El legado. La hija de Hitler (46 page)

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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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—¡Hablaré con tu abuela! No creo que ella permita esa relación, eres un degenerado y ella: ¡es otra degenerada! —gritó, dirigiendo la voz hacia arriba—. ¡Mi padre no te dará un centavo! No obtendrás ni un miserable préstamo en ningún banco.

—¡Therese! —Por primera vez Oliver levantó la voz—. ¡Lárgate! Y no vuelvas a buscarme. —Abrió la puerta y la tomó del brazo arrastrándola hasta dejarla fuera—. Adiós —dijo, y cerró la puerta.

Arriba, Justine escuchaba los gritos destemplados de Therese refiriéndose a ella con epítetos, que sabía, no estaban muy lejos de la realidad. Jamás podría compararse con ella. Sintió deseos de llorar. Sería la desgracia de Oliver.

—Querida, no le hagas caso, Therese es una niña malcriada, es inmadura —dijo Oliver—, no tengas en cuenta sus palabras, porque no vale la pena.

—Tal vez, pero sus amenazas pueden ser ciertas, nadie querrá financiar tus obras.

—Eso ya lo sé. Hice el intento y fue en vano, pero no pienses ni por un momento que te voy a dejar por ella ni por nadie. Quiero que nos casemos, que seas la madre de mis hijos ¿comprendes? Te amo, Justine —Oliver la besó en los labios y se envolvió en la pasión que ella le inspiraba.

No la cambiaría por nada del mundo. Además, estaba seguro de que pronto sería un hombre muy rico. Le hizo el amor como un loco.

—Justine, quiero que viajes conmigo a Zurich. No quiero alejarme de ti.

—Ya lo hemos hablado, Oliver, aunque odio la idea de no verte, creo que lo prudente es que resuelvas tus asuntos tú solo. Por otro lado, no puedo dejar mi trabajo de un momento a otro —adujo ella, mientras le acomodaba el húmedo mechón que caía sobre su frente sudorosa.

Oliver se la quedó mirando, pensativo. A Justine aquella mirada la desarmaba, era dulce, tierna, le parecía estar viendo a un niño desvalido, lo atrajo otra vez hacia ella haciéndole sentir la calidez de su pecho; por momentos se alojaba en ella un sentimiento de culpa por amar a aquel joven que como había dicho Therese, casi podría ser su hijo.

—Entonces quiero que te quedes aquí mientras yo esté en Suiza —dijo Oliver mientras la acariciaba y volvía a recuperar el ritmo cardiaco. Justine lo enloquecía, podría hacer el amor con ella todo el tiempo.

—Creo que tengo mi apartamento muy abandonado... además, Therese podría presentarse por aquí y no quiero ni pensar en lo que podría ocurrir.

—Este lugar queda más cerca de tu trabajo —argumentó él.

—Es un buen punto. Pero tomaré una decisión salomónica: estaré aquí y allá.

—Como tú quieras, mi amor, todo lo que haces es para mí perfecto —sus caricias despertaron una vez más la pasión de sus juveniles veintiséis años encontrando una total receptividad en Justine. Volvió a hundirse en ella olvidándose de sus múltiples proyectos pendientes, de Therese y de su padre, mientras recordaba a ráfagas la fortuna que estaba seguro de conseguir muy pronto.

39
Zurich, 1990

Dos días después, Oliver Adams y John Klein surcaban los cielos en el vuelo 668 de la Swissair. Oliver aceptó casi a regañadientes que lo acompañara su abuelo, aunque en el fondo la idea empezó a parecerle buena. Seguía siendo un hombre lúcido a pesar de su edad, y se había tomado el viaje como toda una expedición. «En una misión, uno debe tener en todo momento un plan B.» Había dicho. Y parecía que la cosa iba en serio. Los cuentos que le relataba de pequeño acerca de cómo había resuelto uno que otro caso cuando él era policía, y después, como investigador privado, volvían a su mente, mientras contaba los minutos para llegar a Zurich.

—Antes que nada —dijo Klein—: no nos alojaremos en el hotel que ellos han reservado para nosotros, ni nos pondremos en contacto con el sujeto que nos recibirá en el aeropuerto. Tomaremos un taxi y buscaremos un hotel por nuestra cuenta.

