—No es nada grave, Oliver, pero es mejor que la sorpresa te la dé Justine. Estoy seguro de que se pondrá en contacto contigo, si viene por aquí le diré que te llame.
Ya no le quedaban dudas. Justine esperaba, con seguridad, un hijo suyo. ¿Por qué no le había dicho nada? Se emocionó. Welldone lo había predicho, y esta vez no sería él, Oliver, quien cometiera errores.
—Debo cuidar de mi hijo, no tendré otro, ¡ah, Justine, cómo te amo! —dijo en voz alta.
Justine miraba a través de la ventana la gran cantidad de gente que pasaba apresurada. Esperaba que Mike apareciese en cualquier momento, y desde su rincón favorito, una mesa al lado de la ventana en el entrepiso del café restaurante donde tantas veces se había reunido con su gente, oteaba la calle. El local quedaba a pocas calles de la sede de las Naciones Unidas, frente a cuyo edificio había marchado tantas veces protestando por los derechos humanos de la gente de África, los derechos de los animales y también de los nonatos en peligro de aborto. Precisamente el local se parecía a la ONU, el dueño era el chino Lung, el cocinero un negro, y podría apostar sin equivocarse a que los camareros eran hondureños y peruanos. Vio la corpulenta figura de Mike entrar en el establecimiento y escuchó retumbar en la madera el sonido de sus pasos al subir de dos en dos por la escalera.
—Hola, Justine. ¿Sucedió algo?
—Qué tal Mike. Disculpa que te llamara tan temprano. No tenía ganas de ir a la oficina hoy, ¿Raymond preguntó por mí?
—Pensó que habías ido al médico, llamó Oliver y le dijo eso.
—Oliver no sabe que espero un hijo suyo.
—Ya veo que no tuvisteis tiempo para hablar.
Justine no se dio por aludida.
—Oliver es un hombre rico. Parece que la herencia de su bisabuelo era más de la que él esperaba. Y yo temo decirle que estoy embarazada, no quiero que piense que deseo atraparlo. Oliver está un poco cambiado...
—El dinero cambia a las personas, Justine.
—Detesto que piense que deseo atraparlo con un hijo —repitió Justine—. Nunca fue esa mi intención.
—Lo sé. Te conozco, y no creo que él piense eso.
—Mike, eres la persona en quien más confío, quiero que seas franco conmigo. ¿Crees que hago bien en estar con un hombre tan joven? Dieciocho años de diferencia nos separan, me temo que cuando se nos acabe la pasión no tendremos nada en común.
Él se la quedó viendo sin atreverse a decir lo que realmente pensaba. Trató de guardarse la rabia de saber que Justine amaba a ese jovenzuelo con aires de mandamás. Oliver nunca le cayó bien, y ahora que era millonario, menos. Le parecía increíble que una mujer tan centrada como Justine hubiese caído bajo su encanto, que lo tenía, no podía negarlo, admitió con disgusto. El tipo tenía carisma, pero de ahí a...
—Mike...
—Perdona, Justine —respondió Mike—, no creo que la diferencia de edades importe mucho, en todas las épocas se han dado parejas disparejas. Lo importante es que os entendáis, y os queráis, naturalmente, porque como bien dices, el juego amoroso acaba, luego viene la convivencia llana y simple. Te lo digo yo, que estuve casado.
—No me digas lo que ya sé. Te hablo de mí, Mike.
—Para serte franco, me disgusta Oliver. Y nunca me agradó que te enredaras con él. Pero claro, mi opinión puede ser sesgada. Si quieres que sea franco, un hombre tan joven y tan rico, no creo que sea el que te depare un futuro feliz.
—Gracias, Mike. Sólo quería saber tu opinión. —Miró la avenida. Dos personas discutían por un taxi.
Justine sabía que estaba siendo injusta. Mike no podía ser imparcial, pero ella lo necesitaba a su lado. Sintió la mano de él sobre la suya y dejó de ver la calle.
—Justine... sabes que puedes contar conmigo.
—Lo sé, Mike.
Sintió su calidez, Mike siempre le daba una sensación de paz, de seguridad. Ambos se pusieron de pie y bajaron del entrepiso.
—Dile a Raymond que mañana estaré en la oficina. —Se empinó para darle un beso en la mejilla.
—Cuídate —dijo Mike, acariciándole con suavidad el rostro.
Oliver pasó por su oficina; después de enterarse de las novedades, fue directo al banco del que ahora era accionista mayoritario. Esta vez fue atendido con tanta solicitud que le divirtió la comparación con las veces anteriores.
—Señor Scolano, necesito saberlo todo sobre Larry Goldstein.
El presidente del banco se lo quedó mirando sin parpadear.
—Es uno de nuestros clientes más importantes.
—Lo sé. Dígame algo que no sepa. Cuáles son sus inversiones, cuántos proyectos tiene, cuáles son los otros bancos con los que trabaja, a cuánto ascienden sus deudas, con quién se acuesta, aparte de su mujer.
El banquero empezó a parpadear. Demasiado seguido, para el gusto de Oliver.
