El legado. La hija de Hitler (35 page)

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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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—John... necesito tu ayuda. Se trata de Sofía, ¿recuerdas que la última vez que hablamos te dije que vivía en Suiza con su abuelo?

—Lo recuerdo.

—Sofía ha desaparecido. Aparentemente se encuentra aquí, en Estados Unidos, pero no se ha comunicado con nosotros ni creo que desee hacerlo.

—Perdona que te interrumpa, Albert, pero según mis cálculos, tu hija debe tener casi treinta años, luego, no veo cuál es el problema de que haya decidido vivir sola.

—No comprendes.

—No, si no me lo explicas.

—Su abuelo tenía unas ideas muy particulares acerca de su futuro. Ella vivió todos estos años completamente alejada del mundo real, jamás tuvo novios, era casi una ermitaña. Esto, por decisión propia —aclaró—, hasta hace poco. Se enamoró de un joven llamado Paul Connery, por coincidencia, de este pueblo. Él viajó a Suiza para trabajar en ciertas investigaciones en el laboratorio del abuelo de Sofía; la última vez que hablamos con ella, me dijo que tenían pensado casarse.

—Conozco a Paul desde pequeño. Creo que es un hombre ambicioso. Su familia es sencilla. Él parece ser el más listo de los hermanos; es el único que terminó los estudios.

—El caso es que Paul desapareció de la vida de Sofía. No sé cuáles fueron los motivos, pero Sofía creyó que su abuelo lo había matado, por eso abandonó Suiza y no sabemos dónde está.

—Veamos... no entiendo por qué tu hija piensa que su abuelo mató a Paul y después ella misma desaparece. ¿No te parecen demasiadas desapariciones? ¿No será que se fugaron? ¿Cómo saben que Sofía cree que está muerto?

—Su abuelo dice que ella le echó la culpa de su desaparición. ¿No pensarás que Sofía tuvo algo que ver con su muerte? —sugirió Albert. Empezaba a arrepentirse de estar ahí.

—Tranquilízate, Al, no creo que ella hubiera cometido ese asesinato. Ella lo amaba. Además, era su pasaporte a una vida nueva, dices que era casi una ermitaña.

—En realidad lo que yo deseo es encontrar a Sofía —adujo Albert interrumpiendo los pensamientos de John—, me preocupa. Si se encuentra bien y no necesita nuestra ayuda, mejor para todos. Pero si está en malas condiciones... deseo ayudarla. Presiento que le hago falta.

—Está bien, Albert. Descuida, me haré cargo —John comprendió que a Albert no le interesaba hurgar en la supuesta muerte de Paul. Aplastó la colilla en el cenicero.

—Por el dinero no te preocupes, correré con todos los gastos que sean necesarios, si deseas, puedo ir contigo —se ofreció Albert.

—No lo dudé en ningún momento, Al —sonrió John—, en cuanto a ir conmigo... prefiero trabajar solo. Tú me entiendes. Eres más útil como médico en Williamstown, que como acompañante de detective. ¿Tienes una fotografía de Sofía? La última vez que la vi era una chiquilla.

—Sí, por supuesto —Albert hurgó en un bolsillo de la chaqueta y le entregó una foto donde aparecía en compañía de Paul—. La recibí hace quince días.

Sofía y Paul, ambos sonriendo y abrazados por la cintura frente a la cámara. John la tomó y se quedó absorto mirando el rostro de Sofía, también tomó nota de la clase de ropa que llevaba y el tipo de peinado. Había cambiado notablemente desde la última vez que la vio.

—Tu hija es una hermosa mujer. Casi tanto como su madre. —Aventuró John.

—Gracias... sólo espero volver a verla... ¿la encontrarás?

—Eso espero. Debo empezar mi investigación en Nueva York. Tengo algunos buenos contactos en las aerolíneas y la aduana Debo cerciorarme que entró en el país. ¿Cuál es la profesión de tu hija?

