—Sí —se encontró respondiendo.
—Es lo que pensé. Entonces creo que debes prestar mucha atención a lo que te diga. En este preciso momento, estoy hablando con la persona apropiada, y esa eres tú. Estás en camino de recibir una fortuna y saber cosas del pasado que te son desconocidas. Por lo tanto me limitaré a decirte lo que vendrá.
—Perdón... ¿cómo dijo que se llamaba? —preguntó desorientado Oliver.
—Soy el señor de Welldone. Y tú eres Oliver Adams.
—¿Señor de...? —Oliver no salía de su asombro. ¿Y cómo sabía quién era él? Sin poder evitarlo se fijó en la indumentaria que llevaba el hombre. Una larga capa negra sobre un impecable cuello que sobresalía por su blancura. Sostenía el vaso con cierta afectación, y en uno de sus dedos un anillo con una enorme piedra refulgía como un diamante.
—Señor de Welldone. Nunca un apellido tuvo peor significado —observó con pesadumbre el desconocido—. ¿Sabías que los nombres tienen una especial trascendencia en las vidas de sus propietarios? Por ejemplo: tu apellido significa primer hombre, el iniciador de una estirpe, tal como el Adán en la leyenda bíblica. Y tu nombre también tiene significado.
—No comprendo cómo sabe todo eso, ni por qué me lo dice —replicó Oliver. Empezaba a creer que alguien le estaba gastando una broma pesada.
—Es tan sencillo hacer lo correcto, Oliver. ¿Qué es lo que más deseas?
—Disculpe, pero no me interesa lo que usted pueda decir —cortó Oliver, enfático.
Dejó de mirarlo y giró su taburete hacia la barra. Vio el espejo y se fijó que el hombre ya no estaba.
—Aún estoy aquí, Oliver.
Oliver dio un respingo. Pensó que estaba alucinando. Se volvió lentamente hacia Welldone y esta vez lo miró con cautela. Vio con disimulo que su figura se volvía a reflejar en el espejo.
—¿Quién es usted? —volvió a preguntar Oliver, esta vez con lentitud.
—Soy el que puede convertir en realidad tus deseos. Estás muy cerca de obtener una gran fortuna, más que eso: mucho poder. Pero habrá una condición para que aquello se haga realidad. ¿Deseas construir el museo? ¿No tener que pedir favores a nadie? ¿Casarte con la mujer que amas? ¿Tener descendencia? ¡Son tantas las cosas que deseas, Oliver!
—Sí, es cierto, pero no necesito de usted para obtenerlas.
—¿Te refieres a la herencia?
Oliver lo miró con extrañeza. ¿Quién diablos era ese tipo? ¿Cómo sabía tanto de él? Pensó en la carta de Zurich. ¿Tendría algo que ver con el individuo? Sintió temor. Tal vez no valiera la pena hacer caso de la carta.
—No te lo aconsejo.
Oliver sintió un sobresalto. El hombre parecía leerle el pensamiento.
—Caballero, hasta este momento he tratado de ser amable con usted, pero no deseo seguir esta absurda conversación. —Hizo el ademán de ponerse en pie, pero sintió que una fuerza extraña lo obligaba a permanecer en el sitio. Trató de controlar el pánico que empezaba a invadirle y miró al sujeto a los ojos.
—Tienes la mirada de tu abuelo.
Era demasiado. Oliver recorrió con la vista el establecimiento buscando alguna cámara escondida, o alguna señal de que todo fuese una broma de amigos.
—Oliver, la carta que guardas en el bolsillo no es producto de ninguna mala jugada, es real. En Suiza te espera una herencia, pero sólo podrá ser tuya si cumples con un requisito que estás muy lejos de lograr. Y yo puedo hacer que ese requisito quede invalidado, pues fui quien lo puso.
