El legado. La hija de Hitler (16 page)

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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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Rose tenía un agudo sentido comercial, para ella «
Madame
Garrett» era el calificativo perfecto con el que Alice debía ser conocida por todos, esto, unido a su acento francés le daría
glamour
al negocio, además, su apariencia aristocrática, su figura alta, delgada y el buen gusto que se desprendía de ella de manera tan natural, conjugaba perfectamente con el tipo de negocio que había escogido. Pero Alice no se conformaba con un pequeño taller en Williamstown, deseaba una
boutique
en la Quinta Avenida de Nueva York.

13
Matthias Hagen

La anexión de Austria a Alemania inquietó profundamente al presidente Roosevelt; presentía que muy pronto habría una nueva confrontación mundial, pero el congreso no le permitió inmiscuirse en los asuntos internacionales, y aprobó una serie de leyes de neutralidad, destinada a evitar la entrada de los Estados Unidos en otro conflicto mundial. En la ciudad de Nueva York, así como en el resto del país, la guerra en Europa no se veía como algo real, nadie le daba importancia. Rose Strasberg mantenía a Alice informada de lo que ocurría, pero ella dudaba de todo lo que oía. Aún guardaba un lugar en su corazón para su amado Führer. El gobierno de Roosevelt, que acababa de ser reelegido, tenía otros problemas que encarar, como el enfrentamiento con los empresarios, que consideraban que el estado estaba interviniendo demasiado en asuntos de la economía privada. Los sindicatos habían sido reconocidos oficialmente el año anterior y recibían amplio respaldo federal.

Mientras tanto, Hitler había logrado en Alemania la política de pleno empleo de la que tanto había hablado en sus discursos. La industria del acero generó gran cantidad de puestos de trabajo debido al rearme. Hitler violaba así los acuerdos firmados en el Tratado de Versalles. Los aviones se fabricaban por miles, también barcos, submarinos y en especial, tanques. Unos pequeños coches llamados
Volkswagen
o «coches del pueblo», cuyo diseño el Führer encargó a Ferdinand Porsche, empezaron a circular por las calles de las ciudades alemanas; Hitler cumplía con sus promesas: había trabajo y un nivel de vida decente. Pero lo más importante que ocurrió aquel año en la vida de Adolf Hitler, fue tener a Austria en su poder. La ansiada Lanza de Longino que tantas veces había observado extasiado en el Museo de los Habsburgo, al fin pudo ser suya. Apenas entraron las tropas a Viena, Adolf se dirigió al museo y se encerró allí durante cuarenta y ocho horas. En octubre de ese mismo año, la sagrada Lanza fue trasladada junto a todos los tesoros de la Casa de los Habsburgo a un depósito antibombas en Nuremberg. Supo que sería invencible y que de ahí en adelante cualquier decisión que tomase, daría los resultados correctos.

Aunque a Hitler le desagradaba la idea de aliarse con la Unión Soviética, sabía que para llevar a cabo sus planes era necesario hacerlo. Después rompería cualquier trato hecho con Stalin. A él, lo que en realidad le preocupaba era que Inglaterra se mostrase tan reacia a unírsele. Si el asunto seguía así, se vería obligado a atacar Inglaterra. Pensativo, frente al inmenso escritorio que tenía delante, cavilaba sobre cuál sería la mejor manera de atacar Polonia, el primer país que sufriría todo el poder de su ejército. Deseaba imponer el terror, enviaría nubes de aviones con bombas hacia Varsovia, que oscurecieran el cielo, que demolieran la ciudad. Tal vez aquella sería la manera de intimidar a Inglaterra y hacerla su aliada. Fue interrumpido en ese momento por Eva.

—Adolf, prometiste que hoy iríamos a Berchtesgaden, ¿lo recuerdas?

—Sí, Eva. Pero sabes que no me gusta que irrumpas así en mi oficina —contestó Hitler, con fastidio.

—No te gusta que irrumpa en ningún lugar donde estés tú. Te molesta que te vean conmigo... ¿no es así?

—No es eso, es sólo que estoy muy ocupado.

—Parece que en el único lugar donde estás contento conmigo es en la cama —se quejó Eva con acritud.

—¿Lo crees realmente? —preguntó Hitler.

—Creo que es así.

—No estés tan segura —repuso él con mordacidad.

—Sé que estás detrás de la hija del fotógrafo. Es una mujerzuela.

—No empieces con tus celos, Eva —dijo Hitler, con aspereza—. Ve a casa y espérame. Esta noche partiremos para Berchtesgaden. Pasaremos allá el fin de semana, además, espero a los Goebbels, llevarán a los niños. Heinrich Hoffman también estará allí —dijo con una sonrisa, refiriéndose a su fotógrafo oficial.

—Martha Goebbels. ¡Otra a quien no le importa engañar a su marido! —Replicó indignada Eva— ¿Es que no te soy suficiente acaso? ¿Qué puedes ver en esa mujer?

—Cállate Eva. Ve a casa y espérame allá, deja ya de decir tonterías —dijo Hitler irritado.

