El legado. La hija de Hitler (30 page)

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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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—Alice, cielo... si te causa tanta aflicción hablar de ello, es preferible que no lo hagas, yo lo único que deseo es saber la dirección...

—Decirte la verdad significa mucho más de lo que pensé —interrumpió ella—, ahora creo que es necesario. Has demostrado que eres un verdadero amigo, un padre para mi hija, te debo esa explicación. Por favor, déjame continuar.

Albert hizo un gesto de anuencia, y se dispuso a escuchar. En realidad tenía una inmensa curiosidad.

—Mi padre nació en un pequeño barrio de Viena, en Ottakring. Su padre, mi abuelo, era un comerciante judío. Sí, se supone que soy judía, aunque nunca practiqué esa religión, así como existen muchos católicos de nombre sólo porque están bautizados. ¿Sabes cuál era la principal ocupación de mi padre desde joven después de la Primera Guerra Mundial? Desenterraba cadáveres. Los familiares de los alemanes caídos en batalla le pagaban para ubicarlos, desenterrarlos y enviárselos a sus parientes. Por lo menos era lo que mi abuela contaba. Mi madre era una hermosa mujer llamada Ignaz Popper, «La bella Ignaz» la llamaban los hombres —enfatizó con desdén Alice—. Mi padre la abandonó cuando yo tenía cuatro años. Debido a que él viajaba constantemente, ella le era infiel, fue el motivo de su separación. Después ella se dedicó abiertamente a la prostitución. Los hombres entraban y salían de casa, a mi abuela no le gustaba esa situación, pero se avenía a ella porque era el único sustento que teníamos. ¿Mi padre? Simplemente desapareció de nuestras vidas. Cuando cumplí nueve años, ella empezó a hacerme partícipe de sus encuentros amorosos, sus clientes gustaban de verme desnuda y a mi madre le convenía que ellos me manosearan porque las ganancias eran mayores. Fue una época muy dura para mí, tenía que reprimir la repugnancia que sentía por aquellos borrachos y depravados; gracias a mi abuela, conservé mi virginidad, la que mi madre había cotizado a un alto precio. Pero, ¿qué es la virginidad a fin de cuentas? ¿Acaso consiste en una simple membrana? ¿Y por qué costaba tanto? Yo sentía que mi virginidad me había sido arrebatada desde el primer momento en que violaron mi intimidad. No era para nada necesaria una penetración, yo fui tratada como un objeto sexual y eso era suficiente. Así fue hasta los doce años. Por suerte, mi madre falleció de una enfermedad que la consumió en poco tiempo, sé que suena extraño que lo diga así, pero es como lo sentía, pues me sentí liberada. Creo que algún cliente le contagió algo, nunca supe con exactitud qué, ni me interesó. Me sentí feliz al saber que estaba muerta. Entonces mi abuela, que ya era una mujer vieja, empezó a buscar a mi padre. Se enteró de que estaba trabajando en el circo de un hombre llamado Lothar, que para entonces se hallaba en la ciudad. Desgraciadamente cuando encontramos al tal Lothar mi padre ya no trabajaba para él. De todos modos y a pesar de su resistencia para recibirme, mi abuela me dejó con él con la esperanza de que en el recorrido del circo pudiéramos encontrarlo.

Albert escuchaba absorto. Las revelaciones de Alice jamás las hubiera podido imaginar. Después de una breve pausa, ella continuó:

—En efecto, casi un mes después, Lothar dio con mi padre. Debo decir en su favor, que durante el tiempo que me tuvo en su circo, me trató con respeto, no intentó sobrepasarse conmigo, y eso es algo que yo agradecí profundamente. Hasta llegué a tenerle afecto. Era un buen hombre, aquellos días en el circo fueron para mí las vacaciones que nunca había tenido, todos me trataban con cariño, claro, siempre dentro de las limitaciones que suponía trabajar en un circo, pero guardo un buen recuerdo de ello.

