¿Qué hacer? Se peguntaba Hanussen, los vaticinios se estaban cumpliendo. Empezaba a creer que el destino era inexorable aunque se conociese el futuro con certeza. Las enseñanzas de Welldone vinieron a su mente. La transmutación de los sentimientos, la impersonalidad y la hipnosis. La transmutación de los sentimientos, como él la llamaba, una especie de alquimia en la que los sentimientos tomaban el lugar de los elementos que se deseaban transmutar. Era el poder que le había enseñado a Hitler, sin pensar que lo utilizaría para fines tan horrendos. Al igual que muchos en Alemania, Hanussen pensaba que Hitler quería a toda costa llegar al poder para hacer un país pujante y encaminarlo por la ruta de la modernidad y del progreso, pero si bien algo de eso debía existir en el cerebro maquiavélico de Hitler, llegó al punto en que le interesaba más el poder
per se
. Ya había mucha gente que le temía y lo odiaba, y otros tantos que le envidiaban, y todos esos sentimientos él los trasmutaba en poder. Cuanto más odio y terror, él obtenía más y más, poder.
La impersonalidad era otra fuerza. Sentir lástima por alguien, restaba poder al sacrificio. Se debía ser capaz de cometer cualquier atrocidad tomando como cierto que se hacía por una causa mayor. Hitler también había aprendido aquella lección, pues para él, asesinar a judíos, eslavos, o a quienes él consideraba enemigos, significaba un sacrificio. Especialmente exterminar la raza judía con el objetivo de limpiar Alemania de una etnia que la contaminaba. Y aquello aumentaba su fuerza.
Por último, el poder de la hipnosis era absolutamente necesario. Era imprescindible tener un control total ante uno o cien mil hombres, y en efecto, así lo hacía Adolf Hitler, había muy pocas personas que se sustraían al dominio que él ejercía. Hanussen había podido captar en Alicia el tipo de sentimiento que Hitler ejercía sobre ella; no era el mismo que desplegaba ante otras personas. O por lo menos ella no lo captaba así. Parecía que Hitler hubiera desnudado sus sentimientos ante Alicia, porque sus palabras para explicar ese amorío, siempre habían sido: «él es dulce, cariñoso, me trata con delicadeza, sé que me ama»; nunca se refirió a él como alguien apasionado, inteligente, poderoso, ni siquiera mencionaba su mal humor e impaciencia tan conocidos por todos. De manera que con ella, él no había podido ser impersonal, ni pudo practicar su hipnosis, porque no era necesario, y mucho menos haber hecho uso de la transmutación de los sentimientos, puesto que Alicia lo amaba profundamente, y él se alimentaba del odio. Tal vez exista alguna pequeña rendija por donde se pudiese atacar el poder ilimitado de Hitler, quizás el amor que sienta aún por Alicia sería la clave, dedujo Hanussen. Un intenso dolor de cabeza se apoderó de él, mientras sentía que las sienes le latían con la fuerza acompasada de las marchas de las juventudes hitlerianas.
En medio de la soledad de las montañas que formaban el macizo de San Gotardo, Hanussen, antes rodeado de fama y discípulos, vivía un retiro voluntario. Apartado del ruido mundano del que hasta hacía poco formaba parte, se sentía más cercano a su yo interior, como cuando de joven había empezado la larga y penosa ruta del conocimiento, camino que lo llevó a alejarse de la búsqueda espiritual, al descubrir que poseía más poderes que cualquiera. Encontraba en la soledad de la vida ermitaña una satisfacción íntima pocas veces sentida, perturbada sólo por las noticias del exterior que de manera ocasional le llegaban y que invariablemente eran malas. Era entonces cuando sentía que debía hacer algo para impedir que el monstruo que había ayudado a crear llevara a cabo sus planes macabros. Welldone había utilizado siempre un lenguaje ambiguo, sus enunciados eran tan precisos como incomprensibles.
Recuerda el número doce
—había dicho—
no lo olvides. Es un número mágico
. Aún no comprendía exactamente a qué se refería, era probable que a los discípulos de Cristo.
Hanussen se debatía entre el amor filial y el deber con la humanidad, pero las cartas estaban echadas, sólo quedaba esperar. La pauta la había dado la misma Alicia: su nieto, y al mismo tiempo, hijo de Hitler, nacería, ella ya había tomado la decisión. Y mientras Alicia siguiera amando al Führer, éste estaría protegido. Así eran las cosas en ese mundo oscuro y nigromántico, eran leyes inexorables que él no podía transgredir. ¿Sería que Hitler lo había planeado de ese modo para evitar cualquier maleficio en su contra? Viniendo de él, todo era posible —el discípulo había superado al maestro—, conjeturaba Hanussen. Esperaría. Lo importante era no abandonar a Alicia; esperaba que se enamorase de alguien en América, y le dejase el camino libre para actuar. Y... que su nieto no tuviese descendencia.
