John guardó silencio, trataba de asimilar la información. Hubiera pensado todo de Alice, pero aquello parecía descabellado. Conocía a Albert y dudaba que estuviese inventando algo así.
—Supongamos que creo en todo lo que has dicho. ¿Qué sugieres?
—En este momento me preocupa Alice. Está desconocida, temo seriamente por su salud. Hasta temo que... temo que cometa alguna tontería... Amenazó con ir ella misma a buscar a Sofía, y no lo puedo permitir. He de ir yo. Quería pedirte que me acompañaras. Cuatro ojos ven mejor que dos. ¿Qué dices? —preguntó Albert.
A John todo le parecía demasiado enrevesado. Sin embargo no hallaba rastros de alguna clase de fanatismo o locura en Albert. Se veía preocupado, pero era natural, Alice no estaba bien. Decidió aceptar. El asunto había despertado su curiosidad, aunque muy en el fondo sabía que lo hacía por Alice. Por otro lado, últimamente no tenía muchos encargos.
—Y... dime, Albert, una vez encontremos a Sofía, ¿qué se supone que debemos hacer? No podemos acarrear con ella por la fuerza.
—Entonces, ¿aceptas? Gracias John... no esperaba menos de ti.
—Aún no he dicho que sí, sólo preguntaba para saber si valía la pena.
—Una vez que la hayamos localizado, avisaremos a Alice para que acuda donde sea que se encuentre Sofía. John, no te imaginas, el sufrimiento de esa mujer me desgarra, no puedo ver cómo se destruye.
—Está bien, Al, te ayudaré a buscarla.
John presentía que la cordura mental de Alice dependía de volver a saber de Sofía. Parecía haber tenido un pasado lleno de acontecimientos oscuros, tenebrosos, que empezaban a salir a la superficie después de haberlos retenido por largo tiempo. Sabía que cada cerebro reaccionaba de forma diferente. La Alice que él conocía no se parecía en nada a la que describía Albert. Siempre pensó que la vida daba carne a los que no tenían dientes. Si hubiese estado en el lugar de Albert, con seguridad todo sería diferente. Jamás las cosas hubiesen llegado tan lejos. Al mismo tiempo, sentía que estaba caminando por terrenos pantanosos, empezaba a embargarle la misma sensación que Albert le produjera cuando eran muchachos, una extraña necesidad de velar por su seguridad, aún a sabiendas de que él era capaz de hacerlo solo, y parecía haberlo hecho muy bien, hasta ese momento. Pensaba con ironía que el destino lo había situado entre dos personas que significaban mucho para él. Adivinaba en la mirada de Albert una llamada de auxilio, y presentía al mismo tiempo que lo que sea que él hubiera sentido antes, empezaba a despertar. Pero él, John Klein, amaba locamente a Alice. Extraño triángulo amoroso, donde todas las partes estaban al margen.
Dos días después, la salud de Alice se había estabilizado, la decisión de Albert de buscar a Sofía parecía influir en su recuperación; prometió alimentarse y quedó en casa con una enfermera para asegurarse de que así sería. John se encontraba de vuelta en la Costa Oeste, esta vez en compañía de Albert. Su instinto le decía que era la zona por donde debía buscar. Después de merodear por los lugares más insospechados, incluyendo las comunidades hispanas, cayó en la cuenta del cambio en el aspecto de la gente. Era un estilo que abarcaba desde los peinados hasta la forma de comportarse. Las tiendas empezaban a lucir mercancía que parecía sacada de algún almacén de ropa usada, camisas de colorines, pantalones con bordados, collares, y mucha gente peluda. Lo veía por todos lados; no sólo era cuestión de moda, era un tema de actitud.
Después de buscar por los alrededores de Los Ángeles decidieron ir a San Francisco, tomaron un autobús que los llevó por la autopista 5, bajaron en Bakersfield y en cuanto pueblo encontraron a lo largo de la ruta, y llegaron hasta Fresno y después a Oakland. Para entonces, ambos habían adoptado a su manera la moda
hippie
, tratando de no diferenciarse demasiado de los demás. John se había dejado crecer el cabello y la barba, su aspecto distaba mucho del que lucía en Williamstown. Albert optó por recoger su cabello crecido en una pequeña cola, pero él, dentro del cambio de imagen que proporcionaba la ropa holgada y exótica que escogió para vestir, no dejaba de ostentar una elegancia que John estaba muy lejos de igualar. Claramente era una cuestión de estilo o un don de gentes imposible de disimular. John sabía que siempre sería así. En cambio él, se veía a sí mismo más parecido a los barbudos y coloridos
hippies
, que cada vez se hacían más numerosos, a medida que se acercaban a San Francisco.
Sofía se encontraba como solía hacerlo últimamente, sentada en un banco mirando las colinas del horizonte, sabía que su embarazo no andaba bien; aún así estaba tratando de encontrar el valor suficiente para salir de Renacer, cuando sintió la presencia de Billy a sus espaldas.
—Sofía, tienes algo en mente... lo sé —dijo Billy. Cosa rara, estaba lúcido.
