—Pondré las rosas en agua...
—Déjalas así. ¿Sabías que se conservan intactas en su envoltorio de celofán?
—¿En serio? —preguntó Justine con curiosidad.
—Sí. Duran más tiempo que en un jarrón con agua.
Flotaba en el ambiente la sensación de que algo podría suceder, como si de pronto no tuviesen de qué hablar, porque las palabras estorbaban; con los ojos aún entornados, Oliver la miró con disimulo, y sin poder evitarlo, su vista recorrió el escote. Retiró la mirada azorado, y la fijó en los labios entreabiertos de Justine, tan llenos y sin maquillar. Decían: bésame. Y eso fue lo que Oliver hizo. Aquella noche no fueron a cenar. Justine Bohdanowicz tenía una desnudez artística. No era la figura de moda, de líneas delgadas, de abdomen plano y caderas estrechas. Su feminidad se desbordaba en sus pechos hermosos, llenos, maternales, su vientre era un poema de suavidad, y tenía las piernas más tersas y bonitas que Oliver recordara haber visto. Se sumergió en la voluptuosidad de aquel cuerpo hecho para ser acariciado y besó con verdadero frenesí los jugosos labios de Justine. Ella sentía que llegaba al cielo con aquel muchacho que hasta hacía unos días ni siquiera conocía, mientras Flora Tosca languidecía para dar paso al ritmo de sus respiraciones entrecortadas. Ella sabía que era sincero, que cuando él le susurraba que era hermosa, así lo sentía, y cuando finalmente le dijo: te amo, Justine... Supo que era cierto.
Pero él no era hombre de aventuras sentimentales, había huido siempre de las aventuras sentimentales, amaba su libertad, sabía que incluso una aventura sentimental es un amor, y temía amar. Y ahí estaba él, declarando su amor de la manera más cursi a una mujer que distaba mucho de ser su ideal femenino, y que luchaba por causas que a él no le importaban, pero que hablaba en su mismo idioma, pues cuando él mencionaba la palabra «moda», ella comprendía que hablaba de estadística, y no de lo que tendría que usar durante las siguientes dos semanas, como pensaría Therese. Pero esa no era una aventura sentimental, era un repentino, inesperado, insospechado descubrimiento de saber que Justine era todo lo que él deseaba en la vida. También la fortuna que estaba seguro de recibir. Sí, una fortuna para ponerla a sus pies, de pronto sentía necesidad de ser su esclavo, de conceder todos sus deseos, y eso haría por Justine, la de ideas peculiares acerca de la conservación del mundo, sus especies y su flora; la que se veía envuelta en alguna manifestación a favor de los derechos humanos o en contra del aborto, o pidiendo justicia y venganza por las víctimas judías de los nazis. Consideraba que todo ello la hacía una mujer formidable, vital, interesada en el futuro de la tierra y cuya pasión le brotaba por los poros por todas las causas por las que luchaba como abanderada, incluyendo la de hacer el amor con él. En efecto, una noche con Justine había bastado para que Oliver sepultase en el olvido sus anteriores aventuras y considerase seriamente hacerla su esposa. Ya no concebía vivir sin ella. En su cerebro inundado de dopamina, no había cabida para el razonamiento; él había encontrado en ella amor, ternura, pasión y todo lo que cualquier otra no podría darle. Y Justine, con el mismo ardor con el que tomaba todo en la vida, se entregó en cuerpo y alma a Oliver, aceptando su amor sin convencionalismos. Si él deseaba amarla, estaba bien, y si no era así, también.
—Justine, quiero que conozcas a mi abuela. El sábado iré a verla, ¿vienes conmigo?
—Por supuesto, sólo espero agradarle.
—Si a mí me agradas, a ella también. Mi abuela es muy especial, ya verás.
—¿Dónde vive? —preguntó con curiosidad Justine, mientras acariciaba el pecho desnudo de Oliver.
—En Williamstown. Es una ciudad pequeña.
—Conozco Williamstown. Estudié arte en el Instituto Clark. Es un pueblo precioso, tiene uno de los museos más famosos del país.
—Mucho cuidado con decirle a mi abuela que es un pueblo. Allá todos piensan que es una ciudad, pequeña, pero una ciudad —rió Oliver.
—¿Tienes hambre? —preguntó de improviso Justine.
—Me muero de hambre.
—Espera aquí, mi amor, dentro de poco desayunarás como un rey.
Justine se puso una bata y se dirigió a la cocina. Ella era experta con el horno de microondas. Poco tiempo después, Oliver tenía delante una bandeja con trozos de cordero, ensalada con una salsa exquisita, panecillos que parecían recién salidos del horno, café recién colado y un vaso de zumo de naranjas frescas. Aquello fue definitivo para él. La pidió en matrimonio antes de terminar el desayuno.
Alice Garrett y John Klein habían llegado a la conclusión de que Oliver tenía la suficiente edad como para saber qué decisión tomar.
—Yo creo, Alice, que tu padre únicamente deseaba dejarle una herencia a Oliver. No creo que exista algo más. Me tranquiliza saber que falleció, no tuvo oportunidad de mortificar la vida de Oliver con secretos siniestros.