La suave voz de Welldone era persuasiva. Recostó un codo en la barra y cruzó las piernas en un gesto de afectada elegancia. Miró a Oliver con los ojos entornados y guardó silencio. A su vez, Oliver devolvió la mirada escrutando su rostro. Sintió recorrer por su cuerpo un coraje que momentos antes no existía. Eran dos voluntades en juego, ambas fuertes, como en un torneo de ajedrez, cada cual calculaba el próximo movimiento del contrario. Parecía que el hombre decía la verdad. Decidió seguirle la corriente
—¿A cambio de qué? —preguntó—. Imagino que algún interés ha de tener usted para ser tan magnánimo conmigo.
Welldone sonrió con calidez y por un momento su rostro adquirió genuino regocijo.
—Querido Oliver, me recuerdas tanto a tu bisabuelo Hermann...
—No tengo ningún bisabuelo con ese nombre —rechazó Oliver con gesto triunfal. Tal como había pensado, el hombre era un farsante.
—Hermann Steinschneider, Erik Hanussen, y Conrad Strauss, eran la misma persona. Si lo dudas, puedes preguntarle a tu abuela Alice, ella mejor que nadie podrá corroborar lo que digo —afirmó Welldone con suavidad.
La mente racional de Oliver no aceptaba lo que estaba sucediendo, pero su intuición le decía que el hombre podría estar diciendo la verdad. ¿Qué podría perder si lo escuchaba?
—Suponiendo que es cierto todo lo que usted dice, aún no ha respondido a mi pregunta. ¿Cuál es el precio que habré de pagar a cambio de su ayuda?
—Uno que tú podrás cumplir. Sólo debes prestar atención a mis palabras:
La mezcla con la sangre de los caídos redimirá el mal encarnado por el demonio. Reservo para tu estirpe un esplendor para el que la gloria del Sol es una sombra. Cuida de él, pues será el único, y los que gobiernen los imperios deberán ser guiados por él
.
Sólo debes escoger a la mujer adecuada
. —Welldone quedó en silencio, y luego agregó, clavándole la mirada—. Espero que tú, sí tengas en cuenta mis palabras.
—¿Debo entender que hubo otros que no le escucharon?
—Así es —dijo el hombre con desaliento—. Muchos. Tu bisabuelo fue uno de ellos. Hicimos un... digamos, acuerdo. Yo cumplí mi parte, y él no. Las consecuencias están a la vista —explicó Welldone, adelantando ligeramente la barbilla.
—No comprendo lo que dice. ¿Qué tendría yo que ver con ese acuerdo?
—Mucho, eres descendiente de dos líneas de sangre que nunca debieron unirse. Advertí a tu bisabuelo que debía evitarlo a toda costa, pero él fue en pos de la riqueza y el poder. Las hubiera conseguido de todos modos —Welldone sonrió con tristeza—, pero el ser humano es impredecible.
—¿Qué sentido tiene que usted prediga el futuro, si sabe que no se puede cambiar? —Oliver sintió que una ráfaga de lucidez iluminaba su cerebro. Lo miró con atención—. ¿Acaso es necesario para usted?
—
Vita aeterna tristis est
. —Welldone suspiró—. Confío en tu sagacidad, en tu inteligencia. Quiero creer que tú serás diferente. Entonces, diré:
aeternum vale
.
—¿Es lo que desea a cambio? ¿Dejar de existir? —preguntó Oliver extrañado, empezaba a pensar que todo no era más que una pesadilla.
—Está bien, Oliver. No insistiré. Cuando esta noche hables con tu abuela Alice, pregúntale quién fue Conrad Strauss. Pero recuerda mis palabras, pues no me volverás a ver.
—¿Cómo sabrá usted si yo acepto el trato?
—Lo sabré. Y tú también. Sólo te pido que no cometas el mismo error que los otros —añadió, con una sonrisa tan leve, que más parecía una mueca de tristeza.