—Estoy cansada de todo esto. No creo que sea el mejor sitio para mi hijo, creo que iré a probar suerte a otro lado.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Billy, observando su rostro demacrado.
—Aún no estoy segura, pero cualquier sitio será mejor que éste... no quiero ofenderte, Billy, sé que me acogiste con cariño, pero las cosas parece que se te fueron de las manos. No es para nada la comuna idílica y llena de ideales que nos dibujaste en un principio aunque te lo agradezco, porque yo atravesaba por un mal momento...
—Y ahora... ¿estás en un buen momento?
—Por lo menos ahora no siento lástima de mí misma.
—Tienes razón, Sofía, pero tu estado de gestación es demasiado avanzado para que tomes la decisión de irte, podrías esperar a dar a luz.
—¿Qué sucedió Billy? ¿Por qué cambiamos tanto? Estábamos tan bien antes de que trajeras el ácido, ahora todo parece haberse vuelto de cabeza. Es como si vivir en comunas y ser
«hippie»
fuese una máscara que sirve para solapar nuestras carencias.
—No empieces, Sofía, las cosas son como son... para mí no es tan malo, yo soy feliz conmigo mismo, hago lo que quiero de mi vida.
—Pero yo llevo un hijo en mi vientre y debo velar por él, en poco tiempo nacerá y me horroriza saber que crecerá sin oportunidades.
—¿Llamas oportunidades a vivir en un mundo lleno de hipocresía? ¿Un mundo que está siendo agredido por habitantes que dentro de poco no tendrán planeta porque habrán acabado con él? Un mundo donde tendrá que competir para vivir bajo unas normas que lo harán esclavo, no, Sofía, creo que estás equivocada. Aquí, en medio de nuestra sencillez, tenemos mucho más que dar a tu hijo, que lo que el sistema le puede dar. Aprenderá a vivir libre, a ser amado por todos.
—Tú no entiendes —respondió Sofía—, yo pienso en mi hijo, no en salvar al planeta.
—Aún tienes mentalidad burguesa. El egoísmo es la perdición de la raza humana —concluyó Billy.
Sofía iba a responder cuando sintió un fuerte dolor que la obligó a encogerse hacia delante. Soportó un rato en esa posición pero el dolor regresó e iba en aumento. Billy se acuclilló frente a ella y observó su rostro pálido. Le tomó el pulso, estaba muy débil.
—Sofía, cariño, creo que debes recostarte, ven. —La ayudó a ponerse de pie y la llevó a su colchoneta.
Sofía había arreglado prolijamente su rincón, y sobre la colchoneta a rayas había un manto de alegres colores. Al lado, una canasta con ropa para el bebé
—¿Crees que ha llegado la hora? —preguntó Billy.
—No... todavía, cumpliré nueve meses en cinco semanas.
—Pero tal vez se adelante... ha ocurrido antes.
—Los dolores que siento no son de parto, hace un tiempo que siento algo extraño. Billy...
—Descuida, Sofía, no te sucederá nada —musitó él, preocupado. Ella no era una mujer que se quejase por gusto. Sofía era fuerte, en el amplio sentido de la palabra.
—No te preocupes, creo que ya me siento mejor. —Sofía recuperaba el color en el rostro— creo que me puse nerviosa —dijo, avergonzada.
—Sofía, cuenta conmigo para todo, si no, ¿para qué somos compañeros? —la consoló Billy, abrazándola con cariño.
Sofía le despertaba ternura, era una de las pocas mujeres inteligentes con las que se había topado en la vida, una verdadera amiga. Confiaba en que con sus ejercicios de relajación lograse mejorar, no había nada mejor que el propio organismo para combatir sus deficiencias; según él, había que dejar que la naturaleza actuase.
Pero ella no estaba bien. Su cuerpo parecía hinchado, desproporcionado, y era frecuente que perdiera la noción de las cosas, a ratos su visión se nublaba y únicamente divisaba puntos negros, los dolores de cabeza cada vez eran más frecuentes, y en un par de ocasiones había perdido el conocimiento.
A medida que transcurrían los días, John y Albert se sentían más distendidos, más abiertos a ideas nuevas, incluso hicieron algunas amistades entre la gente que al principio les había parecido tan extraña. La había de todas las edades, desde adolescentes hasta cincuentones como ellos, que traían de muy atrás algunas ideas de una contracultura que antes no se habían atrevido a expresar.
Buscando a Sofía, asistieron a reuniones de meditación, a juntas con gente que abogaba por la conservación de la tierra, también a una conferencia convocada por representantes del Dalai Lama, sesiones de astrología, arte islámico y hasta cantaron junto a los
Hare Krishna
algunos mantras sagrados. Pero nadie parecía saber de ella, sin embargo, se comunicaban diariamente con Alice, tratando de infundirle esperanza, «pronto daremos con ella, falta poco, ya verás. Estamos tras una pista», solían ser sus argumentos. Y se mezclaban con toda suerte de individuos, sin atreverse a descartar nada ni a nadie, y aquel mundo esotérico, irreal, a veces disparatado, en el que estaban inmersos, los llevó también a replantearse su existencia. Mientras descansaban después de un arduo día, en el pequeño cuarto del hotel
Fort Mason
de la calle Mason, en el centro de la ciudad, Klein vislumbraba que en realidad aquel tipo de vida no le era del todo antipático. Hasta le estaba encontrando gusto. Pero debía encontrar a Sofía, después vería qué haría.