—Ella es médica cirujano. También es bioquímica. Es muy inteligente —dijo con orgullo Albert.

—Entonces no creo que pase mayores apuros. Trataré de limitar la investigación a clínicas, hospitales, consultorios privados, laboratorios y ese tipo de lugares, creo que será más fácil de lo que pensaba. Hasta ahora he resuelto todos mis trabajos.

—Confío en ti. Esperaré noticias tuyas; anota mis teléfonos.

—Los tengo, Albert —dijo John—, pero toma el mío. —Le alargó una tarjeta de presentación muy sencilla, como todo lo que había en aquella oficina.

Albert sacó la chequera y firmó un cheque en blanco. Se lo extendió.

—¿Qué significa esto? —preguntó extrañado John—. Ni lo pienses. Pon una cifra y después arreglamos cuentas.

—Confío plenamente en ti, John. Sé que harás lo correcto.

—Albert, no deberías confiar en nadie. Ni siquiera en mí. Coloca una cifra y asunto arreglado.

Escribió una cantidad bastante alta, y volvió a extender el cheque.

—Toma. Si necesitas más, por favor, házmelo saber. Agradezco infinitamente tu ayuda, sé que Alice se tranquilizará. La dejé muy preocupada. Y... John, ¿a la familia de Paul no le interesará investigar su desaparición?

—Primero debo cerciorarme si ellos lo saben —razonó John.

Albert se despidió y salió. John lanzó un suspiro y se sentó tras el escritorio. Debía efectuar algunas llamadas a Nueva York. Miró la foto de Sofía y al ver a Paul volvió a tener el presentimiento de que allí había algo oscuro. Pero él se ocuparía de Sofía.

Después de hacer las llamadas había quedado claro que Sofía Garrett, llegó a Nueva York en un vuelo procedente de París y tomó otro con destino a Los Ángeles, California.
Previsible
, pensó. Lo primero que haría alguien que desea escapar de su familia es ir al otro extremo del país, a la costa Oeste. California era bastante grande, tenía mucho trabajo por delante.

Camino a su casa pasó por la de la familia de Paul Connery. Una mujer vieja, de aspecto descuidado, abrió la puerta.

—Hola, comisario —saludó, como muchos seguían llamándolo—. ¿A qué debo su visita?

—Buenas tardes, señora Connery, ¿ha tenido últimamente noticias de Paul?

—¿De Paul? Ese ingrato... desde que se fue a trabajar a Shrewsbury con Pincus sé poco de él. Ahora está en Europa. Le dijo a su hermano Nick que está de novio con una millonaria —acotó, bajando la voz— ¿por qué el interés?

—Un cliente me preguntó si conocía un buen químico, parece que necesita un experto en genética, y pensé en Paul.

—Sinceramente, comisario, no creo que a él le interese el trabajo. Según dijo su hermano, pronto será muy rico. Hasta le ofreció llevárselo.

—Me imagino que contraerá matrimonio con la millonaria...

—No, inspector, ¡qué va! Parece que hizo un descubrimiento que revolucionará la ciencia. Usted no conoce a Paul. Él no es de los que piensan en matrimonio. —Se acercó a Klein y le dijo en tono confidencial—: Por favor, no comente esto con nadie. Su hermano dice que es un secreto de estado.

—Descuide señora Connery, en vista de que a Paul no le hace falta el trabajo, me alegro por él. Me imagino que usted lo extraña mucho, y ahora que está en Europa deben hablar menos seguido aún.

—Conmigo apenas habla. Siempre estuvo muy unido a Nick, justamente están hablando ahora —agregó, con un dedo sobre los labios.

—Espero que todo salga bien, bueno... iré a pescar con mi sobrino, está aquí por unos días. Gracias, señora Connery, hasta luego.

—Gracias a usted, comisario.