Oliver posó la mirada en el fondo de su vaso, donde sólo quedaban rastros de vodka; su mente se negaba a aceptar que todo aquello estaba ocurriendo. Se giró hacia la barra. Levantó la vista para ver por el espejo a su acompañante, y no estaba. Se volvió hacia él, y esta vez había desaparecido. Sólo quedaba un vaso con restos de líquido transparente. Se acercó para oler si de verdad era agua, y, en efecto, aquello no tenía olor ni sabor, porque se atrevió a probarlo.
—Otro vodka, por favor. ¿Viste al hombre de la capa? —preguntó al
barman
.
—Sí. Dijo que usted pagaría la cuenta. Sólo pidió agua mineral.
—¿Dónde está? —preguntó extrañado Oliver.
—Se fue hace quince minutos —respondió el barman, mirándole como si estuviera ebrio.
Después de beber el vodka de un solo trago fue directamente a su apartamento. En el trayecto, las enigmáticas palabras del hombre martillaban su cerebro:
La mezcla con la sangre de los caídos redimirá el mal encarnado por el demonio. Reservo para tu estirpe un esplendor para el que la gloria del Sol es una sombra. Cuida de él, pues será el único, y los que gobiernen los imperios deberán ser guiados por él
. Lo último que había dicho era:
Sólo debes escoger a la mujer adecuada
. De inmediato vino a su mente Justine. ¿Sería el motivo de que la hubiera conocido? Su estirpe era sin duda un hijo, que sería el único, además. Parecía ser una solicitud sencilla de cumplir. Escoger a la mujer adecuada y tener un hijo. Y tendría la herencia. Pero no necesitaba a Welldone para tenerla, razonó.
Se preguntaba si había sido real. El camarero lo había corroborado, lo había visto y le había servido un vaso de agua, luego: estuvo allí.
Una vez en casa anotó las palabras de Welldone. No quería que se le olvidase ningún detalle, guardó la nota en su billetero y dio otra ojeada a la carta de Zurich. Decidió llamar a la abuela. Por lo menos saldría de dudas.
—Abuela, disculpa que llame a esta hora, pero acabo de llegar de casa de Therese. Hoy fue su cumpleaños —explicó.
—Espero que lo hayas pasado bien, querido, pero, ¿ocurrió algo grave?
—Abuela, ¿recibiste alguna carta proveniente de Suiza? ¿Específicamente, de un banco? —preguntó Oliver, ignorando su pregunta.
—No, que yo recuerde. ¿Por qué lo preguntas? ¿Hay algo que deba saber? —contestó Alice con un ligero temblor en la voz.
—Recibí una carta que dice que un tal Conrad Strauss, que según parece, era mi bisabuelo, me dejó una herencia. ¿Sabes algo de eso?
El momento que Alice tanto temía había llegado. Siempre lo esperó, aunque en el fondo había guardado la esperanza de que su padre hubiese olvidado aquel excéntrico afán de querer erigirse en el salvador del mundo, pero era evidente que no. El estigma de haber amado al hombre equivocado aún la perseguía. Temió por la vida de Oliver.
El silencio al otro lado de la línea preocupó a Oliver. Escuchó la respiración alterada de su abuela.
—Abuela, ¿te sucede algo?
—Creo que sería conveniente que vinieras a casa. Te diré lo que desees saber personalmente.
—¿Es algo grave? Abuela, ¿existió Conrad Strauss?
—Ya te he dicho que te lo diré todo personalmente.
—Es que... si eso es verdad, no sabes cuánto significa para mí. Presiento que la financiación de mi proyecto está en peligro. Una herencia no me caería nada mal.
—Querido... Sí. Tenías un bisabuelo llamado Conrad Strauss.
—Otra pregunta, abuela, ¿conoces a alguien llamado Hermann Steinschneider?
—Hermann Steinschneider, Erik Hanussen y Conrad Strauss eran la misma persona —respondió Alice con voz apagada.
Exactamente las mismas palabras de Welldone. Oliver estaba anonadado.
—Gracias, abuela —atinó a decir—. Iré a visitarte el sábado. Te quiero.
