Estimado señor Oliver Adams:
En vista de no haber recibido respuesta a nuestra correspondencia anterior, nos permitimos remitirle la presente carta a su dirección de trabajo. Es imprescindible que se comunique con nosotros a la mayor brevedad posible, para ponerle al corriente de la herencia dejada a usted por su difunto bisabuelo, el señor Conrad Strauss.
Los números de teléfonos y dirección son los que aparecen en la tarjeta. Esperando su pronta respuesta,
Quedamos a su disposición,
Muy atentamente,
Philip Thoman
Oliver la leyó por segunda vez. No tenía idea de quién era Conrad Strauss. Para él su familia era su abuela Alice y su abuelo John. El apellido Strauss no lo había escuchado nombrar ni en sueños. Se fijó en la dirección de la tarjeta que acompañaba a la carta. El banco estaba en Zurich. Guardó ambas con la intención de preguntar a su abuela si había recibido alguna correspondencia parecida, al tiempo que se preguntaba por qué no habría llamado Justine.
Días antes, Oliver, junto a su equipo de trabajo, celebraban en un restaurante el éxito de su proyecto más reciente: la construcción de un museo dedicado al arte precolombino. A pesar de competir con famosos arquitectos, su firma había salido favorecida en un concurso organizado por la alcaldía de Nueva York. El aniversario de la empresa que Oliver iniciara hacía cuatro años, coincidía con su cumpleaños número veintiséis, así que celebraban tres acontecimientos.
Desde la puerta, Justine Bohdanowicz lo observaba con insistencia. Debía entrevistar a Oliver Adams, pero el momento le parecía inoportuno. Se limitó a decirle a Mike, el fotógrafo, que tratara de obtener alguna toma, mientras encontraba el momento apropiado para conseguir de él unas palabras.
Luego del pequeño discurso, como si supiera que siempre había estado allí, Oliver se dio la vuelta, observó a la mujer acompañada del fotógrafo y le sonrió. Justine, sorprendida, devolvió la sonrisa mientras sentía un suave codazo de Mike, indicándole que era el momento apropiado para acercarse. Avanzó hacia el bullicioso grupo y para su sorpresa, vio que él les salía el encuentro.
—¿Puedo serte útil? —preguntó Oliver tuteándola.
—Soy Justine Bohdanowicz, de la revista
Architectural Records
, vine para entrevistarlo. Traté de obtener una cita en su oficina y no fue posible...
—No te preocupes, Justine, te prometo una extensa entrevista, pero ahora estamos de celebración, ¿te apetecería acompañarnos?
—No creo que deba, yo... no estoy vestida apropiadamente... —dijo ella, mirando de soslayo a La mujer que lo acompañaba, que llevaba puesto un vestido dorado que parecía una segunda piel.
—Insisto —repuso él. Le cedió el brazo y la escoltó hasta la mesa, al tiempo que daba indicaciones a uno de los camareros para situar sillas extras. Luego de invitarla gentilmente a que tomara asiento a su lado, prosiguió con la reunión.
—Justine Bohdanowicz, de la revista
Architectural Records
—presentó Oliver al grupo—, hará el honor de acompañarnos esta noche.
Justine lo había imaginado un poco mayor. Pensó que tal vez su apariencia juvenil se debiese a que era delgado. La ropa colgaba de su cuerpo confiriéndole elegancia, su cabello parecía evadir el peinado. No tenía nada especial, aparte de su mentón pronunciado que le daba un perfil interesante.
La cámara de Mike no cesaba de disparar. Todos supusieron que era una sorpresa que Oliver les tenía reservada. Justine se sentía incómoda. No comprendía por qué había aceptado aquella invitación estrafalaria. De pronto, Oliver se volvió hacia ella.
—Justine, prometo recibirte el martes por la tarde, a eso de las... seis, ¿Te parece bien?, Pero hoy, por favor, deseo que disfrutes, es mi cumpleaños. —Acercando su copa a la de ella, hizo un brindis. Justine notó que sus ojos poseían una mirada indefinible.
Los demás dejaron de prestar atención a los invitados, acostumbrados a las excentricidades de Oliver; hacían bromas y hablaban de asuntos que sólo ellos comprendían tras años de trabajar juntos, desde cuando estaban en la universidad. Después de compartir un rato el ameno ambiente salpicado de carcajadas, brindis y palabras picantes, Justine consideró oportuno retornar a su ritmo habitual de vida, se despidió de Oliver y salió del local, seguida por el fotógrafo, antes de que sirvieran la cena.
—Parece que impresionaste a Oliver Adams.
—Qué dices, Mike, ¿te fijaste en la mujer que estaba a su lado?
—Sí. Parecía una muñeca de plástico.
—No digas tonterías —respondió Justine—, es obvio que fue la que más fotografiaste.
—¡Ah, eso! —rió Mike divertido— ¿Sabías que era Therese Goldstein? Una de las
socialités
más conocidas de Nueva York. En cuanto a Oliver Adams, debería estar agradecido de salir en una revista de prestigio. No veo el porqué de tanto misterio. Hubieras podido insistir con la secretaria.
