El legado. La hija de Hitler (41 page)

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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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—Alice, siento que todo esto haya sucedido, quiero que sepa que Albert era mi amigo. Su muerte...

—Lo sé, John. Lo sé. —Levantó la vista y clavó sus ojos celestes en los de él—. Sé cuanto lo apreciaba Albert, y le agradezco que le ayudase a encontrar a mi hija. Pero parece que sucedió lo que debía suceder... ¿cree usted en el destino, John?

—Creo que lo que sucede es el resultado de nuestras acciones, para bien o para mal.

Alice volvió a bajar los ojos. John se maldijo por ser tan rudo. No había sido su intención hacerla sentir culpable. Quiso suavizar el momento.

—Espero que no le haya dicho a la policía que usted me contrató para buscar a Sofía. —Apenas habló supo que seguía siendo duro. Parecía que frente a Alice nada le salía bien.

—Hace mucho tiempo aprendí a decir únicamente lo necesario. No deseo que la investigación alcance proporciones incontrolables —dijo ella despacio.

Klein la admiró una vez más. Obviamente, ella tenía mucho que decir... y ocultar.

—¿Conoció usted a su nieto?

—Aún no. Deseo tranquilizarme un poco antes de verlo. También quiero ver a Albert... John, son tantas las cosas que me gustaría que supiera.

—Pierda cuidado Alice. Yo sé mucho más de lo que usted se imagina. Estas semanas al lado de Albert nos dieron tiempo de conversar mucho. En cuanto a Billy, el padre del niño, es un buen hombre, fue un psiquiatra de éxito antes de convertirse en hippie y fundar la comuna Renacer. Sé que él desea hacer algo que va en contra de sus principios, pero sabe que será importante para el hijo de Sofía, desea darle su apellido: Adams, y tiene sentido, ya que de ese modo el niño crecerá con un apellido ajeno al de la familia. Digo esto por si al abuelo se le ocurriera enviar otro mensajero.

—De modo que usted cree que el hombre chino fue enviado por mi padre.

—Alice, ¿por quién más si no? Es lo que está a la vista.

—Quisiera conocer a mi nieto —dijo Alice, después de unos momentos de silencio.

—Por supuesto. Venga conmigo, han trasladado a los bebés fuera del albergue.

Dejó que Alice entrase en la sala que habían acondicionado para ello, se quedó afuera y se encontró de cara con Billy, que parecía tener el don de la ubicuidad, estaba en todos lados.

—Es hermoso, un niño muy sano —dijo Billy con orgullo—. Dime algo, John, ¿Cómo es que tenías una pistola? —la pregunta le venía quemando los labios.

—Albert y yo estábamos buscando a Sofía, pero eso no lo tiene que saber la policía, porque sería demasiado engorroso explicarles que ella era la hija de tú sabes quién.

—Comprendo. No hay problema, John, ¿Eso quiere decir que te irás de la comuna?

—Creo que será lo mejor. De todos modos, no tuve tiempo de acostumbrarme.

—Unas horas a tu lado equivalen a un buen viaje con ácido —dijo Bill soltando un silbido—. Yo prefiero mi vida tranquila en Renacer, sí hermano, creo que deberías pensarlo mejor y quedarte con nosotros.

—No puedo, Bill, esto no es para mí, gracias.

—Lamento lo sucedido a Albert. Eran buenos amigos, ¿no?

—Sí. Nos conocimos en la escuela. Su muerte me parece tan... inútil, todo esto no tiene sentido —Klein dio un golpe en la pared con el puño, en un ademán de impotencia.

—Creo comprender cómo te sientes, John. Pero lo hecho, hecho está. No tiene remedio.

—Él había jurado proteger al hijo de Sofía... y lo hizo. —John tenía los ojos brillantes. Llevaba retenidas muchas emociones que no se atrevía a sacar a flote.

—Estaba pensando que quizás Renacer sea bueno para mi hijo —comentó Billy.

