Strauss no dijo más. Sofía desvió la vista hacia las montañas, buscando un horizonte, por momentos deseaba ser como las aves y perderse en las alturas.
Strauss prosiguió el recorrido en silencio y se dirigieron a la entrada principal. La tomó de la mano al hacerla entrar. Sofía recobró la calma que había experimentado antes. La inundó una agradable sensación de armonía.
—Es impresionante... —dijo Sofía al ver el salón principal.
—¿Te gusta? No era así ni cuando tu madre lo conoció —recordó Strauss, recuperado de su abatimiento.
El suelo del castillo de antiquísimas baldosas restauradas era una obra de arte. Enormes cuadros enmarcados en exquisitas molduras labradas, alfombras persas situadas en puntos estratégicos formando espacios acogedores, arañas inmensas colgaban de lo alto del techo de arcadas talladas. Dos inmensos jarrones de dragón de un metro de alto de fina porcelana, con complicados dibujos en azul cobalto flanqueaban la entrada de las majestuosas escaleras. Una amplia chimenea ocupaba un lugar prominente en el ala principal, rodeada de muebles tapizados en oro y azul. Un mayordomo o servidor de apariencia oriental apareció y recibió de Strauss su ligera chaqueta de cachemir, y desapareció sin hacer ruido, como si se hubiera esfumado.
—Te mostraré primero mi estudio. Ven, acompáñame —invitó Strauss.
Subieron por una escalera de piedra en forma de caracol situada en una esquina lejana al salón y llegaron a un recinto circular de paredes de piedra, rústico y acogedor.
—Lo hice renovar hace un año. Antes lo único que había aquí eran dos sillones y una pequeña mesa —explicó Strauss señalando el escritorio provenzal y la biblioteca en forma de medialuna que abarcaba la mitad de la habitación siguiendo el contorno redondeado de la pared. Dos ventanas alargadas situadas frente a frente filtraban la luz natural, una de ellas, daba hacia el frente del castillo, la otra hacia el macizo de San Gotardo.
—Abuelo, es un lugar maravilloso. Y las ventanas... me hacen recordar a las que tenemos en casa, todas las ventanas son así, alargadas.
—¿De veras?
—Sí. Es una casa bastante extraña. Diferente, sería la palabra adecuada. Parece que un arquitecto excéntrico la diseñó. ¿Esta es la torre que se ve desde afuera?, siempre quise estar en un castillo subida en una torre...
—¿Cómo una princesa encantada? —dijo el abuelo—. No estás muy lejos de la realidad, querida. Aquí tú eres mi princesa y este es tu castillo.
—¿Y tú eres mi hada madrina? —Agregó Sofía riendo.
—Exactamente —contestó Strauss sonriendo abiertamente. Era la primera vez que Sofía lo veía sonreír así.
Su abuelo era un personaje
sui generis
. Elegante, educado y misterioso. Lo admiraba y le temía al mismo tiempo, pero tenía la virtud de tranquilizarla apenas la tocaba. ¿O serían ideas suyas?
—Diré a Fasfal que nos suba el té —dijo Strauss, tirando de un grueso cordón de seda que terminaba en una borla dorada—. Aún no he incluido en este lugar los aditamentos modernos como el timbre —aclaró—. En tu habitación, y en todas las estancias, encontrarás cordones como éste.
Al poco rato el mayordomo volvió a aparecer. Era tan sigiloso como un gato. Tenía rasgos asiáticos, calzaba zapatillas bordadas, su vestimenta le pareció a Sofía decididamente extraordinaria.
—Fasfal, mi nieta y yo tomaremos el té aquí —dijo Strauss con una familiaridad que estaba muy lejos de ser la utilizada normalmente con un sirviente.
Éste hizo una profunda reverencia, luego dio media vuelta y desapareció tan sigilosamente como había llegado.
—Querida Sofía, hay muchas cosas que deseo que conozcas y creo que no hace falta decirte que todo debe quedar entre nosotros. No son malas ni oscuras, pero antes es necesario que te prepare, de lo contrario te estaría hablando sin ser escuchado adecuadamente —explicó Strauss, mirando a su nieta directamente a los ojos.
—Abuelo, antes tendrás que decirme cómo piensas prepararme... No entiendo muy bien de qué hablas.
—Todo tendrá su momento. Aún no.
—Si todo tiene su momento, entonces no me adelantes nada porque ya empiezo a sentirme ansiosa, sólo dime de qué se trata.
La curiosidad de Sofía satisfizo a Strauss. No esperaba menos de ella, se daba cuenta que era una joven inquisitiva e inteligente.
—Llevas aquí tres semanas apenas y conoces de mí mucho más que el resto de la gente. Ten un poco de paciencia, al igual que la curiosidad, es una cualidad imprescindible. ¿Alguna vez has leído, escuchado, hablado o visto acerca de la magia u ocultismo?
—Un poco, muy vagamente... ¿Qué hay de verdad en todo eso?
A Sofía por momentos le parecía estar entrando a un mundo tenebroso y no estaba muy segura de querer seguir adelante.