—Lo hice, pero no fue posible. Tuve que acudir a un truco para enterarme dónde encontrarlo. Pero finalmente, tendremos la entrevista y asunto terminado. Raymond podrá dejarme en paz. Tengo demasiadas ocupaciones, para seguir persiguiendo a Oliver Adams.
—¿Tienes hambre? La cena de Oliver me abrió el apetito —preguntó Mike—. Vayamos donde el chino Lung —sugirió.
—Buena idea —acordó Justine.
Esa noche, mientras viajaba a su casa en el metro, Justine no podía apartar la mente de Oliver Adams, reconocía que la había impresionado. También Therese Goldstein, una mujer que parecía sacada de la portada de una revista. La sensación que le había dejado el encuentro, era la de haber rozado un mundo al que ella no tenía acceso. Los modales de Oliver, la confianza que expelía a pesar de su juventud, le conferían un encanto poco común.
El ático del viejo edificio de tres pisos en Brooklyn, donde vivía Justine, no tenía el menor sentido estético. Los muebles estaban situados en los lugares más cómodos en relación con la luz que entraba por los amplios ventanales inclinados, en un ambiente carente de estilo, a pesar de contar con piezas hermosas y de buena factura. Justine no tenía afición por la decoración y todo lo que se relacionara con ella, incluyendo su aspecto personal, algo incomprensible ya que su vida se centraba en el arte. Se veía a sí misma como una mujer de aspecto común, le gustaba llevar el cabello recogido porque le parecía práctico, su figura no era muy agraciada a excepción de sus piernas, que acostumbraba a llevar cubiertas por largas faldas, de manera que jamás las veía nadie, y sus senos, que según su madre era una condición hereditaria; siempre le decía que las mujeres judías tenían buenos pechos para amamantar a sus hijos. Pero Justine jamás se había casado, y tener hijos había pasado a un lugar muy secundario en su lista de prioridades. A pesar de que sabía que Mike sentía por ella algo más que una amistad, nunca quiso dar un paso en esa dirección, se sentía bien como estaba, libre y sin ataduras. Mike había aparecido en su vida un año atrás, contratado por la revista como fotógrafo
free lance
, y a partir del primer día los unió una gran simpatía. Dos matrimonios lo habían arruinado de por vida, pero, según él mismo decía, no parecía abandonar la idea de volver a caer en las redes de Cupido. Para Justine, Mike era la estampa del hombre mujeriego, enamoradizo, buen amigo y compañero. Sólo eso.
Desde joven, Justine se había aplicado con ahínco a los estudios, esperando que tal vez un día tocase a su puerta el «príncipe azul» con el que sueñan todas las chicas que no tienen la suerte de ser bonitas. Al convertirse en adulta, cayó en la cuenta que había mucho más que hacer aparte de buscar marido. Su única experiencia amorosa no había sido muy alentadora, y a partir del día en que el hombre que había pensado que la amaba la dejó plantada justo cuando iba a presentarlo a sus padres, tomó la decisión de no hacerse más esperanzas al respecto.
Colaboraba con una fundación dedicada a la comunidad judía, gente que tuvo que ver directamente con la tragedia vivida en la Segunda Guerra Mundial. Ella contribuía a que no se olvidase el Holocausto, su padre había sobrevivido a un campo de exterminio y desde niña le había contado los horrores de aquellos días. Cada vez que veía el muñón que su padre tenía por pie derecho, recordaba los experimentos médicos que habían hecho en su cuerpo. Tenía grabados en la memoria cada uno de sus espeluznantes relatos, haciendo que su odio por los nazis le corriese por las venas.
Aunque ya nadie prestase atención a lo ocurrido en épocas tan lejanas como la Segunda Guerra Mundial, el alma de Justine parecía estar sedienta de venganza. Su madre, nacida en los Estados Unidos, no comprendía su rencor por gente que no conoció. No estuvo jamás en Europa, lo contrario de Justine, que se había dedicado a recorrer algunos campos de concentración como el de Auschwitz en Polonia, que aún se conservan como museos recordatorios. Para su progenitora era un innecesario desgaste de energía, no obstante, su padre pensaba como ella, el odio por todo lo que representaba el antisemitismo se lo había inculcado desde siempre. Pero no todo en Justine se reducía a luchas o reivindicaciones; amaba la ópera, y coleccionaba discos antiguos, también tenía un amplio repertorio de música sinfónica en discos compactos.
El intelecto de Justine era sobresaliente, a la par que su entusiasmo esotérico; contaba con una amplia biblioteca con volúmenes de libros dedicados a las religiones antiguas. Sentía especial fascinación por las diosas y los inicios de la religiosidad en el mundo prehistórico. Estudiosa de la cábala simbólica, dentro de la nutrida y variada comunidad norteamericana, un buen día encontró un grupo de seguidores de la diosa cananita Asheráh, esposa del primer dios cananeo, al que llamaban «Él». Para Justine nada ocurría de manera casual, todo tenía un motivo, sólo había que encontrar la manera de comprenderlo, y los caminos no siempre eran claros. Llegó a creer con firmeza, según le dijo al grupo de estudiosos, que ella estaba reservada para cumplir con un acontecimiento trascendental. Pero los años pasaban y no ocurría nada extraordinario en su vida. Aunque para ella, aquello también equivalía a una señal que debía tener alguna explicación.