—No. Sofía quiso que fuese su madre quien velase por él.

Billy se lo quedó mirando un rato. Había captado algo en su trato con Alice.

—Creo que voy entendiendo... la madre de ella te gusta.

—No digas tonterías, ¿cómo se te ocurre decir algo así en estos momentos? Albert fue mi mejor amigo.

—Sólo pensé en voz alta, John. No me hagas caso —repuso Billy—. Deseo que mi hijo se llame Oliver —dijo, después de un momento en silencio.

—Es perfecto. Cuidaré que a tu hijo no le suceda nada malo, es la promesa que hice a Albert.

—Te lo agradezco, John, quiero que sepas que acepto que la abuela cuide del niño únicamente porque Sofía así lo quiso —aclaró Billy— y sé que puedo confiar en ti.

A John le irritaban las implicaciones que trataba de dar Billy a todo el asunto. Sentía que estaba profanando los sentimientos que guardaba para Alice, ni siquiera él se atrevía a pensarlos con claridad. Cayó en la cuenta que lo que realmente le disgustaba era ser tan transparente. Se preguntaba si Alice también lo habría notado.

De regreso a su vida cotidiana de vez en cuando echaba de menos el tiempo pasado en San Francisco. Extrañaba a Albert, las semanas que pasaron juntos lo había sentido tan cercano como cuando estaban en la secundaria. Tenía muy presente la promesa que le hiciera y pensaba cumplirla.

Los últimos días en Alameda habían sido un poco caóticos. Se había hecho cargo del traslado de los cuerpos de Sofía y Albert a Williamstown y había tenido que declarar un par de veces más para la policía. Además, tuvo que concurrir en calidad de testigo al acto de reconocimiento ante las autoridades de la paternidad de Billy Adams.

La autopsia indicó que en efecto, el chino indocumentado era mudo, la lengua le había sido arrancada hacía mucho tiempo, pero las investigaciones no arrojaron nada nuevo, el caso del chino hippie quedó archivado como un caso de demencia. En la comunidad del barrio chino de San Francisco absolutamente nadie logró reconocerlo, y todo quedó así.

Klein no se conformó con ese resultado, sospechaba que el chino debió comunicarse con alguien en Suiza, y ¿cómo lo haría un mudo? Por escrito. Podría haber sido un mensaje póstumo, por la forma en que lo arriesgó todo al tratar de matar al niño. Por suerte conservaba la fotografía que el detective le había entregado, cuando buscaban conocidos del chino. Klein se tomó el trabajo de investigar por su cuenta en la oficina de correos, para saber si efectivamente alguien lo había visto por allí, y encontró a una mujer muy agradable que le comentó al ver la foto, que era probable que hubiese estado por allí. Más que la foto, la descripción de Klein hizo posible que ella lo recordara, pues le dio una cantidad de señas como la forma de caminar, la ropa que solía usar, y otros detalles que la mujer recordó. Especialmente, que no había dicho una sola palabra cuando estuvo allí y que había enviado un telegrama escrito en alemán a Suiza. Unos billetes siempre eran buenos para refrescar la memoria.

Con seguridad Conrad Strauss debía estar enterado del nacimiento del hijo de Sofía. Se preguntaba cuál sería el siguiente paso de Strauss. De lo que estaba seguro, era de que en adelante, debía mantener los ojos bien abiertos ante cualquier forastero que merodeara por Williamstown. Por otro lado, Alice no facilitaba demasiado las cosas. Pero él ya se estaba acostumbrando al mutismo que guardaba con relación a todo lo que tuviese que ver con su padre.

En Zurich, Conrad Strauss tenía frente a sus ojos el telegrama enviado por Fasfal. Logró contener el temblor de sus manos para leer cuidadosamente el mensaje: «Sofía dará a luz. Haré lo que deba hacer. No se preocupe. Espere próximo telegrama.» Pero aquel otro telegrama nunca llegó. Supo que Fasfal había muerto. Él jamás se dejaría atrapar vivo. Pero ¿qué habría sucedido? Pasados unos días decidió llamar a Alice. Ese «Haré lo que deba hacer», le producía una certeza macabra.

