—Imposible —dijo Hitler enfático.
—Perdón,
Mein Führer
, las fuerzas estarán compuestas por norteamericanos, canadienses y británicos. Pero en la conferencia estuvo presente Stalin, lo cual nos hace sospechar que en Rusia harán su parte para entretener a nuestras tropas, usted sabe que están recibiendo cuantiosos abastecimientos de los americanos. Por otro lado, saben perfectamente cuáles son nuestros planes.
—¿Por qué me dice usted eso? —preguntó con extrañeza Hitler.
—Hemos investigado que desde aquí se envían informes por radio a Moscú. La persona que lo hace es Martin Bormann.
—¿Bormann? —preguntó incrédulo Hitler.
—Así es,
Mein Führer
.
—No es posible —dijo Hitler— usted se equivoca, esas emisiones de radio a Moscú son para engañarlos con falsa información. ¿Cómo llegaron a esa conclusión?
—Hemos rastreado un transmisor de radio que envía mensajes codificados, después de descifrarlos nos dimos cuenta que son planes nuestros, enviados a Stalin. Los rastreos indican que salen precisamente de aquí.
—Yo estoy al tanto del asunto. Bormann no hace algo tan grave sin antes consultármelo, créame, señor Gehlen, no hay de qué preocuparse. Los datos enviados son falsos, le sugiero que no interfiera, ocúpese de investigar a quienes son realmente nuestros enemigos. ¿Cuán fiable es ese Cicerón? —preguntó Hitler.
—Muy fiable,
Mein Führer
. Trabaja como mayordomo del embajador británico.
—Pertenece a algún organismo de inteligencia, supongo.
—No, señor, es un hombre que tiene acceso a todos los documentos que posee el embajador porque es su mayordomo.
—¿Un mayordomo sin más preparación que ser un sirviente es nuestro fiable espía? —preguntó con incredulidad Hitler mientras elevaba el tono de voz—. ¿Cuál es su verdadero nombre?
—Bueno... yo, es decir, nosotros creemos que su información es valiosa,
Mein Führer
, creo que nada debe desecharse, señor. Se llama Elieza Bazna. Es albanés.
—Albanés... —repitió con desprecio Hitler—, si no trabaja para nadie, ¿cuál es el beneficio de este hombre? Déjeme ver... me imagino que su interés es puramente mercantilista, puede que tal vez sea un sucio judío, ellos son capaces de cualquier cosa por dinero.
—Nuestros informes indican que su religión es griega ortodoxa.
—Aún si ese fuera el caso, no deseo nada que tenga que ver con el tal Cicerón. Aunque... pensándolo mejor, creo que ya que desea una paga, seamos justos con él. Le pagaremos con billetes falsos, por su falsa información —terminó diciendo Hitler con una sonrisa. Hacía tiempo que no tenía motivos para hacerlo, y esta vez el asunto le parecía verdaderamente gracioso—. Dejemos que siga enviándonos información.
—¿Está sugiriendo que le paguemos con billetes falsos? —Gehlen no podía creer lo que había escuchado.
—Estoy ordenándole. Y con respecto a Bormann, tal vez no le caiga simpático, pero créame, es más fiable que algunas personas que me rodean. —Las palabras sonaron como una advertencia. Además, pensó Hitler, es el único que conoce la existencia de Sofía.
Gehlen se retiró frustrado. Consideraba que sus esfuerzos estaban resultando inútiles. En esos momentos tomó la decisión que había pospuesto. Hitler les haría perder la guerra, ya no era capaz de seguir adelante con la tarea y era difícil razonar con él. Daba órdenes irracionales, no escuchaba sugerencias, únicamente escuchaba a las personas que le demostraban una abyecta sumisión, como Martin Bormann. Debía hablar con Von Stauffenberg. Había que matar a Hitler.
Encuentro inesperado
Irritado, Albert colgó el teléfono. Will ya no era el joven alegre, de apariencia despreocupada, que conociera cinco años atrás. Empezaba a beber demasiado, las largas horas que pasaba en la casa cerca del lago no se llenaban ya con su pretendida afición por la escultura. Por momentos parecía corroerle un silencioso resentimiento. Se había vuelto posesivo, cada vez pedía más atención, pero Albert tenía ocupaciones, su trabajo y la familia lo requerían. Mientras Will había sido una compañía agradable, todo había ido sobre ruedas, pero su cambio era notorio. Empezó a hacer insinuaciones que rayaban en la locura, y una tarde, su comportamiento errático fue la gota que derramó el vaso.
—Pensé que hoy tampoco vendrías —reclamó Will por saludo.
—Sabes que no puedo estar aquí todo el tiempo; siempre lo supiste —contestó Albert, tratando de mantener la calma.
Will tenía un vaso a medio consumir en la mano. Albert notó con disgusto que otra vez estaba ebrio. Le desagradó su apariencia descuidada, su aliento a alcohol. Giró el rostro.
—No me soportas, ¿verdad?
—No, cuando estás en ese estado —aclaró Albert con cansancio. Pensó en salir de allí. No aguantaba las discusiones.
