario son suyos.
—Es muy probable que yo haya cortado alguna —dijo sonriendo la mujer. Era la primera vez que lo hacía. La expresión de su rostro cambió notablemente.
—Señora Strasberg... —dijo Alice, retomando al asunto para el que la había citado— tengo la intención de abrir un taller de alta costura, un negocio pequeño para empezar, pero con el tiempo quisiera expandirme y abrir algunas tiendas. No sé nada del negocio, únicamente sé lo que favorece a las mujeres. Por otro lado, la ciudad donde vivo no es el lugar más indicado para un negocio de esa clase, pero como es donde resido y conozco a la gente, creo que me servirá para experimentar.
—Su idea es buena. Este es un país tranquilo, la gente tiene bastante poder adquisitivo.
—Señora Strasberg, ¿estaría usted dispuesta a trabajar para mí? Si nos va bien, le prometo un futuro prometedor.
—Por supuesto,
madame
. Puede contar conmigo, pondré todos mis conocimientos a su disposición —respondió Rose, dejando a un lado sus temores. Sentía que podía confiar en la mujer que tenía delante y ni siquiera sabía su nombre.
—Necesito que empiece hoy mismo.
—Trabajé hasta ayer en una fábrica, aquí en Nueva York, pero no es un empleo en el que me sentía cómoda. Soy modista, y estoy segura de que le seré útil.
—Entonces, ¿vendría conmigo a Williamstown?
—Sí,
madame
. Sólo déjeme recoger mis pertenencias, que están en un cuarto que tengo alquilado y partiré con usted.
—Me llamo Alice Garrett —se presentó Alice, antes de que la mujer se despidiera.
Una vez más, el señor Garrett gerente del Fleet Bank fue el asesor de Alice. Por su mediación, ella pudo conseguir un local de regulares proporciones en la calle principal de Williamstown y gradualmente, con la ayuda de Rose Strasberg las vacías vidrieras se fueron llenando de vestidos hermosos. Consiguieron una costurera ayudante, y Alice ideaba y bosquejaba modelos. No deseaba copiar a diseñadores famosos, fue lo primero que dejó en claro a Rose Strasberg; en cambio, le interesaban sus conocimientos en el corte y los finos acabados. De esa manera, aprendió que una fina cadena en el borde interno del bajo de las chaquetas garantizaba una caída perfecta, especialmente si la tela era de un tejido como la seda o el
crepé
, que los hombros se enfatizaban suavemente con capas de fieltro, que toda prenda debía estar tan bien terminada como si fuera a usarse por el revés, y que los ojales hechos a mano debían estar laboriosamente bordados, así como que los ojales de tela debían ser tan perfectos que más parecieran un adorno que una medida utilitaria.