—Alicia... —Strauss sintió que colgaban al otro lado de la línea.

Insistió, debía saber. Volvió a llamar. Antes de escuchar la voz de Alice, habló.

—No cuelgues, Alicia, es importante que hablemos.

—Albert murió a manos de tu emisario por proteger a mi nieto. No deseo saber más de ti. Nunca más.

—Yo no mandé matar a nadie. Nunca lo hice, y lo sabes. Sólo quise encontrar a Sofía, decirle la verdad acerca de Paul, no quiero que siga pensando que soy un asesino. Alicia, por favor, créeme, yo nunca te he mentido. Sólo he deseado tu bien.

—Sofía murió al dar a luz —dijo Alice, y colgó.

—Perdóname... —musitó Strauss, sabiendo que ella ya no escuchaba.

Dejó el auricular lentamente, se desplomó anonadado en un sillón y estuvo allí inmóvil, mirando el vacío durante horas. No había deseado que todo sucediese así. Maldito Welldone. ¿Por qué no aparecía ahora? Le preguntó tantas veces por qué lo había escogido a él y siempre se había limitado a responder: «Porque está en tu destino que ese hombre aparecerá» «¿Y si aparecerá de todos modos en mi destino, para que necesitaré tus conocimientos?» Había preguntado. «Porque es necesario que estés preparado para reconocerlo y tener el conocimiento suficiente para combatirlo.» Fueron las palabras de Welldone. Y él, Hanussen, lo había hecho todo mal. «Si no cumples tu palabra, tu sangre se mezclará con quien debiste combatir. El tercero será peor...» Pero aquellas palabras parecían tan lejanas, tan carentes de sentido, tan vacías en ese momento... No sólo no lo combatió; le ayudó a llegar al poder. Cuando abrió los ojos era demasiado tarde. Y seguía siendo tarde. Tarde para enderezar entuertos, tarde para dar amor, tarde para recibirlo. Tarde para todo. ¡Ah Sofía! Supiste vengarte en forma... A esas alturas, se preguntaba si valdría la pena seguir oponiéndose a lo que parecía ser un destino inexorable. Dos veces trató de hacerlo y en las dos había fracasado. Sofía estaba muerta y el marido de su hija también. Maldijo a Fasfal, a su fanatismo, y maldijo a Welldone, una vez más.

Después de un fin de semana encerrado en San Gotardo, tomó una decisión. Esperaría a que su bisnieto cumpliese el primer cuarto de siglo. Si el destino no le hubiera dado hijos hasta ese momento, se pondría en contacto con él para ofrecerle toda su fortuna a cambio de que no tuviera descendientes.
El ser humano siempre desea riqueza, y veinticinco años es una edad donde la gente suele tomar decisiones trascendentes
. Pensó. Pero al mismo tiempo, sabía que no iba a vivir para siempre, y a pesar de todos los estudios que Sofía había dejado avanzados acerca de la multireproducción celular, todo había quedado en eso, sólo en estudios. Debía redactar un testamento dirigido a su bisnieto con cláusulas específicas. Y en cuanto a Paul Connery... haría que el dinero se esfumase en sus manos.

El pequeño Oliver Adams ejercía un irresistible encanto en John Klein, para entonces asiduo visitante de Rivulet House, donde Alice recibía con verdadero agrado su presencia. La muerte de Albert los había unido. Al principio hablaban del pasado, Alice empezó a conocer a Albert a través de John mejor que cuando estuvo vivo. Y John miraba extasiado su sonrisa y sus suaves modales, mientras pensaba que le hubiese gustado tener la prestancia y el porte de Albert, la elegancia que se desprendía de él sin esfuerzo y que conjugaba tan bien con la forma de ser de ella. Cada día iba acercándose más a Alice y al mismo tiempo sintiéndola más lejana. Creía no estar a su altura, a su lado se sentía inseguro, nunca encontraba las palabras apropiadas, le pesaba su torpeza, a la que ella no parecía prestar atención. De regreso a su casa, llevaba consigo su voz de ligero matiz afrancesado; la veía al piano, a Alice mirándolo extasiada mientras él contaba sus proezas de cuando era comisario de policía, a Alice recordando a Albert
¿habría hecho el amor con él?
, a Alice dándole el beso en la mejilla al despedirse, cuyo roce guardaba como un tesoro en la piel...