John había confirmado sus sospechas. Recordó que desde pequeño, Paul había sido un oportunista, tenía el don de situarse en el lugar apropiado para recibir, sin dar algo a cambio. Era un muchacho bien parecido, y de los tres hermanos, el más normal. Uno de ellos era retrasado mental. Menudo partido se había llevado Sofía, pensó. Si no se convertía en millonario casándose, lo sería por algún otro medio, turbio, con certeza. Estaba con vida, era necesario que Sofía lo supiera. ¿O no? Saber que la habían dejada de lado a cambio de una oferta mejor, no le haría mucho bien. Pero por lo menos sabría que su abuelo no era un asesino. Mientras conducía en dirección a su casa, Klein aún pensaba que Albert se preocupaba demasiado por Sofía. Intuía que había alguna otra razón para buscarla. Aparcó el coche y se encaminó en dirección a su sobrino, que en esos momentos regaba el jardín.

—Mike, debo salir para California cuanto antes, es una lástima que no podamos pasar más tiempo juntos, pero es un asunto de trabajo —explicó Klein.

—¿Justo ahora? Dijiste que iríamos con los chicos a tu sitio predilecto de pesca —señaló contrariado, cerrando la llave de paso.

—Ahora no podrá ser... tú conoces el lugar, yo debo salir a una misión. Puedes llevar a tu padre, que llega esta noche.

—No será igual. Hablas como un agente secreto. Deberías dejar ese trabajo, es muy peligroso, se supone que ya no eres policía.

—Descuida, hijo, sólo se trata de encontrar a una joven extraviada... pero tiene que ser ahora.

—¿Joven extraviada? Apuesto a que se escapó con unos
hippies..
. esos sujetos están por todos lados.

—¿
Hippies
? ¿De qué hablas?

—¿No lo sabías? Son muchachos que siguen lo que ellos llaman «contracultura», están en contra de todo lo establecido, principalmente del aseo. Son barbudos, greñudos, vestidos con ropajes que son una mezcla de
jeans
y túnicas hindúes, collares, en fin, creo que son muy fáciles de identificar. En Boston los hay.

—Pues... no creo que la joven esté con esa gente. No. Ella es una doctora en medicina.

—En ese caso, te deseo la mejor de las suertes. Ojalá la encuentres. ¿Cuántos días crees que tardarás?

—No creo que muchos, ya te llamaré. Pero si tienes que regresar a Boston no olvides dejar desconectada la llave principal del agua, del gas, cerrar puertas y ventanas...

—No te preocupes, lo sé. —Mike conocía la rutina de memoria.

Klein reunió en un maletín sus efectos personales y se acordó de llevar su
Beretta
.

—Despídeme de tu padre, y dale un beso a tu madre —agregó Klein a su arenga anterior, abrazó a su sobrino y desapareció tras la puerta con su pequeña valija. Subió al coche y se alejó rumbo a Nueva York, tomaría el primer vuelo que encontrase con destino a Los Ángeles. Miró la hora en su reloj y vio que aún quedaba tiempo para pasar a hablar con Albert en la clínica.

—Albert, Paul está en Suiza, fui a casa de su madre y el hermano hablaba con él por teléfono cuando llegué. Si Sofía piensa que le ocurrió una desgracia está equivocada, parece que el novio hizo algún buen negocio.

—No sé por qué presiento que Conrad Strauss está metido en esto hasta el cuello.

—¿Crees que él los haya separado?

—Por supuesto. Es un lunático —comentó Albert—. Sofía necesita saber que Paul está vivo.

No dijo nada más. John se dio cuenta que no quería dar más explicaciones.

—La encontraré, descuida. Y se lo diré.