Hanussen redactó una carta y la envió a la farmacia del Ródano. Su sirviente, el señor Bechman, fue el encargado de llevarla. Una vez recibida, el administrador de la farmacia la entregaría personalmente a un banco en Zurich. En la carta, Hanussen ordenaba una transferencia equivalente a doscientos mil dólares a la cuenta del Fleet Bank en Williamstown. Deseaba que su hija siguiera adelante con la idea de comprar una vivienda y montar un negocio, después de todo, pensaba, ¿de qué servía el dinero si no era para gastarlo? Tenía mucho, y lo más probable era que no le alcanzara lo que le restaba de vida para disfrutarlo. A pesar de todo, ella había demostrado sus deseos de valerse por sí misma, y la compra de la casa había sido idea suya. Erik Hanussen se sentía orgulloso de Alicia y al mismo tiempo, responsable por su destino. Poco tiempo después, Alice recibía una misiva de su padre y también la transferencia.
Mi querida Alice:
Sabes que eres la persona que más amo en este mundo. Deseo que prosigas con tu vida pero al mismo tiempo que seas consciente de que en tus manos está el destino de la humanidad. Es duro decirlo, pero por desgracia es así. Cuida de la niña que llegará, y en su debido momento, dile la verdad. Es lo único que te pido.
Siempre contarás con mi ayuda, hagas lo que hagas. Confío en ti.
Te ama,
Tío Conrad
Alice leyó la carta y no pudo evitar un estremecimiento. Su padre estaba depositando sobre sus espaldas un fardo demasiado pesado. ¿Cómo podría tener en sus manos el destino de la humanidad? No terminaba de creerlo. Según su padre tendría una niña.
Confío en ti
había dicho, ¡Oh, Dios del cielo!, ¿por qué le sucedía todo esto? Apretó el papel hasta convertirlo en una pequeña esfera arrugada, ¿Qué verdad? ¿Cómo se le puede decir a una hija que no deberá tener descendencia? ¿Cómo saber cuál era el
debido momento
? Sintió un fuerte golpe en el vientre, como si el ser que llevaba dentro estuviera al tanto de todo. Prendió fuego a la carta como hacía con todas y se quedó inmóvil viendo cómo las llamas devoraban el pequeño bollo de papel hasta dejarlo convertido en miserables cenizas. Si pudiera hacer lo mismo con el maldito destino...
Alice Stevenson se había convertido en la mejor cliente del banquero Garrett. Y junto con el dinero que era transferido a su banco, crecía su curiosidad por una usuaria tan misteriosa. Le parecía extraño no haber vuelto a tener contacto con sus padres desde el día en que abrieron la cuenta, a pesar de su evidente estado de gravidez. Y Peter Garrett lo sabía todo. Era inevitable, era una pequeña ciudad, conocía a su gente, y podía con seguridad reconocer a un forastero. No obstante, le regocijaba saber que su hijo parecía haber cultivado amistad con la joven, tal vez él finalmente... dejó el pensamiento en el aire y de camino a su casa, pasó a visitar a su hijo.
Peter Garrett lo vio descansando en el jardín, recostado en una poltrona reclinable, aprovechando los últimos rayos de sol.
—Hola, Albert, pasaba por aquí y entré a visitarte. Aún tienes la costumbre de dejar la puerta abierta.
—Hola, papá —saludó Albert, que sin moverse de la poltrona miraba a su padre a través de sus gafas oscuras mientras se preguntaba por el motivo de su visita.
—¿Sabías que la señorita Alice Stevenson está a punto de adquirir Rivulet House?
—Ah... ¿Sí?
—Llegué a pensar que jamás la comprarían. Tiene buen gusto.
—Es un poco extraña, pero indudablemente es hermosa.
—Me alegro que te dieras cuenta de ello. Es una mujer sola, joven y con dinero.
—Me refería a la casa —aclaró Albert. Le molestaba que su padre siguiera tratando de interferir en su vida.
Al verlo incorporarse, Peter Garrett supo que su hijo se ponía a la defensiva.
—¿No te parece extraño que una joven extranjera viva sola estando embarazada, teniendo padres? —preguntó como si no le hubiese escuchado.
—¿Y por qué había de parecérmelo? —Albert sospechaba el cariz que su padre empezaba a dar al asunto.
—Pues... por nada, sólo que me parece raro que alguien que está en su estado no tenga marido, no viva al lado de sus padres, reciba dinero del exterior, además, sea educada y muy bonita. Para cualquiera, sería la mujer ideal.
—Papá, no empieces otra vez. Tú sabes que no tengo interés en...
—Hijo, algún día tendrás que casarte, eso afianzaría tu carrera y tu posición social en el pueblo.
—Y económica, ¿no es cierto? Padre, tengo lo que necesito para vivir, no necesito casarme, no deseo hacerlo y mucho menos por esos motivos.
—No te estoy obligando a nada... dejé de hacerlo hace mucho tiempo. Es sólo una sugerencia. Sé que sois amigos.
—¿Estás sugiriéndome que corteje a la señorita Stevenson?
—Sí —respondió Garrett, conteniendo una imprecación.
—No creo que ella tenga interés en mí. Y yo no tengo interés en ella, ni en ninguna otra. Lo sabes.
—Lo sé, lo sé... pero su situación es un poco delicada. Además, tiene un aspecto tan frágil... Tal vez necesite alguien que la proteja, no es fácil para una mujer cargar con un hijo siendo soltera. La sociedad...
