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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (53 page)

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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—¿Acaso no comprendes? Llevo en mi vientre a un descendiente de Hitler, yo, que odio a los nazis y que he luchado toda mi vida para que...

—Creo que esto te está afectando más de lo debido. Justine, no veo qué interés pueda tener en la actualidad ni a quién le puede importar. Además, ¿quién lo sabrá? A no ser que alguien lo publique, nadie.

—Por Dios, Mike, ¡lo sé yo! ¡Es a mí a quien me importa! Pero eso no sería lo peor...

—Justine, no te exaltes, tal vez no sean sino suposiciones, habla con él, es posible que ocultase los documentos porque sabía que te afectarían.

—Quisiera pensar que es así, pero él tiene necesidad de tener este hijo para que se cumpla la profecía de un extraño hombre llamado Welldone —Justine lo miró en silencio—. ¿No me crees, verdad?

—Te creo, Justine, sabes que sí. En lo que no creo es en profecías. ¿Cómo sabes que todo lo que leíste es verdad? —dijo Mike mirándola con atención—. ¿Qué necesidad tendría Oliver de algo así?

—No comprendes, todo está mal, Oliver ha cambiado, él no me ama, se casó conmigo porque espero un hijo suyo. Lo que él ansía es el poder, como su abuelo Hitler, y sabe que lo conseguirá a través de su descendiente. Yo no quiero que mi hijo sea manipulado, prefiero evitarle un destino que lo hará infeliz, siempre quise para él un hogar normal como el que tuve yo, no que sea alguien que se apodere del mundo o que gobierne imperios. Hay algo demasiado oscuro en todo esto. Su bisabuelo tuvo bien claro que la tercera generación de Hitler, o sea mi hijo, traería desgracia a la humanidad.

—Oliver es un buen sujeto, creo que puede ser un magnífico padre —arguyó Mike intentando calmarla.

Proviniendo de él, a Justine le parecieron palabras extrañas. Sabía que Mike odiaba a Oliver. Lo observó con atención, se veía más elegante que de costumbre. Vio el
Cartier
en su muñeca, algo inusitado, pues solía ser sencillo en sus accesorios, tanto, que ella misma le había regalado en su cumpleaños un reloj
Casio
con muchas funciones, que él había recibido con algarabía. Guardó silencio. ¿Cómo sabía lo de Larry Goldstein? Apenas ese día Oliver había salido corriendo, murmurando algo relacionado con él y su hija. El frío que le inundaba el cuerpo arreció, y era pleno verano. Supo que no podía confiar en nadie. ¿Acaso debía luchar contra el destino? Nadie había hecho caso del tal Welldone, pues lo que debía suceder, inexorablemente se cumplía. Miró a Mike y se preguntó cuál habría sido su precio.

—Deseo estar sola, Mike. Necesito pensar, disculpa que te haya hecho venir.

—No me iré, te llevaré a casa.

—El chofer me llevará, no te preocupes, está dando vueltas, lo he visto pasar ya un par de veces.

—Está bien, Justine, cálmate, todo tiene una explicación. —Mike se incorporó y no quiso seguir insistiendo. La miró de manera extraña y bajó a la calle.

En cuanto Mike se perdió de vista, Justine salió del café y tomó un taxi. Se quedó en la Franklin Roosevelt Drive, mirando las aguas oscuras del East River que se movían agitadas por la corriente. Caminó encogida a lo largo del bulevar reteniendo con fuerza su alma abatida que pugnaba por salir, las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras una voz taladraba su cabeza: «No lo hagas, Justine, no lo hagas...» restándole fuerzas para llevar a cabo lo que había decidido. Y sin embargo, no se sentía derrotada, no ella. ¿Cómo pudo pensar que un hombre como Oliver la amaba? No era más que una mujer entrada en carnes, que servía de madre sustituta. Su vientre era utilizado por el hombre que creyó que la amaba. La vergüenza, el dolor lacerante doblaba su pecho, y sus pasos la guiaban con inercia hacia su verdadero destino. El que ella escogería. No habría un Welldone diciéndole lo que debía hacer. No sería ella quien facilitaría las cosas al destino, no Justine Bohdanowicz. Adelantó unos pasos y cerrando los ojos se dejó caer. Siempre había temido al agua, pero esta vez sería su liberación, y mientras la corriente la arrastraba tuvo la certeza de que había burlado al destino, y que era cierto que la diosa
Asherá
le tenía reservado un trascendental papel en el mundo, ¡ah, claro que sí! El agua purificadora entraba por su boca, por su nariz, inundando sus pulmones, y Justine sólo se dejó llevar, las luces que reflejaban el agua se alejaban con rapidez asombrosa. «Adiós, Oliver, adiós amor mío, sólo quise ser feliz...» luego la oscuridad lo cubrió todo.

¿Por qué unos nacían con la suerte marcada en la frente? Se preguntó Mike, mientras caminaba por las calles sombrías de Manhattan. Y esa tarde había visto la muerte en los ojos de Justine y no había hecho nada para ahuyentarla. Era su venganza, y no le importaba si Oliver en verdad la amaba. Él no la merecía. Mike siempre lo supo. Lo confirmó el día de la boda, cuando Oliver le dijo que debía cuidar de ella, y supo que la había perdido para siempre.