Colgó el auricular con lentitud, sintiendo que empezaba a caminar por arenas movedizas, unas muy oscuras y profundas.
Dedujo que el hombre de la barra había dicho la verdad, acababa de pasar por una experiencia que no guardaba lógica alguna, y él era metódico, utilizaba el raciocinio como arma fundamental en la vida, y éste le decía que todo aquello estaba fuera del entendimiento racional. No obstante, había hablado con un hombre que sabía mucho de él, un individuo que parecía de carne y hueso pero que aparecía y desaparecía a voluntad. Y que le había hecho un vaticinio que para él en esos momentos carecía de sentido. Una cuestión aparentemente sencilla, pero con todas las implicaciones del Mosaico de Penrose que tanta curiosidad había despertado en él en la universidad.
Estaba demasiado inquieto para conciliar el sueño, encendió el televisor y trató de concentrarse en lo que decía la locutora. No supo cuándo se quedó dormido.
En contra de su costumbre, Justine se miraba una vez más al espejo, su feminidad siempre camuflada por atuendos poco atractivos, cobraba visos seductores con el cambio de estilo en su vestuario, una falda hasta las pantorrillas, y un suéter de profundo escote, ambos en tejido suave y sedoso hacían la diferencia. Después de mucho tiempo calzaba altas sandalias; su pelo liso y suelto hasta los hombros y los ojos delineados resultaban muy favorecedores. Dio una última ojeada a su imagen y se sentó a esperar a Oliver leyendo a uno de sus autores favoritos, mientras la voz de María Callas interpretando a Flora Tosca se dejaba oír trémula, demandante. Justine necesitaba tranquilizarse y sólo había dos maneras de hacerlo: escuchando música o leyendo. Esta vez optó por las dos.
Sonó el timbre de la puerta y miró su reloj de pulsera: las ocho en punto. Al dirigirse a la entrada se llevó por delante una silla que no debía estar allí. Luego del encontronazo, acomodó su apariencia y abrió la puerta. Oliver se inclinó con las manos en la espalda y le dio un ligero beso en los labios, luego le entregó un pequeño ramo de rosas rojas.
—Oliver... gracias, ¿quieres pasar? —preguntó Justine, a pesar de que la idea inicial no había sido esa. Su apartamento era un desastre.
—Gracias —dijo él. Entró al vestíbulo y se topó con una biblioteca que ocupaba toda una pared. Extraño lugar para una biblioteca, pensó, echando una ojeada a los estantes atestados.
—Disculpa el desorden... estaba investigando acerca de la arquitectura napoleónica, y todo aquello...
—No sabía que hablaras francés... —dijo Oliver observando un grueso libro abierto sobre una consola.
—Fue uno de los cursos obligatorios en la clase de historia del arte.
—Justine, estás... hermosa.
—Gracias, tú también —se le ocurrió decir a ella. Hundió la nariz entre las flores aspirando el aroma de las rosas.
—No, tú estás bella... —rió Oliver— yo estoy muy lejos de serlo.
—¿Quieres tomar algo? Tengo
scotch, vermouth
, vino y cerveza..., también tengo leche, té y café —agregó Justine, sonriendo suavemente.
—Una cerveza estará bien —respondió Oliver, mientras veía las pronunciadas curvas de las nalgas de Justine, que en ese momento iba en dirección a la cocina.
—¿Está muy caliente? No hace mucho que las puse en la nevera.
—Justine, no he venido a comprobar la temperatura de la cerveza. Está perfecta. ¡Salud!
Después del brindis Oliver tomó un largo sorbo. De pronto tenía mucha sed. Justine hizo el gesto de apagar el equipo de sonido.
—No lo hagas, me gusta la ópera —dijo Oliver cerrando los ojos, mientras apoyaba la cabeza en el respaldo del sofá. Justine se sentó en un sillón diagonal al de él, un lugar inesperado, como todo lo que había allí.