El legado. La hija de Hitler (43 page)

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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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De regreso, Oliver se reprochó no haber sido más intrépido, pero se consolaba con la sensación que aún conservaba en los labios, de las tersas mejillas de Justine. A él no le importaba si ella era gorda, o si su vestimenta era descuidada. Sólo recordaba sus maravillosos ojos verdes y la bella sonrisa que constantemente afloraba a sus labios, se hallaba embebido en sus pensamientos y no podía apartarlos de ella, sintiéndose feliz de saber que pronto la volvería a ver. Al llegar a su apartamento sonó el teléfono. Se lanzó al auricular pensando oír la voz de Justine. Era Therese.

Al escucharla, su voz mostró desencanto.

—¿Esperabas otra llamada? —preguntó Therese.

—No... sólo me tomaste desprevenido.

—Te estoy esperando, no contestabas el móvil —le reprochó ella— dijiste que vendrías, me lo prometiste.

—Lo sé, cariño, pero tuve un día agotador, estoy muy cansado. Dejémoslo para mañana.

—¿Te sucede algo? ¿Te sientes bien?

—Estoy cansado, Therese, me daré un baño y me iré a la cama.

—¿Solo?

—Therese, comprende que yo trabajo. Debo cumplir con un calendario fijado, no puedo fallar —dijo con fastidio Oliver.

—Está bien, recuerda que mañana te espero. Es mi cumpleaños, en casa tienen preparada una recepción, además, mi padre desea hablar contigo.

—Allí estaré. Y por favor, no me llames al trabajo cada cinco minutos, no te podré atender —respondió Oliver, irritado. Le disgustaba que ella lo presionase con su padre. Colgó después de despedirse con sequedad.

En aquel momento no deseaba hablar ni ver a Therese. Todavía tenía el recuerdo de Justine. En realidad, no comprendía que una mujer como ella lo hubiera impresionado tanto. No era joven, ni era hermosa, pero tenía algo...

Temprano en la oficina, Oliver Adams miraba de vez en cuando el teléfono con impaciencia, esperaba que sonara y que fuese Justine. Trató de concentrarse en los planos. El teléfono sonó y se abalanzó sobre él.

—Hola. Pensaba que nunca llamarías —dijo con voz agitada.

—No pensé que me extrañaras tanto, mi amor —contestó Therese—. Te llamé a pesar de que dijiste que no lo hiciera, porque no puedo dejar de escuchar tu voz...

—Therese... —Oliver no daba crédito a sus oídos— en realidad esperaba otra llamada —aclaró, cortante.

—Espero que hoy sí puedas venir. Recuerda que es mi cumpleaños.

—Perdóname por olvidarlo, Therese. Feliz cumpleaños. Estaré allí sin falta, lo prometo.

—Bien, entonces te dejo trabajar. Hasta la noche, Oliver.

Esperaba que Justine diera señales de vida pero parecía que ella no tenía mayor interés en él. Aquello era algo que no ocurría con frecuencia, debía reconocer que Justine era diferente. Se sumergió en los planos y trató de centrar su atención en los cambios, sin prestar atención a su secretaria, que dejó la correspondencia sobre el escritorio.

Therese colgó el aparato y se desperezó en la cama. Presentía que Oliver la estaba evitando. Su instinto le decía que había otra mujer en su vida. Salían desde hacía meses, aunque no tenían un noviazgo formal, y las cosas habían llegado hasta donde tenían que llegar. Estaba enamorada y no quería perderlo, pero se daba cuenta que con su insistencia empezaba a alejarlo. Decidió tomarse las cosas con calma, porque al parecer a él los contactos de su padre no lo impresionaban. Lo había conocido cuando su padre lo llevó a casa para celebrar un acuerdo. Y él no llevaba a cualquier persona a casa. Pero Oliver no era cualquier persona. Su inteligencia, cultura y don de gentes lo hacían especialmente atractivo. Su padre estaba encantado, era como si estuviese encandilado por él. Financiaría la obra que había ganado el concurso para la construcción del museo precolombino. Con todo ello en mente, terminó de levantarse de la cama. Aquel día cumplía veinticinco años y esperaba que fuese una fecha inolvidable. Deseaba casarse con Oliver, así se lo había dado a conocer a su padre, y él estuvo de acuerdo en que era una buena elección. Vestida únicamente con una pequeña túnica de seda que le llegaba justo a las nalgas, se contempló en el espejo sintiéndose satisfecha. Tenía un físico envidiable. Pasaba horas en el gimnasio tratando de preservar las liposucciones que habían modelado su cuerpo, también tenía implantes en los senos; cualidades que fueron las que Oliver vio primero. Una cirugía que respingaba ligeramente su nariz, le daba la apariencia artificial que uniformaba a gran parte de las mujeres como ella, pero en Therese el conjunto era muy sugestivo, aunque después de dos meses de trato continuo, el interés que había despertado en Oliver empezaba a transformarse en tedio. No había en ella nada que despertase su curiosidad y en la cama era tan aburrida como en su conversación. Parecía como si Therese considerase que su belleza fuese más que suficiente para actuar como afrodisíaco, y no lo era, por lo menos para Oliver. Después de conocer hasta el último rincón de su cuerpo y también de su poco ocupado cerebro, él se convenció de que allí no había nada que buscar.