—¿Y si le dejó alguna carta contándole todo?
—¿Qué ganaría con eso? Está muerto. Por otro lado, creo que deberíamos dejar que Oliver tome su propia decisión. Él ya sabe que tu padre existió. Afortunadamente para todos, nos dejó tranquilos durante veintiséis años.
—Yo recibí una carta dirigida a Oliver el año pasado y me deshice de ella en cuanto vi su procedencia.
—Hiciste mal, mi amor, ya ves, dieron con el paradero de Oliver, si es que no lo supieron siempre. Creo que es lo mejor, él tiene derecho a recibir su herencia, que no debe ser poca. —Subrayó Klein.
—John, presiento algo oscuro. No puedo explicarlo, sólo lo siento, desearía que Oliver olvidase esa herencia.
—Creo que será imposible.
—Me dijo que vendría con su novia. Es la primera vez que usa esa palabra, debe ser algo serio esta vez.
—¿Es Therese?
—No. Dijo que no se entendían. A mí me parecía que aquello no duraría mucho —comentó Alice—. John, temo por la vida de Oliver —dijo Alice, de improviso. Su mirada angustiada preocupó a John Klein.
—No te preocupes, querida. Han pasado muchos años... creo que debemos cerrar el capítulo nefasto de la tercera generación, ¿es lo que te atormenta, no? Oliver es un chico increíble, ya ves que no es ningún ente maligno o cosa por el estilo.
Alice se sintió aliviada al escucharlo. Era cierto, su nieto era lo mejor que había podido sucederles.
El sábado temprano, Oliver y Justine iban rumbo a Williamstown. Un recorrido de más o menos tres horas, que empezó por la Taconic Parkway, una ruta rápida flanqueada a todo lo largo por frondosos árboles. Luego de llegar a la Ruta 43 Este, dieron con la Take 7 Norte, hasta el corazón de Williamstown. Pasaron por el centro de la ciudad, y después de un kilómetro avistaron Rivulet House.
—¿Sabes que cuando estudiaba aquí, siempre quise entrar a esa mansión? —dijo Justine.
—¿A Rivulet House? Tu deseo será concedido —dijo con solemnidad Oliver. Condujo directamente hasta el portón principal y esperó a que se abriera, mientras advertía con disimulo la cara de asombro de Justine.
—Creo que ya han llegado —Klein se puso de pie, y juntos se acercaron a la puerta principal. El Alfa Romeo negro de Oliver acababa de aparcar.
—¡Abuela! —exclamó Oliver saliendo del auto. Le dio un largo abrazo y muchos besos—. Ella es mi prometida, Justine Bohdanowicz.
—Bienvenida, Justine.
Alice se acercó a Justine y le dio un beso en la mejilla. Su presencia le trajo vagas sensaciones, en un instante fugaz.
—Abuelo, ella es mi novia —repitió Oliver, mientras Justine los miraba con una leve sonrisa. Pocas veces se había sentido tan indecisa. Alice apabullaba con su presencia.
A pesar de sus años, Alice conservaba el encanto que cautivara a Klein, sus facciones aniñadas y su acento afrancesado completaba la magia que la rodeaba como una aureola. Justine comprendió de dónde provenía el aire sofisticado que se desprendía de Oliver, y le parecía increíble que un hombre criado por una mujer como Alice, se hubiese fijado en ella.
—¿Cuál es el misterio, abuela? —preguntó Oliver en el estudio, refiriéndose a la conversación que tuvieran días antes.
—No hay ningún misterio, querido. Conrad Strauss era mi padre, o sea, tu bisabuelo. Hace muchos años tuvimos una diferencia de ideas y nos mantuvimos alejados. No sabía que había fallecido. Como nunca te había hablado de su existencia, consideré inapropiado hacerlo a estas alturas, pero ya que estás interesado en recibir la herencia, no veo que haya impedimentos para que sepas de él —explicó Alice, con su habitual serenidad.
Justine se había quedado abajo, en compañía de John Klein. A través de una de las angostas ventanas, Oliver veía cómo su abuelo le mostraba el jardín donde estaba la cascada.
—El proyecto para el museo corre peligro, tú sabes que lo iba a financiar el padre de Therese. Una de las condiciones, según me enteré, era que yo me casara con su hija, algo que no estoy dispuesto a aceptar. Estoy enamorado de Justine.
—Eso se nota. ¿No es un poco madura para ti?
—Abuela, yo podría esperar ese comentario de cualquiera, menos de ti —dijo Oliver.
—Hijo, si la amas, es suficiente. Olvida lo que dije.
—Es mayor que yo, pero nos comprendemos. Justine es muy inteligente, es interesante, es hermosa...
—Eso está a la vista. Es una mujer atractiva y parece muy inteligente —convino Alice.
—...y la amo. Terminó de decir Oliver.
—Mi querido, lo sé, nunca te había visto tan entusiasmado, sabes que si eres feliz, yo también lo soy.
Alice tomó su mano como cuando era niño, y la acarició con dulzura.