—No me parece buena idea, ellos dicen que corre por cuenta del banco, y según parece, es un hotel de cinco estrellas.

—Mayor razón para desconfiar. ¿Dónde has visto tú que los suizos te brinden algo gratis?

—Supongo que es porque mi bisabuelo era un personaje importante.

—Y probablemente dueño del hotel.

—Entonces, a fin de cuentas nos hospedaríamos en un hotel que será mío.

—Si es que lo heredas.

—No comprendo por qué tienes tanta desconfianza. ¿Conociste a Conrad Strauss?

—Sé lo suficiente de él para guardar mis reservas —aseveró Klein.

—Está bien, abuelo. Iremos al primer hotel que encontremos, de todas maneras no tenemos mucho tiempo. —Acordó Oliver. Le consolaba la idea de que sus problemas acabarían pronto.

John Klein no iba a permitir que Oliver viajase solo, mucho menos que lo hiciera con Justine, quien sólo serviría de estorbo en caso de alguna emergencia y, por otro lado, no pensaba faltar a la promesa póstuma hecha a Albert. Su apariencia distaba mucho de la que normalmente luciría en la apacible Williamstown. Otro punto con el que Oliver no estuvo de acuerdo. Klein viajaba como si fuese un inofensivo anciano. De físico delgado, la vestimenta que había escogido le hacía parecer enclenque. Su alta y larguirucha figura, cobraba tintes casi famélicos con aquella ropa de una talla mayor. Y no era sólo la apariencia física; era la actitud, la que Oliver consideraba poco apropiada. Él deseaba que los banqueros conocieran lo mejor de su abuelo, y en lugar de eso, se toparían con un anciano cuyo aire beatífico distaba mucho de su verdadera personalidad. En realidad, aquel disfraz además de darle la apariencia que él deseaba, ocultaba su mejor arma secreta: la Beretta que conservaba siempre bien limpia y engrasada. Viajaba con él en un estuche especial en forma de Biblia con páginas y todo, a prueba de rayos X dentro del equipaje.

Los hombres del banco dijeron que esperarían en la terminal 1. Oliver y su abuelo, caminaban en busca de la terminal 2, perdidos en la marea de pasajeros que llegaba de varios vuelos. Consiguieron un taxi que los llevó directamente al centro de Zurich por la autopista A20. Los dejó en la puerta del Hotel
Glärnischhof
, en la
Claridenstrasse
, un hotel sobrio que lucía tres banderas encima de un letrero iluminado con dos letras G dándose la espalda. Tomaron dos habitaciones sencillas, que al cambio, resultaban bastante económicas: cuarenta y siete francos suizos, incluyendo impuestos, desayunos, y servicios.

Las habitaciones eran cómodas, de techos con un enlucido irregular de aspecto rústico. Frente a la amplia ventana que daba a la calle, dos sillones tapizados en pana azul estaban separados por una pequeña mesa con un jarrón con flores de campo. Era más de lo que podían haber esperado por ese precio. Sabor y confort al viejo estilo europeo.

Oliver sugirió cenar y Klein eligió bajar por las curvadas escaleras, sujetándose de la baranda de fina madera pulida como si fuese a caer en cualquier momento, mientras Oliver le seguía el juego, divertido. Después de negarse a ocupar las mesas que ofrecía el
maître
, Klein señaló la que él había escogido en una esquina, cerca de una ventana, un lugar donde podían ver mejor que ser vistos, según él. Para Oliver aquello estaba tomando aires de verdadera aventura, y a medida que pasaban los minutos, su entusiasmo se iba transformando en euforia.

—Mañana iremos al banco a primera hora. Cualquier taxi podrá dar con la dirección, sé que ellos no esperaban que llegases conmigo, así que trataré de mantenerme al margen de todo lo que ocurra, únicamente seré tu acompañante —planeó Klein.

—Creo que es así, ¿o no? —rió Oliver.

—Tú sabes bien que viajo como agente secreto, mi misión será sacarte millonario y con vida de este país —dijo Klein en el mismo tono de broma.

—¿Es necesario que actúes siempre así? En este hotel nadie te conoce ni sabe a qué vinimos.