—No creo que le interese lo que piense la sociedad, y por cierto, a mí tampoco.
—Eso ya lo sé, sólo creo que tu vida y la de ella podrían juntarse, ambos os haríais un gran favor.
—Supongamos que yo le demostrase mi interés. ¿Qué pasaría si ella no me acepta? Lo único que haría sería perder una paciente.
—Creo que no hay otro médico cerca.
—Eso suena a chantaje.
—Está bien... haz como prefieras. —Terminó diciendo Garrett con un suspiro, dándose por vencido. Dejó a Albert contemplando el crepúsculo y se fue.
Albert pensó en Alice. Hablaba poco de sí misma y evitaba hacer preguntas. Tampoco él acostumbraba a meterse en la vida de nadie, así como no aceptaba que alguien se inmiscuyera en la suya. A pesar de bordear los veinticinco no se había casado; las pocas veces que tuvo algún tipo de relación con alguna chica había terminado en fracaso. Finalmente aceptó que sus tendencias eran otras. A las mujeres las veía con indiferencia. Reconocía que Alice era hermosa, pero aquello no significaba que le atrajese, además, casarse no entraba en sus planes. Ella no era una mujer que diera la impresión de estar desvalida, aunque su apariencia fuese de fragilidad, en ese sentido su padre tenía razón, pero de ahí a... Sacudió la cabeza para espantar las ideas que le empezaban a poblar la mente y se puso en pie dirigiéndose al interior de la casa, mientras la penumbra terminaba de adueñarse del jardín.
No bien concretada la compra de la casa, Alice quiso encargarse de decorarla al estilo europeo al que estaba acostumbrada, pero era una tarea más ardua de lo que había imaginado. Decidió entonces terminar primero con la habitación que había escogido, y se mudó del hotel. Ese mismo día, como si estuviesen sincronizados, recibió una llamada del gerente del banco anunciándole que había encontrado una mujer joven que podría hacerse cargo de la casa.
—No sabe cuánto agradezco todas las molestias que se ha tomado, señor Garrett. La noticia no puede ser más oportuna.
—Señorita Stevenson, no es ninguna molestia, estoy a su disposición con mucho gusto. Tómelo usted como parte de mis servicios, si eso la hace sentir mejor.
Alice no pudo evitar sentir aprensión al escuchar tanta solicitud de parte de Garrett. Su padre siempre decía que era el dinero el que abría las puertas, pensó que la disposición que decía sentir Garrett se debía a que ella, estaba segura, era una de sus mejores clientas. Si no había algo más detrás.
—Gracias, señor Garrett. ¿Cuándo podría conversar con ella? —preguntó Alice, acentuando su acento francés.
—Va de camino a su casa,
madame
—recalcó Garrett.
«Nunca digas palabras que puedan comprometerte, como: ‘le debo un favor’ o ‘no sé cómo hacer para pagarle’, pues las palabras dichas a la persona inapropiada cobran fuerzas inusitadas», recordó Alice, y casi se muerde la lengua al agradecérselo de manera efusiva a Garrett. Las emociones suelen jugar malas pasadas, decía su padre, y ella trataba de aprovechar todas sus enseñanzas. Estaba aprendiendo a enfrentarse a la vida. Y especialmente a personas como Garrett, con las que su instinto le decía que debía mantener cierta distancia; algo paradójico, pues era quien más sabía de ella.
Ser el único banquero en un pueblo como Williamstown tenía muchas ventajas, además de las económicas; Garrett estaba enterado de los movimientos de casi todos sus habitantes, hasta el punto de que cuando recibía una invitación, sabía de antemano de quiénes sería la boda y en qué condiciones. Pese a ello, jamás pudo enterarse demasiado de la vida privada de Alice. Sabía que recibía remesas de dinero de Suiza, pero el banco remitente siempre era diferente; cuando quiso seguir alguna pista, recibió una llamada de la casa matriz, tan sutil, que una alarma se encendió en su cerebro. «Alice Stevenson no está tan desvalida como aparenta» se dijo. Sospechó algo oscuro. Y se alegró por su hijo, por fortuna él no parecía interesado en ella.
Más que en médico, Albert se había convertido en amigo de Alice. Ambos coincidían en el gusto por la decoración, fueron juntos a Nueva York para conseguir algunas piezas diferentes a las que se podían obtener en Williamstown y juntos habían escogido los muebles para el dormitorio del bebé, los utensilios de cocina, el juego de porcelana de Limoges y hasta los finos cubiertos de plata. Mejor compañero de compras no hubiera podido conseguir Alice ni aunque se lo hubiese propuesto. El resultado de esa cooperación se veía reflejado en Rivulet House. Estaba decorada con un exquisito estilo europeo y equipada con los últimos avances de la tecnología norteamericana. Albert no sentía la presión de comportarse como un galán con Alice, que era lo que parecía que esperaban todas las mujeres, con ella se sentía libre. Lo atribuía a que la situación de Alice tampoco era usual. Sus peculiares circunstancias habían alimentado entre ellos una fuerte amistad.