—Lo que el vulgo sabe acerca de los brujos, o de la magia, está distorsionado. No temas, el ocultismo es una ciencia, no una simple creencia. Se requiere estar preparado espiritualmente para ello. No todos pueden formar parte de él, por eso es necesaria una exhaustiva preparación interna y externa, y cuando termine la fase preparatoria, empieza el período de iniciación.
—Los iniciados... ¿algo así como lo que hizo el Mesías?
—Él y otros más, incluyéndome. Pero para eso, necesito saber si realmente estás interesada. La sinceridad en lo que se haga es importante, la fuerza que se ponga en obtenerlo, la fe de poder lograrlo y la completa entrega, todo ello forma parte de la magia. También requerirá de sacrificios, pero son privaciones que a la larga redundarán en tu propio beneficio, puesto que se trata únicamente de ser uno con la naturaleza y con la vida.
—Abuelo, yo no creo estar dispuesta a sacrificarme... en realidad no sé que decir, los sacrificios son...
—Querida Sofía, no se trata de sacrificios humanos o sangrientos. Se trata de cosas más simples, como no embriagarte, no perjudicar tu cuerpo con costumbres o hábitos que vayan en contra de tu salud, porque tu cuerpo es el receptáculo de tu alma, y éste debe estar en óptimas condiciones. El principio es tratar tu cuerpo como lo que es: sagrado. Eso incluye evitar los sentimientos negativos como la envidia, el odio, el egoísmo, la pena, la duda. Los sentimientos negativos pueden ser utilizados en tu contra por otros.
—En pocas palabras abuelo, debo comportarme como una santa.
—La palabra «santa», tiene implicaciones religiosas. Te hablo de algo más concreto, muchas de esas personas han sido santificados por la iglesia por razones políticas. Yo te hablo de un estado cercano a la perfección. Todo ello te llevará a la obtención de poderes primigenios, olvidados por la raza humana.
—Abuelo... desde niña he sentido que no pertenezco al mundo donde todos parecen estar a gusto. El único lugar donde me he sentido como en casa es aquí. Tal vez signifique algo. Quisiera aprender todo lo que tú me puedas enseñar. Sólo ten un poco de paciencia conmigo.
—Era todo lo que quería oírte decir, Sofía... —Strauss la tomó de los hombros y se quedó mirándola largamente. Tenía los ojos brillantes, estaba emocionado. La abrazó y le dio un beso en la frente. Había empezado su preparación.
Fasfal apareció con una bandeja con té, frutas y unos raros pastelillos amarillos. La dejó en una pequeña mesa y se retiró.
—¿Siempre es tan callado? —preguntó Sofía.
—Fasfal es mudo, una privilegiada virtud.
Sofía no atinó a decir nada. La había turbado la fría ironía de su abuelo.
—Fasfal tiene, además, otras cualidades —prosiguió como si no hubiese prestado atención al desasosiego de su nieta—. Es un magnífico instructor en meditación, movimientos corporales, y defensa personal, entre otras cosas. Lo traje del Tíbet.
—¿Del Tíbet?
—Es una región al sudoeste de China. El año pasado visité a mi pequeño amigo el Dalai Lama Tenzin Gyasto, en su monasterio en Lhassa, le aconsejé que huyera a la India, porque los chinos invadirían el Tíbet. Él no me hizo caso en aquel momento, pero me he enterado que este año salió hacia la India. Fasfal es chino, pero no maoísta, se encontraba escondido en Lhassa y lo traje conmigo.
—¿Cómo os entendéis?
—Sin palabras. Es la mejor manera —respondió Strauss convencido—. Ahora debemos pensar en tus estudios. Pronto empezarán las clases, en Zurich existe una buena universidad y tenemos casa en la ciudad, algo muy conveniente, ya que en esa universidad no existe alojamiento estudiantil. ¿Has pensado estudiar algo en especial? —inquirió Strauss.
—Me gustaría estudiar química. Quisiera llegar a ser investigadora. La bioquímica es una ciencia que me atrae.
—Química... —repitió Strauss saboreando la palabra con gran satisfacción.
O Alquimia
, pensó para sí. Definitivamente su nieta tenía talento, era una maga innata—. Creo que deberías estudiar medicina, después la especialización que prefieras, sea ésta química o bioquímica, aquí en Suiza, en total son unos once o doce años de estudio.
—Creo que tengo tiempo, ¿verdad? Estoy segura de que lo haré —dijo con determinación Sofía.
—Tengo algo que ver con unos laboratorios... tal vez más adelante te ayude con las prácticas... veremos.
—Abuelo, ¿cómo pudiste llegar a tener tanto dinero?
—Eso es parte del ocultismo. Prefiero no decirlo por ahora, pero mi fortuna está íntimamente ligada a mis conocimientos. Es la parte menos importante de todo, el resultado natural de la aplicación del saber. Creo que por hoy, es suficiente. Otro día te enseñaré mi lugar predilecto. Estás en tu casa querida, puedes recorrer el castillo y los alrededores sin ningún temor, ahora debo retirarme. Nos veremos a la hora de la cena. Fasfal estará a tu entera disposición; es una compañía sumamente discreta —agregó y le dio un cariñoso beso en la mejilla. Bajó por la escalera de piedra en forma de caracol y se perdió en las profundidades del castillo. Sofía no lo volvió a ver hasta la noche, a pesar de haber recorrido palmo a palmo el castillo, incluyendo el frío y oscuro sótano de la cocina.