—Cuando uno está de incógnito en una misión, debe asumir una personalidad desde el principio hasta el final. Así me verás hasta que regresemos sanos y salvos a Williamstown. Y si alguien por los motivos que sean, nos está espiando, tendrá una idea equivocada acerca de cómo soy en realidad.

—No sé a qué le tienes tanto miedo. Creo que todo es más simple de lo que tú piensas, abuelo.

—Oliver, confía en mí. En ningún momento me descubras, tal vez de ello dependa tu vida, ¿has comprendido? —preguntó Klein, mirándolo con seriedad.

—Creo que lo he comprendido.

Un alto muro de ladrillos de terracota pulida que abarcaba una larga pared en una bocacalle, fue donde los dejó el taxi. El edificio debía tener tres pisos; imposible saberlo con exactitud, pues carecía de ventanas. Sin las características tradicionales de una entidad financiera, como las que suelen verse en cualquier país del mundo, lo único que interrumpía la visión monótona del enorme muro de ladrillos, era una puerta negra de hierro forjado, bajo un dintel de unos cincuenta centímetros, en la que se exhibía una placa con el mismo logotipo del sobre: la cabeza de un león encerrado en un círculo, de tamaño discreto. Oliver apretó el botón del intercomunicador situado a la derecha; una cámara empotrada en el muro apuntaba encima de ellos.

—Guten Morgen, was koennen Wir machen um Ihnen zu Helfen?
—preguntó una voz femenina.

—Buenos días, soy Oliver Adams, nieto de Conrad Strauss, recibí una carta...

—Bienvenido señor Adams, adelante por favor —interrumpió la voz en inglés.

Después de un zumbido, la puerta de hierro se abrió y ambos penetraron por un pasadizo de paredes y techo de vidrio a través del cual se podía apreciar un jardín a cada lado. El pasillo los llevó directamente a una puerta que se abrió a su paso y desembocaron en un salón de regulares dimensiones donde había un escritorio y frente a él cuatro confortables sillones alineados a lo largo de la pared. La mujer detrás del escritorio se apresuró a saludarlos y les invitó a que tomasen asiento, mientras se comunicaba con alguien por teléfono. Ambos se miraron, era evidente que aquello parecía cualquier cosa, menos un banco. Al cabo de unos segundos, apareció un hombre delgado de mediana estatura, vestido con un pulcro traje azul oscuro. Fue directo hacia Oliver.

—Señor Oliver Adams, encantado de conocerle. Soy Philip Thoman. Es un honor para nosotros recibir al bisnieto del doctor Conrad Strauss —saludó en inglés, sin hacer ninguna mención al asunto del aeropuerto y la reserva en el hotel.

Philip Thoman los miró indistintamente a través de sus gruesas gafas de carey, apoyados sobre su larga nariz. Su rostro casi triangular apenas tenía barbilla. Llevaba un extravagante peinado, una raya en medio que parecía trazada con una regla.

—Buenos días, señor Thoman. Él es mi abuelo, el señor John Klein.

El hombre le dio la mano y haciendo un ademán los invitó a seguirlo hasta un vestíbulo con dos ascensores, entraron en uno de ellos, el de la puerta más angosta. El elevador se detuvo en el tercer piso. Salieron a un corredor y entraron a una sala. Oliver admiró un impresionante bargueño florentino realizado en ébano, con paneles de
pietre dure
, molduras de bronce dorado y pilastras de mármol rojo. Contrastaba con las sobrias sillas estilo regencia, cuyo tapizado dejaba entrever elegantes rayas casi imperceptibles. De inmediato pensó en Justine. A ella le hubiera encantado ver algo así. Parecían ser auténticas antigüedades. El lugar no tenía aspecto de oficina, ni existía escritorio alguno. Era un pequeño salón exquisitamente decorado.

El hombre les invitó a tomar asiento y él hizo lo propio en una de las sillas.

—Soy uno de los apoderados del banco y abogado de su difunto bisabuelo, el doctor Strauss. ¿Me permite su pasaporte por favor? Disculpe usted, pero son las estrictas reglas del banco.

—Por supuesto. También traje conmigo mi licencia de conducir y fotos de Alice Garrett, mi abuela.

—Magnífico —aprobó Philip Thoman satisfecho—. El doctor Conrad Strauss dejó para usted una llave que le dará acceso a una caja de seguridad. En ella encontrará las instrucciones necesarias para tomar posesión de su herencia.