—Abuela, necesito el dinero, esa herencia no pudo llegar en mejor momento. ¿Tú crees que sea mucho?
—Hasta donde yo sé, creo que sí. Pero si se trata de dinero, yo puedo ayudarte, sabes que todo lo mío es tuyo.
—Estamos hablando de millones, abuela, además, no deseo tu dinero, siempre te lo he dicho.
—La venta de las fábricas, no me dejó mal... yo creo que deberías considerarlo.
—Abuela, ¿por qué siento que tienes miedo de que yo vaya a Suiza? —inquirió Oliver.
—Oliver. Prométeme que únicamente te limitarás a recibir la herencia. Y si ves que hay algún impedimento, renunciarás a ella y regresarás.
—No veo qué otra cosa podría hacer... —dijo Oliver, recordando a Welldone.
Prefirió guardar silencio al respecto, no quería preocuparla, todo aquello parecía afectarla.
—Oliver... no te lo quería decir, pero tu abuelo era un hombre un poco desquiciado, tenía unas ideas raras... No me gustaría que te involucrases demasiado en la parte sombría de su vida. Fue uno de los motivos por los que me alejé de él.
—No te preocupes abuela, si es lo que te inquieta, tranquilízate. Prepararé mi viaje para dentro de un mes más o menos, porque aparte del proyecto del museo, tengo otros trabajos que debo dejar adelantados. Creo que viajaré con Justine.
—¿Cuánto tiempo hace que la conoces? —preguntó Alice, con curiosidad.
—Una semana.
Ante la inesperada respuesta prefirió no hacer ningún comentario. Oliver agradeció el silencio.
—Os he preparado tu habitación, os quedareis a dormir, supongo.
—Gracias, abuela. —Oliver le dio un beso.
Philip Thoman hacía de albacea siguiendo las instrucciones de Conrad Strauss al pie de la letra, y al pie de la letra quería decir investigar y llegar a dar con el paradero de Oliver Adams.
Oliver se comunicó con él según rezaba en la escueta nota, y acordó la fecha de su viaje en el lapso de un mes. Era difícil hacerlo antes, pues había compromisos que debía dejar encaminados, proyectos entre los que estaban la construcción de un parque en terrenos recuperados en Harlem y una urbanización privada en Nueva Jersey. Y la construcción del museo, que el padre de Therese ya no iba a financiar. La herencia había llegado en el momento preciso. Para él ese museo significaba más que una construcción, un reconocimiento a su carrera. Había competido para ganar, y estaba acostumbrado a hacerlo desde que era un estudiante aventajado en la universidad y siempre ocupaba el primer lugar. Oliver intuyó desde un comienzo que la financiación había estado condicionado a su relación con Therese, pero creyó que podría arreglárselas llegado el momento. Lo que no había calculado era conocer a Justine. Después de ella, no tenía ojos para nadie más, y en el pequeño espacio de un mes, ya vivían juntos en el dúplex que él tenía alquilado en Manhattan.
Faltaban dos noches para viajar a Europa, y Oliver se despedía una vez más de Justine, cuando escucharon el timbre de la puerta. Él no quiso abrir, le irritaba que no se anunciaran en la entrada, y más que eso, odiaba ser interrumpido. El sentido práctico de Justine ganó y decidió ir ella misma. Miró a través del visor y vio con sorpresa que era Therese. Abrió, y antes de que pudiese emitir palabra alguna, entró la alta figura de Therese como si estuviese en su casa, se quedó de pie en medio de la sala, miró la bata que traía puesta Justine, y le ordenó que llamase a Oliver.
—¿A quién debo anunciar? —preguntó Justine, impertérrita, como si la presencia de Therese no tuviera nada que ver con ella. Ni siquiera trató de cubrirse el cruce de la bata que mostraba parte de sus impresionantes pechos.
—Therese Goldstein.
Justine dio media vuelta y subió a llamar a Oliver. Therese la observó con la minuciosidad que sólo podría hacerlo una rival.
—Tu querida amiga Therese está abajo, parece que desea hablar contigo —dijo Justine mientras volvía a entrar a la cama—. Creo que será mejor que bajes y la atiendas, parece estar furiosa.
—No deseo hablar con ella.
—Tendrás que decírselo tú mismo.
Oliver hizo un gesto de impotencia. Se calzó las zapatillas, y bajó anudándose el albornoz mientras descendía.
—¿A qué se debe esta tardía visita?
—Siempre supe que habías dejado de amarme por otra, pero jamás imaginé que me hubieses dejado por esa... vieja gorda —dijo con rabia Therese.
—Therese, yo nunca dije que te amaba. Y esa mujer tiene nombre, se llama Justine, y es la mujer que yo amo.
—¿Qué clase de nombre es Justine? —preguntó Therese con sarcasmo— ¿Estás ciego? Puede ser tu madre.
—Pero no es así. Y la quiero tal como es: justamente mi tipo de mujer.
—¡Te juro que no dejaré que seas feliz con esa bruja!
—No veo qué puedas hacer para impedirlo. Por favor, vete y déjanos en paz. Nunca quise que esto terminara así; me veo obligado a exigir que te vayas.