—Tiene inversiones en el ramo inmobiliario, también en la bolsa, y con el petróleo. Posee una flota de transporte pesado, de combustible, específicamente —Scolano vaciló un momento—, tenía interés en financiar al ganador del proyecto del museo precolombino... que es usted. —Terminó de decir, revolviéndose en su mullido sillón giratorio.
—Me gusta la gente que dice las cosas claras. Aunque usted, al igual que todos, debe saber que ya no habrá tal financiación.
—Así es. Pero él cree que usted acudirá a él. Ha hecho pactos con otros bancos para que le sea negado cualquier crédito.
—Comprenderá entonces por qué deseo saber cuál es su punto débil. Dígame cuál es la inversión más fuerte que tiene, y las probabilidades de que pueda perder.
—Tiene pensado instalar una de las plantas de refino de petróleo más importantes en la India. Ha apostado casi todo su capital en ello. Nuestro banco es el principal financiador del proyecto.
—Desde ahora el proyecto es mío. No se le prestará ni un centavo.
—Pero... hay otros bancos, nosotros no somos los únicos que...
El banquero guardó silencio al ver la mirada de Oliver. Sus ojos parecían dos dardos de acero.
—Usted haga lo que le digo, descuide, los otros bancos “desearán” cooperar. Creo que no hace falta que le recuerde que esta conversación queda entre nosotros. Haga lo necesario y hable con el presidente de la India si es necesario. Tenemos inversiones allá, supongo.
Para Scolano aquello era más que una advertencia. Se limitó a sonreír asintiendo. Philip Thoman no le había prevenido de la clase de hombre que era Oliver Adams. Scolano sabía muchos de los manejos de Larry Goldstein. La vida real en los bancos era mucho más que reuniones banales donde todos se daban la mano y se bebían unos tragos. Se robaban secretos unos a otros, se organizaban combinaciones ilegales para aumentar los precios o cortar los suministros, y finalmente, si los asuntos no funcionaban como hubieran deseado, movían influencias ante cualquier gobierno para obtener ayuda. Y algunos, como Larry, tenían negocios sucios que incluían comisiones fraudulentas.
Oliver estaba decidido a arruinar a Larry Goldstein y se regocijaba con la idea de verlo a él y a su hija pidiendo misericordia. Empezó a disfrutar de su nueva posición, y al paso de las semanas fue conociendo que su intrincada red de informantes, asesores y negociantes abarcaba todos las esferas. Siempre había alguien que deseaba ocultar algo, en cualquier terreno, incluyendo a pederastas, o ninfómanas, como la mujer del senador que se había beneficiado hasta al jardinero de su casa. Sí, no había mejor forma de conocer los secretos de los hombres de negocios que recurriendo a alguien
fiable
de la plana mayor de un banco. Y él era usufructuario de todos los secretos, y disfrutaba con ello. El maldito judío Goldstein se las vería negras. La imagen de Therese pasó por su cerebro, difusa como una sombra buscando la oscuridad.
Su boda con Justine fue muy sencilla, apenas unos días antes de la ceremonia conoció a sus padres, un par de judíos ancianos con aires de víctimas eternas. Aunque Oliver nunca consideró la idea del antisemitismo como algo que lo afectase, para él existían dos clases de judíos: los que se hacían ricos a costa de lo que fuese, y los que sufrían como almas irredentas. El padre de Justine pertenecía a estos últimos. La ceremonia había sido únicamente por lo civil para eludir problemas religiosos, y para evitar los financieros, firmaron un convenio prematrimonial a petición de la propia Justine. La decisión de casarse había sido complicada. A Justine no le impresionaba ser dueña de una fortuna; hubo un momento en el que Oliver creyó que ella no lo amaba, y que sólo lo hacía porque esperaba un hijo suyo. «Sólo dime que me amas», le había dicho, «y seré feliz».
Vivían en el dúplex que Oliver ocupaba en el bajo Manhattan, un apartamento tan grande y cómodo que él se negaba a abandonar, hasta que la casa que estaba proyectando estuviese construida. Justine se adaptó a las comodidades de su nueva vida, sin embargo, no era afecta al boato, disfrutaba de la vida sencilla y sin ostentación, cualidades de ella que tanto amaba Oliver. Sin embargo, Justine extrañaba los primeros meses con Oliver, cuando su única preocupación era la negativa de los bancos para otorgarle un préstamo.
Consciente del peligro de un embarazo a la edad de Justine, Oliver evitaba en lo posible cualquier contacto sexual con ella, no obstante, la maternidad la había embellecido, su rostro lucía sereno, y su cuerpo lleno cobijaba con disimulo el vientre que empezaba a cobrar importancia. Él deseaba ese hijo con verdadera ansiedad, era el heredero, el que haría posible todo lo que Welldone había predicho, y no cometería errores. Justine era tratada como si pudiera romperse con cualquier tropiezo, y era propensa a ellos. Oliver puso a su disposición un coche con chofer, pues no pudo convencerla de dejar el trabajo. Ella sabía que la abstinencia sexual a la que estaba sometida se debía a su estado, aunque de vez en cuando la incertidumbre poblaba su mente. Él ya no reía con la misma facilidad de antes con sus ocurrencias, lo veía poco y, cuando los fines de semana, se encerraba en su estudio, las dudas invadían su alma. Oliver había cambiado demasiado. Ese sábado quería pasarlo con él. Lo alejaría de su estudio, le propondría visitar Rivulet House... de pronto escuchó el teléfono de Oliver. Poco después Justine lo vio pasar y despedirse de ella como una exhalación, la noticia no parecía ser mala, pues su actitud era de regocijo.