»El día que Lothar me llevó donde mi padre, faltó poco para que no me recibiera, y cuando Lothar se fue y me dejó con él, yo sentí miedo de que ese hombre desconocido pudiera comportarse conmigo como los clientes de mi madre. Pero no fue así. En aquel tiempo, mi padre se llamaba aún Hermann Steinschneider, y tenía un estudio donde leía el futuro y hacía cartas astrológicas. Todo lo que soy sé lo debo a él, me enseñó a leer y a escribir, me compró ropa decente y me trató con cariño, decía que yo era un talismán para él. Tiempo después nos trasladamos a Berlín, se cambió el nombre por el de Erik Hanussen, y yo pasé a ser Alicia Hanussen. Él decía que en Berlín nos iría muy bien, pero que no debíamos decir que éramos judíos porque había un movimiento antisemita encabezado por un excombatiente de la Gran Guerra llamado Adolf Hitler, que por aquellos días empezaba a tener bastante aceptación entre los alemanes. El sueño de mi padre era acercarse a él para convertirlo en su principal cliente. Él creía firmemente que ese hombre llevaría al pueblo alemán hacia un brillante futuro. Fue así como nos establecimos en Berlín y empezamos a llevar una vida de ensueño. Por lo menos para mí lo era. Tuve una institutriz francesa, aprendí modales, piano, literatura, francés y el gusto por la ropa exclusiva y los perfumes finos. Conocí a Adolf Hitler a principios de 1931. Para mí fue como habría sido ahora para cualquier muchacha encontrarse ante un actor de Hollywood. Yo estaba deslumbrada, era el hombre más admirado de Alemania, el más amado, su retrato estaba por doquier, y he aquí que yo lo tenía delante de mí en el parque de mi casa. No recuerdo haber visto en otro hombre una mirada más tierna y al mismo tiempo que demostrase tal interés en mi persona, parecía que se sentía encandilado por mí, siendo él un personaje tan importante. Estoy segura que no fue algo estudiado de su parte. Sé que él me amaba. Lo sé. Desde la primera vez que nos vimos lo nuestro fue como si una corriente eléctrica nos uniera. A partir de ese momento, nunca pude dejar de pensar en él. Fueron los días más dichosos de mi vida. Pero mi padre no aprobaba esa relación, a pesar de haber sido en gran parte el propulsor del éxito de Adolf, empezaba a tener ciertos visos de desconfianza acerca de sus verdaderas intenciones. Irónicamente, mi padre que se supone podía ver el futuro, no sospechó que nosotros nos veíamos en un apartamento, siempre que Adolf tenía tiempo disponible. Fue así como quedé embarazada de Sofía. Pero ocurrieron unos hechos que nos hicieron huir de Alemania, y mi padre fue perseguido por los nazis porque se atrevió a divulgar la verdad de lo ocurrido con el incendio del parlamento, él pensaba que podría de esa forma detener a Adolf en su carrera hacia el poder, pero ya era demasiado tarde.

»Yo no le dije a mi padre mi estado de gravidez hasta que llegué a América y el resto, ya lo conoces. Él vive en Zurich y su nombre actual es Conrad Strauss. Lo que tu amigo Will te había dicho era cierto —concluyó Alice.

—¿Qué sabes tú de Will? —preguntó Albert sorprendido.

—Siempre supe que él estaba aquí por mí —dijo Alice. Su tranquilidad sorprendió a Albert.

—¿Siempre supiste de Will?

—Lo vi rondando por la casa y por mi negocio en el pueblo. Muchas veces merodeaba por la escuela de Sofía. También advertí que rondaba por los almacenes en Nueva York. No podía ser una casualidad. Yo conozco la manera de comportarse de los nazis, son inconfundibles, he tratado con muchos de ellos, además, su acento francés no me engañaba. Una dependienta en Nueva York me informó de un extraño visitante que hacía preguntas. Y supe que había venido por mí. De lo que no estaba segura era de si venía para matarme, o para averiguar el paradero de mi padre. Fue en esa época cuando dejé de escribirle. Mi padre nunca me escribía a no ser que yo lo hiciera primero. Si mi vida hubiese corrido peligro, ten la seguridad de que Will hubiera dejado de existir.