A Raymond Doodly no le había parecido buena la entrevista a Oliver Adams. Leía y releía el trabajo que había presentado Justine mientras movía negativamente la cabeza. Era la primera vez que sentía que su trabajo era poco apreciado.

—No sé qué fue lo que te sucedió, querida, pero esto no es lo que esperaba. Dedicaste párrafos enteros a describir su personalidad, su gran atractivo, y cosas así, pero la revista
Architectural Records
no es un tabloide, es una revista cuyo principal objetivo es informar a los lectores las novedades arquitectónicas de sus creadores. A nadie le interesa saber qué lugares le gusta frecuentar a determinado profesional, con quién sale o dónde celebró su cumpleaños. Lo que interesa es: dónde nació la idea, cómo llegó a tal o cual conclusión, o por qué prefirió tales o cuáles materiales... creo que me estoy explicando.

—No son necesarias tantas aclaraciones. Siempre he comprendido de qué se trata este trabajo, pero creo que de vez en cuando es conveniente dar un giro personal a las entrevistas. Después de todo, lo único que había para fotografiar era la maqueta del museo, recuerda que es una obra aún no empezada, entonces... se me ocurrió que tomar unas cuantas fotografías del autor no sería una mala idea.

—Unas cuantas... prácticamente son una docena. Sin contar las que Mike tomó a Therese Goldman.

—Oliver Adams es un tipo con carisma, y tiene un futuro prometedor en la arquitectura americana. Eso tenlo por seguro.

—Luego, deseas convertirte en su agente ¿o qué? —preguntó Raymond.

—Creo que puedo rehacer el artículo —cortó agriamente Justine.

—Eres lo bastante inteligente para saber lo que tienes que hacer con él. Espero que lo tengas listo para mañana —Raymond dio por concluida la conversación y centró su atención en la pantalla del ordenador.

Justine se puso de pie y se encaminó a la salida, pero su retirada de mujer ofendida fue opacada al tropezarse con un sillón. Raymond sonrió divertido. La conocía lo suficiente para saber que era justamente lo que sucedería. Luego de entrar a su oficina, Justine se sentó frente al escritorio y puso las manos a ambos lados de la cabeza. Sólo de pensar en rehacer el artículo le daba pereza. Lo que debía estar haciendo en aquellos momentos era elegir ropa nueva en algún almacén de la ciudad, no tenía qué ponerse para su próximo encuentro con Oliver. Si es que había alguno. Aquello la llevó a la llamada que le había prometido. Miró su reloj: faltaba poco para el mediodía. Revolviendo parte de su escritorio, logró dar con el papel donde estaba anotado el número telefónico de Oliver. Dudó un momento antes de atreverse a marcar, pero se armó de valor y lo hizo.

Oliver se fijó en la dirección de la tarjeta que acompañaba a la carta. El banco estaba en Zurich. Guardó ambas con la intención de preguntar a su abuela si había recibido alguna correspondencia similar, mientras se preguntaba por qué no habría llamado Justine. El teléfono sonó y tomó el auricular con ansiedad.

—¿Hola?

—Oliver, soy Justine. ¿Me recuerdas? Te hice una entrevista para...

—Justine, cómo no recordarte, justamente deseaba que me llamaras.

—¿Cierto? ...te estoy llamando para agradecerte la cena, yo... ¿Para qué querías que te llamara? —preguntó Justine, sintiéndose torpe.

—Para saber de mí, por supuesto —dijo él con voz risueña.

—Ah... y ¿cómo estás?

—Con deseos de verte, ¿aceptarías cenar conmigo mañana? Hoy tengo un compromiso.

—Sí, claro.

—Puedo pasar por ti a las ocho... ¿te parece bien?

—Sí, claro. Por supuesto —agregó Justine, para no ser tan redundante— Oliver... ¿Te puedo hacer unas preguntas?

—Las que tú quieras.

—¿Por qué utilizaste ese tipo de diseño para el museo? Las líneas tan atrevidas, los materiales tan vanguardistas, ¿de dónde salió la idea? ¿En qué te inspiraste?

—Vaya... son varias preguntas... ¿A qué viene eso ahora?

—Se me olvidó preguntártelo en la entrevista y necesito los datos para mi artículo.

—Ya veo..., las líneas del museo no son tan vanguardistas como parecen, son una versión ligeramente abstracta de las pirámides aztecas por un lado y las monumentales y robustas construcciones incaicas. Escogí los materiales justamente para contrastar las épocas: la precolombina y la contemporánea. La piedra en su estado natural, sin más adornos que ella misma, que de por sí es bella. Y la idea por supuesto salió de mi mente. Tengo un poco de imaginación ¿sabes?

—No me digas, creeré en ti —rió Justine.

—Soy un hombre afortunado, hay una mujer que cree en mí. Entonces... ¿nos vemos mañana?