La cena transcurrió en silencio. Sofía no quiso interrumpir la callada atmósfera, casi mística, que se respiraba. Una mesa frugal, bien dispuesta, con abundante fruta y donde no existían platos donde estuviera presente la carne. El vino o cualquier otra bebida, era reemplazado por agua pura, de manantial, como subrayó Strauss. Fasfal, encargado de servir la mesa, como de todo lo demás en el castillo, también la compartió con ellos. Para Sofía la acción de comer se estaba convirtiendo en un ritual.
Sofía aprendió a vivir con su abuelo, debía ocuparse ella misma de sus propios deberes, como el de hacer la cama, asear su dormitorio y baño, y procurarse ropa limpia. Fasfal se ocupaba de la cocina, y eso, al modo de ver de Sofía, era debido a su peculiar manera de preparar los alimentos; también de mantener el resto del castillo en perfecto orden y limpieza, lo cual ya de por sí era un trabajo bastante laborioso, pero él lo ejecutaba como si se tratara de una tarea placentera. El jardín era otro de sus oficios, y el que hacía con mayor placer, aunque en general, Fasfal hacía las cosas con una devoción casi religiosa. Cada movimiento suyo tenía un determinado resultado. Sin más esfuerzo que el exactamente necesario, y sólo él sabía cuánto había que aplicar para cada cosa. Todo lo ejecutaba con eficiencia y rapidez, aunque en apariencia se moviera con calma. Sofía aprendió de Fasfal la forma de obtener resultados inmejorables con el menor esfuerzo físico posible.
Sin mediar palabra de por medio, ambos parecían haber logrado una gran comunicación. Solían ejecutar una danza con música tibetana, los mismos extraños movimientos al unísono. Horas de práctica intensa, pero que para ellos significaban una relajación total. Fasfal tenía gran facilidad para comunicarle sus deseos; así como desenvoltura para efectuar actos de magia que para Sofía eran trucos aunque no encontraba la manera de resolverlos. Cierto día le mostró un pabilo separándolo en varias secciones, hasta tener unos cuatro o cinco pedazos de aproximadamente veinte centímetros de largo. Luego, se los dio a ella para que comprobase que estaban rotos y totalmente separados, después, con un simple movimiento de sus gráciles manos, hizo con ellos un pequeño ovillo y a continuación tiró de una punta haciendo aparecer la cuerda como si nunca hubiese estado rota. Sofía, atenta a cada movimiento de Fasfal, no pudo explicarse cómo lo había hecho. Fasfal sonreía divertido mientras dejaba a un lado el pabilo completo. Era un truco que Fasfal sabía hacer muy bien, además de otros misteriosos, como dibujar en un papel los objetos que ella tenía en la mente. Para Sofía era magia.
Durante el período de vacaciones, Conrad Strauss pasó parte del tiempo en Zurich atendiendo sus negocios, y una vez por semana regresaba al castillo. Veía con satisfacción la conexión que se había creado entre Sofía y Fasfal. Pronto su nieta debía trasladarse a Zurich para empezar la universidad, y solo tendría contadas ocasiones para visitar San Gotardo.
—Abuelo, Fasfal es un mago —dijo Sofía cuando ambos se encontraban admirando los floridos retoños de las rosas que había cultivado Fasfal.
—Ah ¿sí?
—¿Sabías que puede unir una cuerda rota?
—Por supuesto. También sabe otros trucos.
—¿Tú sabes cómo los hace?
—Con magia —dijo Strauss.
—¡No te burles de mí!
—Es cierto. Ya te dije: con magia. Se la enseñé yo.
—¿Tú?
—No sé si te conté que cuando era joven, yo trabajaba en un circo...
—Sí, pero pensé que eran simples trucos...
—Sofía, la magia existe, así como existe la hechicería, todo es parte de lo mismo, pero son secretos, forman parte del ocultismo que no es otra cosa que ocultar las cosas, pero eso fue debido a que en la Edad Media hubo por parte de la Iglesia una gran cacería de brujos, únicamente para condenar a gente que según ellos estaban aliados al demonio.
—¿Y eso no era cierto?
—No siempre. A la Iglesia siempre le dio temor el poder que otros podían ejercer. Deseó y sigue deseando ser la única depositaria de los secretos del mundo. Pero poco a poco, sus baluartes van cayendo uno a uno, la ciencia ha avanzado de tal manera que ellos no pueden seguir sosteniendo tantas supersticiones.
—Pero cuéntame de la magia. ¿Yo también podría hacerla?
—Por supuesto, y tú mejor que otros. En realidad el truco de la cuerda que hace Fasfal es uno de los más sencillos, pero es el único que ha conseguido aprender a la perfección.