—¿Qué dices? —el asombro de Albert iba en aumento.

—Había mucha gente dispuesta a arriesgar su vida por mí, Albert. Algunos de los que ayudé a entrar en este país tenían contacto directo con mi padre. Pero no fue necesario. Nunca quise decirte nada para no entorpecer más las cosas, y creo que hice bien, porque Will acabó enamorándose de ti —terminó diciendo Alice con una sonrisa.

—Ahora no estoy tan seguro —repuso Albert.

—Fue por ti que él se suicidó, ¿o no? Aunque también pudo ser por haber fallado a su Führer. Conozco bien a esa gente.

—La verdad, no lo sé. No encontraron nada junto al cuerpo que indicase los motivos de su muerte.

—No encontraron nada porque alguien retiró las pruebas del lugar.

—¿Sí? —preguntó Albert simulando extrañeza.

—Tú y yo sabemos que sí.

—Bueno... es posible que alguien haya retirado... no veo a quién le pueda interesar...

—Si no fuiste tú, y yo no fui la que retiró las pruebas, entonces ambos sabemos que fue Sofía. ¿No es verdad? —dedujo Alice con pasmosa sangre fría.

Un largo silencio siguió a sus palabras. Albert no se explicaba su actitud. ¿Por qué ocultó durante tanto tiempo lo que sabía? Se daba cuenta de que Alice no era la mujer débil y superficial que aparentaba ser.

—¿Cómo es que estás tan segura?

—Hace años encontré en el dormitorio de Sofía un delantal estampado con los nombres «Albert y Will» ¿Qué podría hacer ese objeto allí si no hubiera sido colocado por la misma Sofía? Además, el portarretratos, tú sabes cuál, el que aún está en su mesa de noche, estoy segura de que si el comisario que vino a preguntar por el amuleto perdido, hubiera hecho un análisis, con certeza hubiera encontrado rastros de la sangre de Will. Ese portarretratos jamás perteneció a esta casa.

—Y yo que creía todos estos años que eras ajena a todo... Alice, me has dejado sin palabras. Supongo que los espías de tu padre te son muy útiles— acotó Albert, con un manifiesto tono de resentimiento.

—Ellos ya no son necesarios, regresaron a Europa después de la muerte de Will, no tenía objeto que siguieran aquí.

Albert presentía que había mucho más que Alice no le había contado, pero temía remover más el pasado. ¿Quién sería realmente Conrad Strauss?, se preguntaba.

—Alice, Sofía tiene derecho a conocer a su abuelo, yo le prometí que así sería.

—Yo misma la llevaré a conocerlo, será mi regalo de graduación. Hace mucho, mucho tiempo que no he visto a mi padre, será bueno para ambas.

27
El encuentro

Conrad Strauss tenía frente a él a las dos mujeres que más había ansiado ver en la vida: su hija, después de dieciocho años, y su nieta, por quien sentía un vínculo especial, únicamente comprendido por él. Era como se la había imaginado, sus rasgos denotaban fortaleza de carácter. Era lo opuesto a Alicia, quien aún conservaba en el rostro la candidez que había cautivado a Adolf. Sofía poseía una «belleza fuerte»; Strauss se regocijaba íntimamente por tan peculiar calificativo, pero no se le ocurría otro. La expresión de sus ojos semejaba una tormenta que luchaba contra las ansias de arrasarlo todo. Y el color... era exactamente igual al de los ojos de su padre. Pero más que eso, era la fuerza y determinación en su mirada. Y en buena cuenta, se veía él mismo en ella. Se acercó a Sofía despacio, después del largo abrazo con Alicia. Strauss la comparó con un felino que no está muy seguro de ser bien recibido, esperando un movimiento del contrincante para dar el primer zarpazo. Y así era como se sentía Sofía. Reprimió un primer impulso irracional de huir. Sintió miedo. Strauss le puso ambas manos sobre los hombros y se sumergió en sus ojos grisáceos. Reconoció su mirada y Sofía lo reconoció a él.