Eva le dio la espalda y salió del recinto. Adolf permaneció otra vez solo por largo tiempo. «¿En qué estaba? ¡Ah!, en lo de Polonia...» aquella interrupción le trajo recuerdos lejanos. Mientras discutía con Eva había recordado a Alicia. ¿Qué sería de ella? Sus hombres pudieron dar con su paradero, pero no con el desgraciado de Hanussen. Dudaba que estuviese muerto. Sabía que Alicia vivía en los Estados Unidos. Sin querer recordó los buenos momentos a su lado, sonrió al pensar que Eva creyera que él únicamente la quería en la cama. Y Martha Goebbels, la fiel y atinada Martha, ¿cómo podía ocurrírsele a Eva que se fijaría en ella? Él necesitaba fidelidad y buen ejemplo de su ministro de propaganda, y eso incluía a su mujer. Si hubo alguien que realmente colmó sus deseos, no había sido la hija del fotógrafo, ni la misma Eva. Había sido Alicia. Aún guardaba las pinturas que le hiciera. Ella sí apreciaba el arte, además, era increíblemente bella... y joven. Lástima que fuese judía. Pero no podía negar que entre todas las mujeres que él había tenido, la mejor y más hermosa había sido la judía Alicia. La excitación que sentía al recordarla desnuda le recorrió el cuerpo como una ola de calor. El cuerpo perfecto de Alicia, sus caderas redondeadas, sus grandes senos... y su increíble pasión. El recuerdo de su sobrina Geli había quedado sepultado por el amor que había sentido por aquella judía. Recordó que estuvo dispuesto a contraer matrimonio con ella, pero los acontecimientos se desarrollaron de diferente manera. Después de ver las pruebas de sus orígenes, no lo dudó más y quiso arrancarla de su corazón. En cierta forma Eva le había ayudado a olvidarla, pero... ¿realmente lo había logrado? La lucha que aún sostenía en contra de los sentimientos amorosos que Alicia le inspiraba y que él había ofrecía como un sacrificio personal para obtener la gloria del poder. «Algo similar hacen los cristianos cuando se autoflagelan para estar más cerca de Dios», dedujo Hitler.

Sintió una fuerte punzada en el pecho al recordar el informe que le entregó Martin Bormann la semana anterior. Alicia vivía en un pequeño pueblo llamado Williamstown y tenía una hija de cinco años. En el informe estaba la fecha exacta del nacimiento de la niña, casi siete meses después de su llegada. Su nombre era Sofía. Era obvio que era su hija, ahora de cinco años; el joven agente Matthias Hagen, alias «William Lacroix», había cumplido su cometido de forma perfecta, hasta el punto de hacer de homosexual para poder acercarse al esposo de Alicia y enterarse de los pormenores del nacimiento de la niña.

Por primera vez se sintió indeciso, no sabía cómo actuar al respecto. Un sentimiento de orgullo le invadió al saber que su sangre sería perpetuada por la única descendiente que tenía hasta ese momento, porque aunque algunas mujeres dijeran que estaban embarazadas de él, sabía que eran mentiras. Cuando una de ellas le llegaba con la noticia, él aceptaba la paternidad, porque su virilidad, su fecundidad estaría en entredicho, pero Alicia había sido únicamente suya. Y él era un hombre con dificultades para tener descendencia, eso estaba más que comprobado, tan cierto como que Eva, a pesar de sus intentos, no había logrado quedar embarazada durante todos los años que llevaba a su lado. Dio un suspiro largo y entrecortado, y se dirigió a la salida de la gran oficina. Deseaba estar en los Alpes, en Berchtesgaden. Allí se le olvidaban los malos deseos...

Adolf Hitler había cultivado una voluntad férrea. No permitía que sus sentimientos se interpusieran con su misión: hacer de Alemania la cuna de la civilización del mundo, donde solo tendrían cabida los arios. Estaba convencido de ello, así como de que cualquier acto estaba justificado para llevar a buen fin el designio que la providencia le había encomendado. Él hacía uso de todas las armas que estuvieran a su alcance: símbolos cristianos como la cruz, las calaveras de la Gestapo, o su ya conocido poder hipnótico, una de las facultades esotéricas que desde joven había adoptado como religión en su vida. Creía firmemente que mientras mayor fuese el sacrificio de sus deseos personales, más poder tendría para lograr los ambiciosos objetivos que se había trazado. Daba rienda suelta a sus apetitos sexuales, y estos eran fácilmente aplacados por cualquier mujer dispuesta a brindársele, pero se cuidaba mucho de entregar sus sentimientos. La experiencia con su sobrina Geli, confirmó que había cometido un grave error, fue en aquella época cuando las cosas no le iban muy bien y el pueblo alemán empezaba a rechazar sus tácticas terroristas. Por fortuna, o por desgracia, Geli se suicidó. Aunque muchos creían que él tuvo que ver con su muerte, no había sido así; no obstante, al desaparecer Geli, él volvió a retomar el control en sus manos. Pero después... apareció Alicia Hanussen. Separarse de ella, requirió un gran sacrificio, pero le dio una fuerza descomunal. A los pocos días le fue entregada la cancillería como un regalo en bandeja de plata y lo demás se fue dando según sus propios planes. Nunca más volvería a enamorarse, porque ya había comprobado en dos ocasiones que el amor le restaba poder.