Por momentos parecía que no le fuese tan indiferente; había instantes en los que Alice parecía disfrutar de su presencia, pero la timidez que ella le producía hacía imposible cualquier acercamiento que fuese más allá del beso en la mejilla como saludo o despedida. El pequeño Oliver era el principal motivo de aproximación de ambos, y gracias a él, se fue creando entre ellos un vínculo afectivo que iba más allá de la mera amistad o agradecimiento. Alice, por su lado, experimentaba una sensación de seguridad que jamás sintió junto a Albert. Su instinto le decía que ella y su nieto estaban protegidos a su lado, y la percepción era tan fuerte que empezó a nacer en ella un sentimiento que hacía mucho tiempo creyó no volver a experimentar. John la atraía. Le agradaba sentir sobre ella su mirada derretida y escuchar las palabras que salían con dificultad de sus labios.

La noche en la que Alice apareció en bata mientras él daba el beso de despedida al pequeño en la cuna fue inolvidable. Al principio, John no sabía si ella se le estaba insinuando o simplemente le estaba indicando que era demasiado tarde y debía irse. Fue cuando lo tomó de la mano y lo llevó a su alcoba, cuando sintió que el corazón le latía tan fuerte que ella podría escucharlo. Alice no traía puesto nada debajo, a través de la delgada seda pudo vislumbrar su formidable belleza. Sin prisa, y sin quitarse la bata, empezó a desvestirlo, como lo haría una madre y no una amante, para comprobar que debajo de las ropas desgarbadas que acostumbraba a vestir John, existía un hombre de músculos firmes y de varonil apariencia. Luego dejó que descubriera por sí mismo todo lo que ella le reservaba bajo su bata, y él al tenerla delante en carne y hueso, supo que el momento tantas veces deseado, había llegado. Le invadió el pánico, temió que su virilidad se viera afectada ante la mujer que tantas veces había desnudado en sueños y que ahora sentía y podía tocar, y era más de lo que podía resistir. Pero ella hizo que se sintiera un hombre capaz de lograr en la cama proezas que únicamente había alcanzado en su imaginación de hombre enamorado. Alice era todo lo que él había deseado, aquel rostro de muñeca finalmente cerraba los ojos a su lado, murmurando palabras que le hacían el hombre más feliz de la tierra y ella supo que John era suyo. Un hombre que la amaba hasta la veneración, y que estaba dispuesto a dar la vida por ella y su nieto. El amor que alguna vez sintiera por Adolf y el que creyó haber sentido por Albert no se comparaba con el que sentía por John, una felicidad que se reflejó en la vida de Oliver, un niño que creció bajo los amorosos cuidados de su abuela y la incondicional protección del comisario John Klein.

35
Veinticinco años después...

Nueva York, 1990

Después de pasar casi dos horas inclinado sobre el plano del museo precolombino, Oliver sintió la necesidad de enderezar la espalda. Se estiró con placer, entrelazó las manos en alto, y fue hacia su escritorio. Entre la correspondencia que su secretaria había dejado sobre la mesa llamó su atención el fino material de uno de los sobres: su nombre y dirección aparecían escritos con pluma estilográfica. El sello provenía de Suiza. El remitente era un banco, el emblema un león dentro de un círculo. Rasgó con creciente interés la cubierta y extrajo un papel estilo pergamino no más grande que una esquela.

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