—Abuelo, no creo que debas tomarlo a broma. Mucha gente debía su vida a mi bisabuelo, aún ahora pueden serme de gran utilidad.
—Estoy listo. Bajemos, el taxi debe estar al llegar —dijo, sin hacer comentario.
—¿Es necesario que sigas vistiendo de ese modo?
—Hijo, cuando uno adopta una personalidad, debe hacerlo hasta terminar con la misión. Además, no traje otro tipo de ropa —contestó Klein con estoicismo.
Oliver sonrió levemente y salió con el legajo debajo del brazo; seguía disfrutando de aquella faceta desconocida de su abuelo.
Una vez más estaban ante la puerta del banco. El chofer del taxi tenía instrucciones de aguardar hasta que salieran. La consabida voz femenina en el intercomunicador no se hizo esperar, y luego de los saludos, Oliver y su abuelo se encontraban otra vez en la recepción del banco.
—¡Señor Adams! Gusto de verlo otra vez por aquí... —saludó Philip Thoman.
—Buenas tardes. Disculpe la hora, pero ocurrieron algunos contratiempos —aclaró Oliver.
—Señor Klein, ¿le dieron el mensaje?
—A decir verdad, no lo sé. No estaba en el hotel.
—Lo importante es que están aquí. Por favor, les ruego que vengan conmigo —dijo Philip Thoman, con gran amabilidad.
Después de situarse detrás de su escritorio, se dirigió a Oliver.
—Veo que trae unos documentos.
—Así es, con la indicación de entregárselos.
Oliver le alargó el legajo y lo retuvo en sus manos. Thoman levantó la vista y lo miró a través de sus gruesos lentes.
—¿Sucede algo? —se animó a decir.
—¿Por qué envió al
partigiano
? —preguntó Oliver directamente.
—Tenga la seguridad de que no fui yo. Se lo aseguro —afirmó Philip Thoman con convicción—. Esa gente tenía órdenes directas de su bisabuelo, es probable que algún jefe ex guerrillero haya sido el que dio la orden.
—Veo que hay muchas cosas que se escapan de sus manos.
—Le suplico me perdone, señor Adams, si ocurrió algún contratiempo. Pero ahora es urgente que hable con usted. ¿Puede venir conmigo? —Thoman parecía estar excesivamente ansioso. Tenía los ojos brillantes, el rostro rubicundo. Se puso en pie y con un ademán le invitó a seguirlo.
Klein hizo el gesto de acompañarlos, pero Oliver le hizo una ligera seña para que aguardase.
Después de entrar a una oficina contigua, Thoman se detuvo delante de Oliver y tomó sus manos en un gesto inesperado. El hombre estaba temblando, las palabras empezaron a salirle atropelladas.
—Señor Adams, anoche ocurrió un suceso extraordinario. Permítame explicarle. Su bisabuelo tenía serias dudas de dejarle su fortuna, pues sabía que ella iría acompañada de un legado maldito. Por lo que leyó usted en los manuscritos debe saber a qué me refiero; trabajé al lado del señor Strauss muchos años, y todas las cartas que usted ha leído las redactó dejándome una copia. Yo era de su entera confianza; hace diecisiete años, antes de morir, dijo que se iba con el pesar de haber dejado un legado al mundo que pudo haber evitado, pero recalcó que sólo un acontecimiento extraordinario podría cambiar el rumbo del destino. Señor Adams, anoche ocurrió ese suceso extraordinario. Leí una vez más la copia de la carta que ahora tiene en sus manos —señaló el sobre con las mismas características de los anteriores—, y encontré escritas unas palabras que jamás estuvieron allí. Por favor, lea usted el contenido. —La voz de Philip Thoman temblaba, al igual que su mano.
Oliver rasgó el sello y leyó en voz alta:
Querido Oliver,
La mezcla con la sangre de los caídos redimirá el mal encarnado por el demonio. Reservo para tu estirpe un esplendor para el que la gloria del Sol es una sombra. Cuida de él, pues será el único, y los que gobiernen los imperios deberán ser guiados por él. Sólo debes escoger a la mujer adecuada.
Ya sabes toda la verdad que rodea tu existencia, y todos los secretos que te permitirán lograr lo que desees. Así pues, mi querido bisnieto, te nombro heredero universal y único, de absolutamente toda mi fortuna, en especial del legajo de documentos que rescataste del castillo de San Gotardo, pues en él encontrarás la ayuda que has de necesitar en el futuro. Para ello, el señor Philip Thoman o quien lo represente, es el encargado de hacer efectivos los requerimientos legales a que haya lugar para que todo quede en perfecto orden. También te hago entrega de una lista de personas importantes, cuyos secretos te otorgarán más poder que cualquier fortuna.
Tu bisabuelo,
Conrad Strauss
El viejo Thoman no pudo permanecer de pie. Se sentó en un sillón y puso las manos entre las rodillas, se veía desvalido, asustado. Habló mirando a un punto indefinido en el suelo.