Le entregó un sobre lacrado, donde se leía en fina caligrafía: «Para mi nieto Oliver Adams»

—¿Puedo? —preguntó Oliver haciendo el ademán de abrir el sobre.

—Por supuesto. Es imprescindible.

Oliver rompió el sello grabado con el emblema de la entidad; abrió el sobre y encontró una llave que tenía en el borde superior una serie de puntos de colores en altorrelieve que se hundía al apretarlos. Junto a la llave había una nota con cifras y letras.

—Usted es la única persona que tiene acceso a la caja de seguridad, por medio de la clave que aparece en la nota. Síganme por favor.

Philip Thoman los encaminó hacia otro cuarto. Estaba vacío, excepto por una mesa cuadrada. Una pequeña puerta de metal del tamaño de una caja de seguridad en la pared, al lado de lo que parecía un cajero automático, hacía suponer que se abriría al insertar la llave en la ranura.

—Los dejaré solos, cuando lo crean conveniente, sólo presionen este timbre.

Oliver estaba impaciente por saber qué encontraría en la caja.

—Oliver... te esperaré afuera.

—No es necesario, abuelo. Quiero que estés conmigo.

—Oliver, te esperaré afuera —repitió Klein, retirándose penosamente, mientras le invadía un acceso de tos.

—Creo que es lo más indicado —convino Philip Thoman.

Oliver estaba tan impaciente que accedió sin insistir más. Metió la llave en la ranura y luego pulsó los números y letras indicados en la nota. Escuchó una serie de zumbidos y momentos después, la pequeña puerta de metal se deslizó hacia un lado mostrando una pequeña caja de metal. Un poco desilusionado por su tamaño, la levantó y sintió que aparte de su propio peso no parecía contener gran cosa. La depositó en la mesa, y observó que tenía una ranura similar a la de la pared, así que introdujo la llave y la tapa se levantó con facilidad. En el fondo del tapiz rojo del pequeño cofre había un sobre.

—Y parece que no hay nada más —musitó.

El sobre también estaba sellado, después de romperlo procedió a extraer la hoja que estaba dentro. Era de fino papel pergamino, escrito a mano, en inglés.

Querido Oliver:

Aunque no tuve la dicha de conocerte, te declaro como único heredero de toda, absolutamente toda, mi fortuna. Mis abogados te pondrán al corriente de los pormenores de la herencia que tengo a bien dejar en tus manos. Antes, es primordial que sigas las indicaciones que te doy a continuación:

Has de dirigirte a mi castillo en San Gotardo. El señor Philip Thoman, o el que lo sustituya en caso de su muerte, tiene indicaciones precisas de hacerte llegar allá. Una vez que estés en el castillo, debes buscar una escalera de piedra tallada que tiene forma de caracol. Es la que sube a mi estudio en la torre. Al pie de la escalera, al lado del primer escalón, hay una pequeña columna, dentro del intrincado tallado de piedra, existen unas hendiduras confundidas entre los diseños, tienes que encontrarlas porque en ellas encajará perfectamente los dedos pulgar y meñique de un adulto. Haz una fuerte presión en las hendiduras. Al cabo de un minuto exactamente, el piso se abrirá, dejando a la vista una escalera. Son dos tramos de dieciséis escalones. Bajarás los primeros dieciséis escalones y tendrás en cuenta la antorcha. Luego hay otros dieciséis escalones. Ambas antorchas te servirán de guía. Por último, hay un tramo de cuatro escalones. Cuando hayas llegado al sótano, busca una puerta de madera oscura de dos hojas, en cuyo frente está tallado un círculo. Es imprescindible que entres a ese lugar después de haberte aseado en el grifo de la entrada y calzado unas zapatillas. No entres con tus zapatos, porque es un lugar sagrado. Allí encontrarás en perfecto orden sobre un escritorio todo lo que deseo que sepas antes de recibir mi herencia. Espero que cumplas paso a paso lo indicado, y mucho antes de lo que piensas serás un hombre muy rico, la única condición para ello es que cumplas con mi último deseo, expresado en los documentos que encontrarás en mi sótano secreto.

Tu bisabuelo, con amor,

Conrad Strauss

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