Sumido en la oscuridad, Oliver veía desde las amplias ventanas de su piso las luces de la ciudad de Nueva York. Acababa de enterarse de la muerte de Justine. El imbécil de Nick la había visto arrojarse al East River y según él, no pudo hacer nada. «Pensé que quería pasear y despejar la mente» Lo pagaría caro. Antes de descolgar el teléfono lo sabía con certeza, ¿cómo no saberlo, si conocía a Justine más que a su vida? Una mujer sin precio. El legajo esparcido sobre el escritorio le hablaba, le decía que se lo había contado todo a Justine. Maldecía su hado,
elegir a la mujer adecuada..
. Recordó las palabras de Welldone:
nadie hacía lo apropiado
, ¿acaso él había fallado? ¿De qué servía saber el porvenir si éste era ineludible?
La mezcla con la sangre de los caídos redimirá el mal..
. Oliver dejó de respirar. Esta vez Welldone se había salido con la suya. Soltó el aire retenido, junto con una imprecación. Nunca hubo nada de cierto en todo aquello. Detestó la palabra destino, símbolo de una impotencia y una resignación que asesinan el concepto de libertad. ¿Acaso su bisabuelo Strauss no había sido esclavo del destino?

La mujer correcta había sido Justine. Claro que sí, pero para los deseos de Welldone. Él sabía que ella no se dejaría comprar. En dos oportunidades había mencionado en latín que estaba harto de vivir eternamente, necesitaba alguien que siguiera al pie de la letra sus designios. La ambigüedad de sus palabras había producido efecto.

—Y ahora, ¿dónde estás maldito Welldone? —rugió con rabia Oliver —¡Esta vez no dijiste la verdad ¡Y yo creí en ti! ¿Era yo el que redimió el mal encarnado por el demonio? ¿La tercera generación era yo? ¡Me debes tu palabra, Welldone! ¡No te saldrás con la tuya!

Frente a él los manuscritos yacían revueltos sobre el escritorio. ¿Por qué, Justine? El poder y la fortuna no servían de nada si no tenía a quién dejárselos. Prefería seguir siendo el de hacía menos de un año atrás, cuando vivía tranquilo y pensaba que todo iba bien. Una corriente de aire frío le pegó en la nuca. Sin embargo las ventanas seguían herméticamente cerradas. ¿Era el llanto de Justine el que escuchaba? Salió a la terraza y el viento gélido agitó sus cabellos. Justine... él la amó, la amó como a nadie, sin ella su vida no tenía sentido, pero el destino le jugó una mala pasada, el hijo ansiado jamás vendría, y Justine se había ido. Miró el vacío, luces de coches perdidos en la avenida tragados por la oscuridad reinante, una boca de lobo cuyas fauces se abrían dándole la bienvenida. Le pareció oír una risa lejana, luego una voz como un murmullo repitiendo
Aeternum vale..
. en un eco infinito. Y supo quién era.

El viento frío se mezcló con el aire tibio del verano ardiente formando remolinos. Abajo, las fauces oscuras cada vez más abiertas le recordaron al sótano de San Gotardo.
Un hombre resignado es un hombre derrotado antes de luchar, y yo quiero morir vivo
. Un odio feroz empezó a enraizarse en sus entrañas, no volvería a amar, pues nadie era digno de ser amado. De pronto supo lo que tenía que hacer. Welldone jamás se saldría con la suya. Él había mentido. ¿Quiso evitar la maldad? Una sonrisa se dibujó en su rostro. El mundo conocería la maldad. Oliver bajó el primer escalón; esta vez sabía que el secreto estaba en las antorchas, y haría uso de ellas.

Adentro, en su estudio, el teléfono sonaba incansable. Alice se había enterado de la muerte de Justine, y mientras Oliver sentía que debía aferrarse a la vida sujetándose del filo de una daga, como el sonido agónico del timbre que cortaba el silencio de la noche, su sonrisa se acentuó al escuchar el grito desgarrador que se perdía en el espacio.

—Hola, ¿abuela? Sí, lo sé. Todo estará bien. Sí, todo estará bien. Lo prometo.
 

Erik Hanussen, el vidente del Tercer Reich

Erik Hanussen fue un misterioso personaje. Nació en Viena alrededor del año 1880. De origen judío, su verdadero nombre era Harschel Steinschneider. En su juventud trabajó en circos ambulantes y recorrió el centro de Europa hasta que abrió un pequeño consultorio de orientación y videncia en Praga. A mediados de los años veinte, Hanussen se vio obligado a huir de Praga y se trasladó a Berlín. En Berlín se asoció con Hans Einz Ewers, un extraño conferenciante que pronto intuyó que su relación con Hanussen podía ser provechosa para ambos. Fue él quien, una tarde, le presentó al joven Adolf Hitler. Según parece sólo conocerlo le vaticinó que en unos años «la nación germana estaría a su merced». Desde ese momento Hitler y sus más cercanos colaboradores se convirtieron en asiduos clientes de Hanussen, frecuentando su recién estrenado Palacio del Ocultismo. En una sesión especial, Hanussen, valiéndose de la auto hipnosis, predijo el incendio del Reichstag. Al cabo de dos días el mítico edificio fue presa de las llamas. Señalado como sospechoso, el Palacio del Ocultismo fue clausurado y se prohibieron sus reuniones y conferencias. En abril de 1933, un cuerpo acribillado a balazos fue encontrado a las afueras de Berlín. Siempre se sospechó que podía pertenecer a Erik Hanussen.

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