El calor en Los Ángeles ese verano era agobiante. Klein se dio cuenta después, que la ciudad era más extensa de lo que había supuesto; por lo menos para él, que provenía de un pueblo apacible como Williamstown donde todo parecía estar siempre al alcance, aquella ciudad era demasiado complicada. Entrelazada por toda suerte de autopistas, el tráfico era infernal. Pronto dedujo que había muchos lugares dónde buscar. Consiguió un hotel pequeño y lo primero que hizo fue acudir al directorio telefónico. Una larga lista de clínicas, hospitales, consultorios y laboratorios se exponía ante sus ojos, además de los departamentos de investigación científica de las diferentes universidades. Sistemáticamente hizo varias listas dividiéndolas por secciones de acuerdo con el mapa que tenía frente a él. Pegó el plano extendido con cinta adhesiva tras la puerta, y empezó a marcar los lugares que empezaría a visitar tal como lo hubiera hecho de estar aún de servicio. También fue al departamento de policía de Los Ángeles llevando consigo la foto y dejó la descripción de Sofía sin esperar demasiado. No tenía conocidos en la jefatura, y no parecieron muy impresionados con sus requerimientos, sobre todo cuando se enteraron de la edad de Sofía. Se limitaron a arquear las cejas y pasar el informe. Prometieron que distribuirían copias de la foto. Dijeron que era una época con alto índice de desaparecidos. Klein tuvo que proseguir la búsqueda sin ayuda.

31
San Francisco, 1962

Conrad Strauss parecía haber envejecido de golpe. Fasfal observaba su postura, no era erguida como siempre. Parecía encorvado, como si llevase un peso invisible en la espalda.

—Querido Fasfal... —dijo Strauss sin girarse—, esta vez creo que fui demasiado lejos. Sofía ama a ese desdichado. Si ella supiera... Si supiera que Paul es un hombre sin escrúpulos, me lo hubiera agradecido. Pero está enamorada. No escuchará razones, prefiere creer que lo he matado. Sé que en el fondo sospecha la verdad, pero quiere aferrarse a la idea de que él la amaba, tanto, que murió por su amor. ¡Qué complicadas son las mujeres, Fasfal! —se volvió hacia él.

El chino únicamente lo observaba. Era posible que estuviese de acuerdo. Nunca lo sabría. Su rostro inmutable daba la sensación de no comprender nada, a pesar de su atenta mirada.

—Bien me dijo Welldone que todo hombre tiene su precio. Ahora debe estar regodeándose de su «buena fortuna», aquí, en Suiza. Cederle un pequeño laboratorio no me hace menos rico, pero el odio de Sofía me hace sentir miserable. No lucharé más contra el destino. Que sea como tiene que ser. Sólo me limitaré a observar. Y tú serás mis ojos, Fasfal.

Fasfal pensó en Sofía con desprecio. Su maestro era un sabio, ¿es que acaso no lo sabía? No debió juntarse con Paul, ¿cómo no se daba cuenta de que era un hombre sin escrúpulos? Haría todo lo posible para devolverle la tranquilidad a su maestro. El mundo no debía sufrir por el capricho de una mujer.

Después del largo viaje, Sofía vagaba por las calles de San Francisco. Había tratado de dormir en los vuelos pero no pudo. Imposible hacerlo, sentía un puñal atravesándole el pecho, quería dejar de pensar en Paul pero no podía, aún guardaba su olor en la piel, ¡cuánta falta le hacía su ternura! Todos sus sueños se habían hecho añicos. Un suspiro largo y entrecortado rasguñó su garganta. No tenía deseos de vivir, pero lo haría, tendría un hijo, sería su venganza. Estaba harta del mundo, de ese mundo que la rodeó desde su nacimiento, donde siempre tuvo que mentir, siempre mentir... ¿era acaso responsable de haber sido concebida por Hitler?, y a esas alturas de la vida, ¿a quién rayos le importaba? Al único que aún parecía importarle era al psicópata de su abuelo. Parecía anclado en el pasado, la guerra había quedado atrás, los problemas de la humanidad eran otros... Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un grupo de extraños personajes que con pancartas en la mano caminaban lanzando consignas.

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