La revista
Architectural Records
se interesó por sus conocimientos de historia del arte y la contrató como asesora y articulista. Justine dejó la casa paterna de Chicago y se mudó a Nueva York. Eventualmente entrevistaba a algún personaje ligado al mundo de la construcción. Era el motivo por el cual deseaba conversar con Oliver Adams, su nombre empezaba a cobrar notoriedad, entre otro motivos porque estaba vinculado al de Larry Goldstein, uno de los hombres más influyentes en la economía del país.
Para Oliver Adams ese martes en particular había sido un día difícil. Si a ello sumaba la cantidad de veces que tuvo que contestar el teléfono a Therese, podría afirmar que había sido agobiante. Su secretaria entró anunciando la llegada de la señorita Justine Bohdanowicz. Oliver miró la hora y recordó la entrevista, alisó su arrugada camisa para verse un poco presentable y se pasó la mano tratando de acomodarse el pelo, pero el mechón de siempre le cayó a un lado. Indicó a la secretaria que la hiciera pasar.
Entró acompañada de Mike, tomaron asiento en dos cómodas butacas frente a su escritorio, y Justine inició la entrevista pidiéndole permiso para encender la pequeña grabadora que solía llevar consigo. Pasados algunos minutos de conversación, ella se dio cuenta de que el joven que tenía delante no era un hombre común y corriente, pese a su aparente trato simpático. Su personalidad la absorbió por completo. Mike tampoco se sustrajo a su encanto, aunque tuvo que retirarse antes, pues según él, tenía un compromiso. Para Oliver, la compañía de Justine había dejado de significar únicamente una entrevista. Encontraba su atractivo tan peculiar, que le hizo olvidar sus parámetros acerca de la belleza femenina. En lo mejor de la conversación, fueron interrumpidos por una llamada.
—Therese, querida... sí, está bien, iré sin falta... lo prometo. Sí. Adiós —respondió. Su tono indicaba un fastidio que no quería disimular. Pulsó un botón y se comunicó con su secretaria—: Por favor, no pases más llamadas. ¿Por dónde íbamos? —preguntó con una sonrisa.
—Therese es tu novia, ¿no?
—Es una buena amiga —aclaró él.
Justine se encontró de pronto deseando ser más atractiva, tener unos kilos menos, ser un poco más joven, pero Oliver no prestaba particular interés a sus kilos de más. Él estaba fascinado con sus pequeños ojos verdes, su rebelde cabello recogido que luchaba por mantenerse en su lugar y la conversación tan agradable que era capaz de mantenerlo alerta y afilaba su buen humor.
—¿Aceptarías ir a cenar? Conozco un lugar tranquilo, donde no hay teléfonos.
—Con gusto —aceptó ella de inmediato. Por primera vez no asistiría a la reunión de los martes con los de Greenpeace. Pensó que una vez que faltase no le haría mal a la organización.
Aquella no fue una simple cena. Fue un evento memorable. Sentía la mirada penetrante de Oliver fija en ella, atenta, como si quisiera captar cada uno de sus gestos y llevárselos grabados en la memoria. Oliver tenía extraños sentimientos ante la mujer frente a él, lo atraía, su sonrisa lo embelesaba en una especie de hechizo que no había sentido antes por nadie. Se sentía a sus anchas, y tan alegre, que la cena estuvo salpicada de constantes risas. Descubrió que con Justine había muchas cosas de qué reír.
Insistió en dejarla en su casa, a pesar de lo apartada que quedaba, y antes de retirarse, le dio un beso de despedida en la mejilla, tan prolongado, que parecía un preludio amoroso.
—Te llamaré —dijo él.
—Yo te llamaré —dijo Justine. Prefería hacerlo ella, a quedarse esperando una llamada que tal vez nunca llegase.
Justine no quería dar a aquella cena inesperada otro significado que un encuentro con un muchacho que parecía tener un brillante futuro como arquitecto. Pero no era tan simple. Creyó vislumbrar un destello de genuino interés en sus ojos. Con la emoción inundándole el alma, puso un disco de Chopin, y al compás de sus Nocturnos trató de pensar que su vida podría ser diferente. Oliver era atractivo, y por ello justamente, fuera de su alcance; sus ánimos fluctuaban como las olas del mar, por momentos acariciaban la arena y en otros, batían contra las piedras de un duro acantilado. Trató de tomarlo con pragmatismo. Era probable que Oliver estuviese acostumbrado a impresionar a mujeres de todas las edades, y ella no sería la excepción. Sin embargo, el gusanillo de la vanidad había infectado su mente, deseaba verse atractiva, quizás sí hubiese otro encuentro con él... buscó en el armario algo que valiera la pena usar en la próxima cita, pero no encontró nada apropiado. Vio con incredulidad que su ropa estaba casi toda vieja y pasada de moda, y al verse en el espejo, no hubo una imagen que admirar.