—Larry se acordará de mí por mucho tiempo. Tendrá que tragarse sus palabras —dijo sonriendo, le dio un ligero beso y salió.
Justine pensó que Oliver se tomaba demasiado en serio lo de Larry Goldstein. La maternidad le había dado otra perspectiva, tenía la mente lejos de pequeñas venganzas y no le guardaba rencor a Therese. Al pasar por la puerta del estudio de Oliver, notó que sólo estaba ajustada y entró. No acostumbraba a hacerlo, pues respetaba su espacio, pero era una de esas mañanas soleadas que insuflaban energía, y que la hacían sentirse menos propensa a acatar ciertas normas. Por otro lado, deseaba estar en el lugar donde su marido pasaba tantas horas. Traspasó el umbral con la rara sensación de que violaba su intimidad. Todo estaba en orden como esperaba de una persona como él, recorrió con la vista la estancia, era sobria, los muebles de cuero de color hueso hacían juego con las cortinas, que en ese momento estaban ligeramente corridas. La luz entraba a raudales. Llamó su atención la litografía de una joven mujer de aspecto antiguo, sentada desnuda en una cama. No recordaba haberla visto antes en la pared, aunque no podría asegurarlo, pues esa pared estaba casi cubierta por fotos, diplomas, grabados y medallas. Su rostro le trajo un vago recuerdo aunque no supo ubicarlo. No parecía ser valiosa, los trazos eran más bien torpes, aun así, la mujer era hermosa. Miró la firma tratando de reconocer algún autor, pero sólo habían dos iniciales: A.H. Volvió la vista al cuadro y reconoció a la abuela de Oliver.
Se sentó en el sillón detrás del escritorio y miró su vientre, el bebé empezó a patalear con fuerza, puso su mano sobre él y trató de calmarlo acariciándolo a través de su piel. Frente al amplio escritorio, se sentía como una niña pequeña que en cualquier momento sería pillada
in fraganti
. La situación le divertía, pues le recordaba la vez que estuvo en la oficina de su padre y revolvió tanto su escritorio que mereció una regañina. Esta vez no había nada que desarreglar, el escritorio estaba vacío, tan ordenado e impecable como se suponía lo debía tener Oliver, excepto por un cajón que parecía mal cerrada. Tal vez producto del apuro. Sólo para cerciorarse, Justine tiró de la cartulina que sobresalía de la gaveta y se abrió deslizándose suavemente. Intentó acomodar los papeles lo mejor que pudo, para volver a cerrar, y se fijó que estaban escritos a mano. Una escritura hierática, elegante, sobre papel de pergamino, aunque también había escritos hechos sobre vitela. Con la curiosidad propia de su profesión, Justine sacó el grueso legajo, lo puso sobre el escritorio y empezó a leer.
Las órdenes de Oliver eran no perderla de vista para evitar cualquier accidente. El chofer, contrariado, la había dejado en la cafetería del chino Lung. Justine le dijo que fuese a por ella en una hora, y entró al establecimiento. Mientras esperaba sentada frente a la ventana sentía un frío intenso, no podía creer que fuese ella precisamente la que llevase en el vientre la sangre del monstruo. Al cabo de un rato, vio la inconfundible figura de Mike entrando al local y en aquella apacible hora vespertina de sábado, sintió sus pasos subiendo al entrepiso.
—Tienes cara de haber visto un fantasma —dijo él, de entrada.
—Mike, algo sucede con Oliver.
—Eso lo sé. Todos saben que el nuevo rey de las finanzas es tu famoso arquitecto, el que puso de rodillas a Larry Goldstein —comentó él.
—No lo sabía, en todo caso no me refería a eso. Vi los documentos que trajo de Suiza, ¿recuerdas que te mencioné su extraña actitud al respecto? Son manuscritos de su bisabuelo, el que le hizo el legado de su fortuna. Por salir apresurado no los guardó en la caja fuerte. Estuve leyéndolos y creo que hay algo siniestro en todo eso. Para él es necesario que yo tenga este hijo. Será la única vez que él pueda procrear, es el motivo de tanto cuidado.
—Justine, explícame bien de qué se trata, ¿qué quieres decir?
—Que mi hijo es el legado de un cruce maldito. El padre de su abuela Alice era un mago ocultista, y ella engendró una hija de Adolf Hitler llamada Sofía, madre de Oliver. ¿Comprendes lo que eso significa?
—Exactamente, no.