Conrad abrazó a su nieta y percibió que sus energías se entrelazaban. La tensión de Sofía fue bajando hasta sentir una calma desconocida. Como si su abuelo le estuviese traspasando años de lucidez, conciencia e intuición, y también un sentimiento que con el tiempo generaría un lazo casi indestructible entre los dos. Supo desde ese instante que no volvería a Williamstown con su madre; sintió que pertenecía a Europa. Sus miedos habían quedado apaciguados, el contacto con su abuelo tuvo en ella un efecto narcotizador.

Aquellos primeros días en Zurich fueron de reconocimiento para ambos, Alice tenía la impresión que la mantenían apartada; atisbaba en ellos una fuerza insondable. Sabía, no obstante, que el cariño que su padre le tenía no había variado, seguía mirándola con la misma ternura que lo hiciera desde que era niña, a su lado volvía a tener el sentimiento de absoluta seguridad de estar protegida que le había quedado grabado desde que su padre se hiciera cargo de ella. Pero con Sofía era diferente... Alice sabía que entre ellos existía un lazo que iba mucho más allá del cariño fraternal, era una llamada de la sangre. Presentía que Sofía no regresaría con ellos. Y sabía que Conrad Strauss tenía una tarea que cumplir.

Había transcurrido casi el mes y debían regresar a América; contraviniendo los deseos de Albert, Sofía quería pasar el verano en Suiza, y Alice parecía estar de acuerdo.

—No me explico cómo puedes estar de acuerdo, Alice, tuviste tantos reparos en que Sofía conociera a su abuelo, y ahora pareces ofrecérsela en bandeja de plata.

—No veo nada de malo en que ella pase el resto de las vacaciones aquí.

—Tu padre actúa como si quisiera apropiarse de Sofía. Presiento que algo no va bien.

—No digas tonterías, Albert.

Él se la quedó mirando, sabía cuando Alice evitaba decir algo.

—Alice, legalmente soy el padre de Sofía, ella es menor de edad y si quiero, puedo oponerme, espero que me convenzas de lo contrario.

Alice miró el suelo de brillante madera veteada fuera de la alfombra, como si sus recovecos le ayudaran a aclarar sus pensamientos. Dio un profundo suspiro.

—Como debes haber notado, mi padre no es un hombre común y corriente. Ya te dije lo que hizo en el pasado, pero hay algunos pasajes de su vida que no conoces.

Alice empezó a relatar de manera convincente partes de la vida de su padre que a ella misma, después de tanto tiempo, se le antojaban irreales, pero a medida que avanzaba en sus explicaciones se hacía consciente de que las decisiones que tomase cualquier persona en el mundo eran decisivas, todo estaba encadenado, no había forma de escapar, y aquello le produjo un sentimiento de total inutilidad, pues era como si todo estuviese sellado desde el comienzo de los tiempos.

—¿Quieres que crea que un descendiente de Sofía traerá la desgracia al planeta? —preguntó Albert, sin salir de su asombro.

—No espero que creas nada, Albert. Te he dicho lo que mi padre me dijo. Y yo creo en él.

—Hablaré con tu padre.

—Haz como desees.

Alice se puso de pie y abandonó la biblioteca, dejando a Albert estupefacto. Justo al empezar a incorporarse, apareció Conrad Strauss, como si viniera de la nada, ¿o sería que siempre estuvo allí?, se preguntó Albert, con las palabras de Alice aún resonando en su mente. Desechó la idea. Con sus maneras suaves, Strauss tomó asiento en el sillón frente a él, invitándole con un gesto a permanecer sentado, como si su amago de levantarse hubiese sido consecuencia de un acto de cortesía. Cruzó las piernas en un ademán indolente, y apoyando los codos en los brazos del mueble, empezó a acariciar suavemente el
intaglio
de su anillo. Su presencia intimidaba, pero se comportaba como si no lo notase.

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