—Ese primer párrafo nunca estuvo allí. Es exactamente igual al que tengo en mi copia. ¿Comprende usted? ¿Sabe lo que esto significa? Usted puede recibir la herencia sin la condición expresa del señor Strauss de no tener descendencia...
—Por supuesto, señor Thoman. Yo ya lo sabía —contestó Oliver sin dar más explicaciones.
Los ojos bicolores de Thoman agrandados por el grosor de los lentes, lucían más extraños que nunca. Oliver tomó de la mano al anciano y puso una mano sobre su hombro.
—No sabe cómo agradezco tanta lealtad hacia mi bisabuelo. Espero ese mismo trato conmigo.
—Juré al señor Strauss servirle hasta mi último día. —Thoman agregó en tono íntimo—: A su bisabuelo debo mi tranquilidad y la de mi familia. He cuidado de su fortuna mejor que si fuese mía. Tenga la seguridad que así será con usted.
Oliver empezó a captar la veneración que la gente sentía por su bisabuelo, un sentimiento de creciente admiración insufló su ánimo.
Regresaron a la oficina. Thoman volvió a revestirse con la apariencia de banquero, una mezcla de amabilidad e indiferencia. Retomó su sitio tras el escritorio, y Oliver ocupó el suyo.
Klein no acertaba a adivinar qué sucedía, pero su olfato le indicaba que algo había cambiado.
—Así es, señor Adams... Permítame decirle que es un gran honor y un privilegio tener delante de mí a un representante de la dinastía Hanussen. Conocí a su madre, Sofía, y puedo decirle que fue una científica brillante —dijo Thoman como si prosiguiese una conversación— usted será un digno sucesor de su bisabuelo.
—Agradezco sus palabras. Yo tengo mi vida en los Estados Unidos, y deseo seguir allá como hasta ahora.
—¿Estados Unidos? —En los ojos de Philip Thoman se reflejó un brillo de satisfacción—. Justamente. La ubicación ideal. La nación más poderosa del mundo. Del resto, no se preocupe, todas sus necesidades serán cubiertas, recuerde que usted es propietario de una cuantiosa fortuna.
—En cuanto a eso... creo que deberíamos empezar a hacerla efectiva, ¿no le parece? —intercedió Klein. Notó la mirada de desagrado de Oliver.
—Por supuesto, señor Klein, usted actuará como testigo, y me he permitido hacerle partícipe debido a que es usted el custodio del señor Oliver Adams desde el día de su nacimiento.
Klein únicamente hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Por el momento no le salían más palabras. Philip Thoman parecía estar al tanto de todos lo pormenores que rodearon el nacimiento de Oliver. Empezó a sentirse ridículo con su atuendo de anciano venerable.
En el vuelo de regreso a los Estados Unidos, John Klein disfrutaba finalmente de un ambiente en el que se sentía cómodo, pensando que por fortuna, quedaban atrás los momentos vividos en la extraordinaria expedición. Observó a Oliver que dormía en el asiento de al lado. A una semana de los acontecimientos, era indudable el cambio operado en su actitud, que no era el de saberse millonario, estaba seguro. Era su proceder, una transformación que empezó después de salir del sótano maldito. Si no fuese tan escéptico, y dudaba que aún lo fuese después de todo lo ocurrido, juraría que ahí abajo ocurrió un hecho trascendental, como si enterarse de su procedencia hubiese removido hondamente los cimientos en los que hasta ese día había edificado su vida. Y su cambio se había acentuado al tener merodeando a Philip Thoman a su alrededor, dirigiéndose a él como si se tratase del mismísimo Strauss.
Oliver se había vuelto menos transparente, su habitual jovialidad se había trastocado en un lenguaje mudo y taciturno, salpicado de humor negro, como si empezara a sentir la gravedad de saberse portador de un destino especial que le pesaba tanto como llevar cargado un bulto sobre sus espaldas con el que apenas podía lidiar, pero con el que parecía sentirse a gusto. No había vuelto a comentar lo que sucedió en el sótano. Y él no había querido insistir, si Oliver no deseaba hablar, tendría sus motivos.
La última semana en Zurich se perdió de vista por días enteros. ¿Qué secretos o conversaciones tuvo con Thoman? Al parecer, nunca lo sabría. A pesar de que su trato seguía siendo afable, como siempre, sentía un aire de fría lejanía que no le había conocido. Examinó el rostro de Oliver como pocas veces tuvo oportunidad de hacerlo, seguía con los ojos cerrados, se sorprendió al reconocer el parecido que tenía con las fotos que había visto de su bisabuelo, Hitler. Si le colocaba el pequeño bigote que solía llevar aquél, era posible que fuesen casi idénticos. El mechón de cabello que siempre le caía a un lado de la frente le daba el toque de autenticidad. No obstante, también guardaba gran parecido con la imagen de Strauss, a quien finalmente había conocido por las fotografías que le enseñara Oliver. Una mezcla de personajes extraordinarios. Oliver abrió los ojos y se quedó mirándolo fijamente. Aquello lo sobresaltó. Su nieto sonrió tratando de suavizar el momento, pero a Klein le pareció que en definitiva, no era el mismo de siempre.