El primer día de septiembre de 1939 Hitler invadió Polonia. Fue el comienzo de la «Guerra Relámpago». Sin previo aviso y sin declaración de guerra, miles de aviones alemanes llegaron a Varsovia descargado sus bombas; después de veintisiete días de resistencia, los polacos se rindieron ante la supremacía alemana. Como había planeado, Hitler se alió a Stalin a pesar de su aversión a los comunistas para lograr la ocupación de Polonia y, para su sorpresa, Inglaterra le declaró la guerra a Alemania. También lo hizo Francia. Reapareció en la escena política de Inglaterra Winston Churchill, que había estado insistiendo en rearmar al ejército británico, porque preveía el peligro que significaba Hitler en Europa. Después de la declaración de guerra a Alemania, la opinión pública inglesa reclamó su retorno al Ministerio de la Marina, cargo que había ocupado en el lejano año de 1915. El 10 de mayo de 1940, Winston Churchill fue nombrado Primer Ministro.

14
La guerra mágica

En su apartado castillo de San Gotardo, Hanussen tenía contacto sólo con personas de su extrema confianza, y siempre bajo un nombre y personalidad falsos, pues se cuidaba de todos, sin embargo, tuvo un oscuro y célebre visitante, conocido tiempo atrás en su época de Berlín: Aleister Crowley, conocido dentro de los círculos ocultistas ingleses como «el rey de los brujos»; miembro de la sociedad secreta Alba Dorada, decía provenir de una familia de brujos. Había nacido en Manchester y según los rumores, actuaba como agente secreto inglés, rumores que él no negaba. Y tampoco afirmaba.

Había conocido a Hanussen años atrás en El Palacio del Ocultismo en Berlín, en una de las elaboradas sesiones llevadas a cabo únicamente para los magos más prominentes de Europa, y en aquella oportunidad, tuvieron una conversación que le llevó a pensar que Hanussen era algo más que un simple hablador o hipnotizador.

Esta vez, Aleister Crowley iba por encargo de Winston Churchill, que enterado de los sucesos que envolvieron el incendio del Reichstag, consideró que Hanussen podría ser un importante aliado. Churchill sabía que Alemania atacaría Inglaterra, después de invadir Francia, pues el servicio inglés de inteligencia le proporcionaba datos fidedignos del sistemático rearme alemán. Winston Churchill era un hombre pragmático y no tenía complejos en admitir que si debía acudir a la magia para impedir que Hitler atacase Inglaterra, lo haría. Aleister Crowley, por medio de la red de brujos y ocultistas, que guardaba el secreto bajo juramento, después de una búsqueda que le llevó tiempo, dio con el paradero de Hanussen, el hombre que más sabía de Hitler, y siguiendo instrucciones del Primer Ministro, viajó de incógnito a Suiza,

—Buenas noches, Aleister, es un honor recibirte en mi casa.

—Buenas noches, mi querido Hanussen, el honor es mío —Aleister extendió la mano y se la estrechó.

Hanussen lo llevó a su estudio, una habitación circular, a la cual se subía por una escalera de piedra que ascendía enroscada como un caracol. Desde fuera del castillo la estancia lucía como una torreón.

—Te estarás preguntando cómo logré dar con tu paradero —dijo Aleister.

Hanussen permaneció en silencio.

—Como debes saber, después de tu desaparición, Hitler inició una cacería de brujos, muchos de ellos fueron a dar a campos de concentración, y los que pudieron escapar juraron vengarse. Nuestra hermandad sabe que eres el único que puede derrotar a Hitler. Gracias a ellos logré dar con tu paradero. Tu secreto está a salvo conmigo —explicó Aleister.

—¿Y qué esperan de mí? Recluido como estoy, no creo ser de mucha utilidad.

—Como debes saber mejor que nadie, Hitler intenta apoderarse de Europa. Nuestros servicios de inteligencia están al tanto de sus movimientos. Sabemos que después de Francia, atacará Inglaterra, que se quedará sola contra Alemania e Italia. España se ha declarado neutral debido a sus problemas económicos después de la guerra civil, aunque Franco no oculta su afinidad con Hitler por la ayuda que le prestó. Tú eres quien más conoce a Hitler. Me envía el primer ministro de Inglaterra. Me rogó encarecidamente que te convenciera de que nos prestes tu valiosa ayuda. No desea de ti sino lo que tú sabes hacer. Por supuesto, siempre y cuando así lo desees, en nuestro oficio, sabemos que ese detalle es el más importante. A Churchill no le importa liderar una guerra mágica, si con ello puede librar a Inglaterra del ataque nazi. Tampoco le interesa si se hace público, es más, lo prefiere, porque conoce un poco la forma de pensar de Hitler, y piensa que si se entera de que nosotros actuamos con lo que él respeta, le infundirá temor.

—¿Me estás proponiendo que declaremos abiertamente la guerra a Hitler? —preguntó Hanussen con una sonrisa que mostraba incredulidad.

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