Todo el que se preciara de estar en la onda
hippie
debía conocer la esquina de Haight y Ashbury. Y ahí fueron a parar conscientes de que día a día se asemejaban un poco más a aquellos personajes. Con el pelo ya francamente largo como para pasar inadvertido, una camisa con dibujos y bordados lo suficientemente ancha como para ocultar la Beretta que llevaba, y sandalias en lugar de sus acostumbrados zapatos cerrados con cordoncillos, John absorbía el nuevo sistema de valores, aunque se dijese a sí mismo que únicamente estaba por una misión y que su aspecto, era para resguardar su identidad. Albert, por su parte, se sentía cómodo entre aquella gente, en realidad, él siempre se sentía cómodo en cualquier lugar. A John siempre le había atraído esa parte de su personalidad. Algunas veces se la había envidiado. A Albert, en cambio, le agradaba la forma desgarbada y casi tosca de John. Su figura flaca y angulosa, que no sabía mantener en su lugar una chaqueta sin que pareciera que perteneciera a otra persona, sus enormes manos nervudas y aquel caminar suyo, con un hombro ligeramente más bajo que el otro que Albert adjudicaba a alguna escoliosis no tratada, cobraban a su vista categoría de virtudes a las que había llegado a amar, aunque muy a pesar suyo, el íntimo acercamiento de las últimas semanas se limitaba a la convivencia obligada por las circunstancias. Albert sabía que John lo estimaba simplemente como amigo y no deseaba incomodarlo, pero su cercanía lo hacía feliz, era inevitable, pese a que el motivo principal era la búsqueda de Sofía.
Conocieron a
hippies
de todas las razas: negros, blancos, pelirrojos, latinos, asiáticos, de los cuales uno en especial siempre estaba merodeando por los lugares que frecuentaban. Les parecía haberlo visto anteriormente en Los Ángeles, pero le restaron importancia pensando que todos los chinos eran similares.
El chino vestía con su ropa originaria, que en medio de ese
maremagnum
, nadie prestaba atención, siempre guardaba silencio y algunas veces era motivo de gran admiración por los asiduos visitantes de aquellos sitios, cuando llevaba a cabo sus inexplicables trucos de magia. Él no se sentía aludido cuando le decían que eran trucos; si lo eran, se cuidaba muy bien de hacerlos de manera tan perfecta que aquello parecía magia. El chino mago solía llevar una pequeña tabla de plástico, de aquellas que llamaban libretas mágicas, donde dibujaba algo que deseaba decir y al levantar la hoja se borraba todo. Por ese medio supieron que era mudo.
Por momentos Albert y John sentían como si estuviesen en una cruzada buscando el Santo Grial. No dejaban de enseñar la foto de Sofía, sabiendo que si se encontraba en algún sitio distaría mucho de lucir igual que en la fotografía. Aun así, sabían que su rostro poseía una extraña fuerza, y pensaba que si alguien la hubiese visto, la recordaría. Fue justo eso lo que sucedió una noche en los alrededores de la Haight y Ashbury. Un par de guitarristas tocaban en el cafetín donde solían reunirse. En el local casi todos estaban tratando de alcanzar el nirvana en medio de una música que lo hacía difícil. En el suelo de madera el chino mago como siempre, en posición de loto, tenía los ojos cerrados y parecía estar en otro mundo. Casi como un ritual, Klein sacó la fotografía de Sofía y se la mostró a un muchacho sentado a su izquierda que no había visto antes por ahí. El muchacho observó un momento el retrato y se limitó a decir:
—Es la hija de Hitler.
—¿Qué dijiste? —gritó Klein en medio del estridente ruido de la guitarra eléctrica que acompañaba la voz ensordecedora de Janis Joplin.
—Es la hija de Hitler —repitió el joven en voz alta.
—Háblame de ella, ¿la conoces?
—Hace tiempo la vi con Billy en Renacer. Ella es Sofía no sé qué, no recuerdo. Yo salí de allí, pronto me iré a Boston, viejo, por allá hay unas comunas interesantes. ¿Tienes un pito?
—Sí, toma —Klein se apresuró a darle un pito de marihuana y le ayudó a encenderlo. No podía creerlo, había encontrado una pista. Las noches y días de vagabundeo habían dado sus frutos.
—¿Por qué dices que es la hija de Hitler? —preguntó Albert mientras el solo de guitarra le taladraba los tímpanos.
—Ella fue quien lo dijo en su presentación al grupo, es buena onda, viejo, ¿no serás su padre, o sí? —inquirió el muchacho, con aire preocupado, mirando a John.