—Albert, el distinguido médico de la importante ciudad de Williamstown... —dijo Will peyorativo, y prosiguió—: fiel esposo de una sucia judía... y que no sabe quién es el padre de su hermosa hija.
—Will, veo que estás ebrio. Llámame cuando pueda hablar contigo —Albert dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
De manera inesperada Will dio un salto y se interpuso en su camino.
—No, Albert. Esta vez me vas a escuchar. ¿No te preguntas cómo sé tanto? ¿Por qué crees que sé quién es el padre de Sofía?
—Si eso fuera cierto no sería importante para mí —respondió Albert.
—¿Y qué es importante para ti? No te importa nada ni nadie.
—¿Adónde quieres llegar? —preguntó Albert impaciente. Sentía necesidad de aire fresco, presentía que no debía seguir escuchando.
—Soy nazi —dijo Will y seguidamente tomó un largo sorbo del vaso.
El silencio tras lo dicho por Will fue prolongado. Albert no dijo nada. Después de un rato, prosiguió su camino a la puerta. La poderosa mano de Will apareció en el pomo. Albert levantó la vista y se le quedó mirando directamente a los ojos. Cogió el vaso que tenía Will en la otra mano y lo arrojó contra la chimenea.
—Escúchame, Will. No vine hasta aquí para escuchar tus tonterías. —Le dio un empujón y lo apartó con fuerza. Al salir escuchó un portazo.
Subió a su coche, lo había dejado frente a la casa como algo inusual; acostumbraba guardarlo en el garaje, pero la llamada de Will parecía ser de urgencia. Tenía un teléfono directo en casa, lo había instalado para casos de emergencia. Era consciente de que el asunto empezaba a ser peligroso. Will no era fiable, y su afición a la bebida lo hacía menos aún. ¿Qué habría querido decir? Tal vez en lo único que diferían era en asuntos relacionados con el tema judío. Tema inevitable. Will no simpatizaba con los judíos, pero no se declaraba abiertamente antisemita. Le disgustaba hablar de la política alemana, y mucho menos que le mencionasen a Adolf Hitler. Mientras los temas de conversación no tocasen aquellos asuntos, todo iba bien con él. Una sombra siniestra empezó a oscurecer su estado de ánimo, que ya se encontraba bastante apagado. Trató de recordar lo que sabía de Will. Se dio cuenta de que era muy poco. Aunque nunca quiso saber demasiado, era la verdad. Su entusiasmo por él había dejado de lado cualquier pregunta, además, él no acostumbraba hacerlas. Tal vez debió prestar más atención a todo lo que lo rodeaba; haciendo memoria, recordaba que casi nunca mencionaba a sus padres ni su vida en Europa, tampoco sabía de dónde obtenía el dinero que parecía gastar sin problemas. De vez en cuando había visto algunos sobres gruesos sobre su escritorio pero no les había prestado atención, tampoco a las veces en las que Will se ausentaba. Reconocía que sus sentimientos por él no eran tan fuertes como creyó al comienzo, cuando era una novedad y Will le producía una atracción casi animal.
Llegó a la clínica y pasó el día ocupado, por momentos tenía deseos de regresar y encararse de una vez por todas con Will. Quería terminar con él y no sabía cómo. Tal vez fuese mejor dejar que las cosas se enfriasen solas. Una vez más su espíritu cauteloso ganó y optó por la solución más sencilla: dejaría transcurrir el tiempo hasta que Will se hartase y desapareciera de su vida. En momentos como ese, pensaba en John Klein. Él habría sabido qué hacer. Le parecía ridículo acordarse de él después de tanto tiempo, pero era así, y cuanto más lo pensaba, más caía en la cuenta que nunca lo olvidaría. Lo irónico del asunto es que sabía que para él era simplemente un amigo, como tantos otros, quizás un poco más cercano por su amistad de juventud, pero sólo eso. ¿Estaría enterado de lo suyo con Will?, después de todo, era policía. Prefería no pensar en ello. Salió temprano de la clínica, sentía que le latían las sienes.
Sofía regresó a casa una hora antes. Se había suspendido la clase de geografía debido a una indisposición de la profesora. Liberada de la escuela, no veía la hora de jugar con el cachorro de pastor alemán que le había regalado su padre. Llamó su atención un coche azul estacionado a un lado del portón principal, fuera de los muros. Sofía entró por la angosta puerta adyacente, y después de recorrer el largo camino de grava hasta la casa, abrió la puerta de servicio y se dirigió a un cuarto junto a la cocina que era donde había colocado la canasta acolchada. Contempló arrobada al cachorro dormido. La mujer de servicio había salido después de darle el biberón de leche; tenía su día libre. El silencio fue roto por unas voces que provenían de la parte de arriba. La casa tenía cuatro niveles, había sido otra de las extravagancias del arquitecto, no eran cuatro pisos, eran cuatro niveles que hacían que aquella casa pareciese un laberinto. Sofía salió del cuarto hacia un pasillo que la llevó a la escalera que conducía a su alcoba, en el segundo nivel. No estaba acostumbrada a oír gritos ni discusiones; las voces en un principio la sorprendieron, y a medida que se fue acercando, su curiosidad se transformó en temor. No era la voz de su madre. Reconocía a su padre, pero la otra voz era la de un hombre, sin lugar a dudas, extranjero. Sin hacer ruido logró entrar en la habitación contigua y se quedó escuchando. Presintió que era mejor no hacerse visible; pero por otro lado, quería saber quién era el desconocido que discutía con su padre.