Oliver no dormía. Era consciente de que ya nada volvería a ser como antes y que su abuelo lo notaba. Philip Thoman había efectuado una impresionante transferencia de dinero a su cuenta en un banco de Nueva York, en el que era presidente un hombre que curiosamente se apellidaba Scolano. No hizo preguntas, pues intuía las respuestas, era una red mucho más compleja y complicada que la de la elemental araña. Philip Thoman seguiría ejerciendo de administrador de su fortuna y de los negocios que quedaban en Suiza. Le parecía increíble que su bisabuelo hubiera llegado a acumular tanto poder, no sólo en Suiza, se extendía a cada continente. El poder que se escondía tras los grandes secretos del mundo iba más allá de resguardar Santos Griales o los inicios de alguna religión. Se trataba de la supremacía, cuyas raíces eran tan profundas que abarcaba a los líderes mundiales de uno y otro bando. Más que eso, a los que hacían posible que ellos ocupasen su sitial. Incluyendo al sucesor de san Pedro. Su bisabuelo había sabido sacar provecho de ser depositario de muchos secretos y de la concesión de favores. Tenía razón cuando decía que el ocultismo era la mayor fuerza existente:
Cuanto más sepas de tus semejantes, más poder ejercerás sobre ellos, y cuanto más poder tengan ellos, más razones tendrán para ocultarlos
. Una de las tácticas milenarias que había ejercido la Iglesia. El secreto de la confesión. Sí. También ellos sabían mucho. Y también pagaban mucho para que los secretos se mantuviesen ocultos. Una fuente inagotable de riqueza y de poder. Oliver repasó mentalmente la lista de personajes que le debían respeto. Sabía que tenía el poder de quitar o poner gobiernos. Veía el mundo bajo otra perspectiva. Sabía que su abuelo John Klein sospechaba algo, pues era un hombre deductivo, pero estaba seguro de que no le preguntaría nada, y sería lo mejor.
Oliver mantuvo los ojos cerrados y vino a su mente Justine. Recordó sus ojos verdes que casi desaparecían cuando reía, su personalidad, que era lo que más le había atraído, y su manera de amarlo. Sin ataduras ni promesas futuras. Justine era la mujer que él necesitaba en su vida. Sabía que le lloverían oportunidades, y tal vez muchas se preguntarían qué era lo que él veía en una mujer cuarentona entrada en carnes... sonrió pensando en lo equivocadas que estaban las mujeres al creer que hombres como él, se interesaban sólo en la juventud o en la belleza, con frecuencia acrecentada por el bisturí. El cuerpo suave y lleno de Justine, le hacía recordar los sensuales desnudos de Correggio. Era cálido, acogedor, complaciente. ¿Sería Justine la madre de su vástago? Ojalá que sí..., pensó con nostalgia. La extrañaba, todos esos días en Suiza en los que iba conociendo su fortuna, los únicos momentos en los que su mente se escapaba era cuando pensaba en Justine, sólo deseaba estar a su lado para probarle cuánto la amaba, comprándole los obsequios que ella quisiera, la llenaría de regalos, pese a que sabía que Justine no era de las que gustaban de cosas materiales. Aunque como decía su bisabuelo Strauss, todos desean poseer algo, siempre, siempre. ¿Qué sería lo que querría Justine? ¿Obras de arte? ¿Su propia revista? Oliver inhaló con fuerza como si le faltase el aire.
Al observar las facciones relajadas de Oliver recostado sobre la almohada, Justine trataba de dilucidar cuál era el cambio que había captado en él. Hicieron el amor como locos, sin embargo, ella sentía una rara percepción que no podía definir.
—Soy inmensamente rico —había dicho. Trajo un grueso fajo de papeles que parecía tener mucha importancia y los guardó en la caja fuerte de su estudio como quien intenta ocultar algo—. Viejos documentos de mi bisabuelo. —Fue su explicación.
Eran casi las once de la mañana cuando Oliver abrió los ojos. Sentía que se recuperaba después de tantas emociones en Suiza. Buscó con la mirada a Justine y pensó que estaba en la cocina, pero no escuchaba ruido alguno. Extrañado de que no hubiese dejado alguna nota, llamó a la revista.
—Hola, Raymond —saludó Oliver.
—¿Qué tal, Oliver? ¿Cómo te fue en Suiza?
—Muy bien, Raymond ¿Podrías comunicarme con Justine?
—Pensé que estaba contigo.
—Estuvo, pero salió temprano. Creí que estaría allí.
—Probablemente haya ido al médico.
Oliver se quedó unos segundos en silencio.
—No sabía que estuviera enferma...
—Perdón, Oliver... pensé que te lo había dicho.
—No me ha dicho nada. Si sabes algo te agradecería que me informaras.
—Creo que es mejor que te lo diga ella misma —alegó Raymond después de pensarlo.
—Por favor, Raymond, si es algo grave dímelo tú, acabo de llegar de viaje con magníficas noticias, no comprendo nada...