—Ocho en punto. Seguro.

Ella se despidió con una alegre carcajada que llenó lo que quedaba del día de Oliver.

Justine era lo opuesto a Therese. Oliver notaba que tenía por lo menos ocho, o tal vez nueve kilos de más, que su cabellera recogida en un moño casero no tenía comparación con la de Therese, y que era probable que luchara con denuedo contra la gordura, pero ejercía una atracción casi animal en él. Le calculaba unos cuarenta años, pero era lo que menos le importaba.

36
El señor de Welldone

Camino a casa de Therese, Oliver se detuvo a comprar flores, un detalle de los muchos que había aprendido de su abuela. «Las flores —decía—, son un obsequio ambiguo, y no comprometen tanto como regalar una joya. Al mismo tiempo, la persona que las recibe, le dará el significado que desee». Sólo tenía que decidir si llevar rosas rojas o amarillas. O tal vez alguna otra flor, por aquello del lenguaje de las flores. No era fácil escoger las adecuadas para los sentimientos que le inspiraba Therese. Se decidió por un ramo de
Old Blush China
; unas rosas de color lila, que según la vendedora, florecían una sola vez. Nada más representativo. Therese las recibió encantada, como él supuso, y de pronto Oliver se encontró hablando a solas con su padre, en medio de una conversación que parecía una petición de mano.

—Oliver, sabes que te he tratado siempre como a un hijo, y mi mayor deseo es verte casado con Therese, ella me dijo que esas eran tus intenciones, no sabes cómo celebro tu elección.

—Larry, lamento decirte que no es precisamente ésa la verdad. Nosotros somos buenos amigos, yo le tengo cariño, pero no estoy preparado para casarme aún.

—Pero ella... ¿Quieres decir que mi hija no te interesa? —reaccionó Larry Goldstein.

—No es la palabra precisa, Larry, sólo digo que aún no hemos hablado de matrimonio, porque yo tengo otras prioridades en mente, como la construcción del museo, por ejemplo...

—Siento haberte importunado, Oliver, no sabía que eran cosas de Therese. Creo que sería conveniente que lo aclarases con ella.

—Lo haré, Larry. Gracias por tu comprensión.

—Descuida. Lo he entendido muy bien. —La voz de Larry se escuchó calmada, pero Oliver se dio cuenta que empezaba a caminar sobre vidrios muy delgados. Aquello lo molestó más. No le gustaba ser manipulado, y mucho menos por una mujer. Por otro lado, sabía que el proyecto era muy importante para él. Estaba en un verdadero aprieto. Vio que Therese venía a su encuentro y no pudo evitar ser frío con ella.

—Therese, creo que has ido demasiado lejos, en ningún momento te dije que deseaba casarme contigo, no debiste mezclar a tu padre en este asunto.

—Oliver, mi amor, no lo tomes a mal, él sólo desea nuestra felicidad.

—Y cree que puede comprarlo todo. Hasta un marido para ti. Creo que me voy a retirar.

—Oliver, no... es mi cumpleaños, recuerda...

—Pues feliz cumpleaños entonces, y hasta nunca.

Dio media vuelta y salió de la casa. Therese subió a su habitación, cerró la puerta, arrojó con furia las rosas de China contra la pared, y no volvió a salir en toda la noche, sus padres tuvieron que proseguir con la fiesta de compromiso sin el novio, para no poner en evidencia a su hija, aunque fue inútil. Larry Goldstein no pensaba perdonar a Oliver la humillación.

Oliver se había quitado un gran peso de encima, si había algo que le desagradaba era que lo tomasen por cretino. Al diablo con Larry y con su hija. Presentía que muy pronto no tendría que depender más de préstamos ni favores para obtener dinero. Antes de llegar a su apartamento se detuvo frente a un bar y tomó un vodka. Sentado a su derecha, un raro personaje lo observaba por el espejo frente a la barra. El tipo era extraño, no por la vestimenta que traía, que era bastante extravagante, sino por su actitud. Lo miraba sin parpadear, su mirada era muy apacible, casi lejana. Por un momento, Oliver creyó que estaba en estado de meditación y que simplemente sus ojos estaban posados en él como pudieran estarlo en las botellas alineadas enfrente. Observó que tomaba vodka al igual que él.

—Es agua, no es vodka.

—¿Perdón? —preguntó sorprendido Oliver.

—Me refería al contenido del vaso.

—Extraño lugar para tomar agua —comentó Oliver.

—Es el lugar apropiado. Siempre estoy en el lugar apropiado, hablando con la persona apropiada, diciendo las cosas apropiadas. Otro asunto es que los demás no hagan lo apropiado.

—Creo que no le entiendo. ¿A qué se refiere?

—¿En realidad deseas saber a qué me refiero? —preguntó el hombre girando hacia él y mirándole de frente. Hasta ese momento habían hablado a través del espejo.

Oliver supo que la pregunta encerraba verdadera intención. Y no estaba seguro de desear saber la respuesta, pensaba que el tipo disertaría horas acerca de la verdadera propiedad de las cosas que decía.

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