—Para ti es muy sencillo dar por terminado lo nuestro. Nunca te ha importado nada —se quejó Will.
—Sí me importa. Es sólo que últimamente actúas de manera impredecible. Creo que sería bueno para ambos darnos un tiempo...
—Albert, creo que no tienes en cuenta que yo... te quiero —dijo Will bajando la voz. Se sentó en un sillón y se pasó ambas manos por el cabello, alisándolo hacia atrás, en un gesto de impotencia—. No sabes qué difícil ha sido para mí todo. Quiero decirte toda la verdad.
—¿Que eres un nazi? O inventarás otra historia... parece que necesitas de mi constante atención —dijo Albert con fastidio.
—No son inventos. Quise explicártelo varias veces pero siempre dijiste que no deseabas saber nada.
—No pusiste suficiente empeño. Y realmente no me interesa. No veo qué puede cambiar enterarme que eres un nazi —razonó Albert—. Will, yo también te quiero, pero creo que es mejor que sigamos nuestros caminos.
—¿Y me lo dices después de casi siete años? —preguntó Will en tono de reproche.
—Eres joven, puedes encontrar a alguien que...
—Para ti es muy fácil decirlo. ¿Quieres que yo te crea que de golpe y porrazo te enamoraste de aquella alemana que te ha dado una horrible hija que ni siquiera es tuya?
—No permito que hables así de Sofía —dijo Albert cortante.
—No permito... de verdad, ¿te has acostado con Alice? ¿Te gustó más hacerlo con ella que conmigo?
—No digas más tonterías Will, Alice es una buena mujer.
—¿Qué sabes de ella? Después de tantos años de matrimonio ni siquiera sabes quién es el padre de su hija.
—No es importante para mí —repitió Albert.
—Yo sí lo sé.
—¿Quién te dio el derecho de indagar en su vida? ¿Quién eres, realmente, Will?
—Ya te lo he dicho. Soy un nazi. Fui enviado directamente por Adolf Hitler,
Mein Führer
, para averiguar el paradero de Alicia Hanussen. Sofía es hija de Hitler.
Albert pensó que Will podría estar demente. Era eso. Siempre había presentido que había algo extraño, pero no quiso darse cuenta. Prefirió hacerse el desentendido.
—Will, supongo que debes tener algunos problemas, no discutiré contigo. Comprendo que no desees nuestra separación, pero...
—Alicia Hanussen es hija de Erik Hanussen, el mago que llevó a Hitler al poder y al que busca para acabar con su vida. Fui enviado hace años con la finalidad de averiguar su paradero —dijo Will sin prestar atención a las palabras de Albert—, cuando informé que el Führer tenía una hija, mi misión fue cuidar de ella. Mi nombre es Matthias Hagen, y demás está decir que soy alemán. Mira este informe, si no me crees.
Will le entregó unas hojas que tenía en la mano.
Albert miró los papeles y tuvo miedo de cogerlos. Will seguía con el brazo extendido, esperando. Albert tomó las hojas con lentitud, vio que eran copias al carbón escritas a máquina con pulcritud. Había una serie de datos que a él le parecieron pura fantasía. Las rompió convirtiéndolas en añicos.
Sofía escuchaba atónita la conversación; se había ido acercando a la puerta de la habitación como si estuviese en estado de trance.
—Puedes quedártelas si quieres, yo tengo los originales. Pero te prevengo: ella fue mujer de Hitler —recalcó Will.
Albert lo miraba en silencio, como si se tratase de un loco.
—No digas tonterías —dijo por fin—, yo no quería que esto acabase de esta manera, pero en vista de tu proceder, creo que no tengo que darte más explicaciones. Eres cruel, Will, no debiste venir aquí, sabes que jamás permití que mi casa fuera...
—Que tu casa fuera profanada por mi presencia... ¿Es eso? Esta casa fue comprada con el dinero de un sucio judío, que se enriqueció llevando al poder a Adolf Hitler, que es,ni más ni menos, el padre de esa desagradable criatura que tienes por hijastra. Lo abandoné todo por ti, mis principios, mi lealtad al
Führer
. Fui tu amante. Lo engañé encubriendo el lugar donde se ocultaba el padre de Alice, me debes demasiado, no puedes dejarme ahora de lado.
—Explícate —demandó Albert
—Si hubiese querido, habría informado que Hanussen es el «tío Conrad Strauss».
—Will por favor, retírate, no me obligues a sacarte por la fuerza.
—Tal vez prefieras que la policía de Williamstown se entere de todo.