El legado. La hija de Hitler (26 page)

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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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22
Hallazgo macabro

Sofía y su madre partieron hacia Nueva York el lunes temprano. Albert sintió alivio al ver como se alejaban, y al quedarse solo, de inmediato se fue al garaje.

El día prometía ser soleado, a pesar de la fina llovizna de verano con la que amaneció Williamstown. Por suerte, no tenía ninguna cita importante en el consultorio; sin perder más tiempo, se dirigió a casa de Will. El olor de la lluvia mezclado con la tierra del camino trajo nítidos recuerdos a su memoria de su época de estudiante, de revolcones en el campo de entrenamiento, de risas, y de John Klein. Siempre ocurría lo mismo, todo allí le recordaba a él. Siempre John, el chico flaco de pensamiento rápido, al que nunca se le escapaba detalle, pero que no hacía alarde de su inteligencia. Al ir acercándose a los predios del lago, empezó a aminorar la marcha, y un oscuro presentimiento pasó por su mente. Vio el coche de Will, por lo que dedujo que debía estar en casa. Aparcó el coche dentro del garaje y al salir del coche la pestilencia golpeó su rostro. Olía a carne putrefacta. Deseaba creer que era comida descompuesta. Abrió la puerta que daba acceso a la cocina y vio que todo estaba en absoluta orden, como hubiera esperado de un hombre de naturaleza compulsiva por el aseo como Will. Al entrar en la sala, el olor era inconfundible. Olía a cadáver en descomposición y debía tener varios días, tal vez más de una semana. Supo que sus presentimientos eran ciertos. Su primera reacción fue salir de la casa y dejar todo como estaba, pero cuando empezaba a regresar a la cocina, recordó a Sofía. El portarretratos que ella había dicho encontrar en el lago... Un pensamiento negro como un nubarrón le oscureció la mente. Por un momento estuvo dispuesto a creer que ella lo había matado. ¿Por qué?, se preguntó con estupor.

Decidió enterarse por él mismo y recorrió la planta baja, más para darse valor que para encontrar algún vestigio de Will. Después de cerciorarse de que abajo no había nada, subió y encontró el dormitorio vacío, al igual que las habitaciones que tenían la puerta abierta. Se paró delante de la que estaba cerrada sin atreverse a entrar. Sentía miedo de lo que iría a encontrar. Pero debía hacerlo, debía saber qué había sucedido. Giró lentamente el picaporte y abrió. El zumbido de las moscas revoloteando en el cuerpo inclinado sobre el escritorio atiborraba el ambiente, convirtiendo el hallazgo macabro en un cuadro repugnante. Albert trató de conservar la cordura. Le faltaba aire, y la atmósfera enrarecida no le permitía respirar con facilidad, en ese momento pensó que perdería el sentido. Como pudo, se recostó de un sillón que halló a mano y evitó mirar el rostro de Will. No se hubiera sentido así de ser otro el muerto. Instantes después, se atrevió a levantar la vista y se acercó al escritorio, vio el arma en su mano derecha y el agujero en la cabeza, por donde había brotado el chorro de sangre que era ya una costra reseca. Pasada la primera impresión, barrió con la mirada el escritorio, esperando encontrar alguna nota, una carta o un mensaje; era lo que cabría esperar de alguien que se quita la vida. No encontró nada. A su modo de ver había algo que parecía ilógico; conociendo a Will, lo menos que podía haber dejado sería una nota, ya sea dirigida a él, o con el deseo póstumo de que alguien se enterase del motivo de su muerte, pero no había nada. Sospechosamente nada. Will había dejado el coche aparcado afuera. Era un mensaje. Con terror vio que faltaba el portarretratos donde solía estar. Se acercó y observó con atención el lugar donde antes estuviera su fotografía. Había una nítida línea divisoria que marcaba la zona de sangre con una parte donde no había absolutamente nada. Claramente se notaba que ahí hubo algo que había impedido que la sangre salpicara el lugar donde había estado el portarretratos, pero, además, la línea se extendía a los lados. Como si... como si hubiera habido un sobre o algo similar recostado en el portarretratos.

Alguien estuvo antes allí. Y él sabía quién. Siguió examinando el escritorio y notó un lugar donde parecía haber estado algo del tamaño de una carpeta. Ocurría algo similar que con el portarretratos, se veía claramente que las manchas de sangre atomizada por efectos del disparo tenían un límite demasiado nítido. Si la policía encontraba el cadáver, sería más que probable que también encontrasen aquellos signos como sospechosos. Albert no sabía qué hacer. Por un momento pensó en cargar con él y envolverlo en una alfombra como lo había visto hacer en alguna película de terror. Buscó entre los objetos personales de Will y encontró unas revistas del tamaño de la huella dejada por el objeto que estuviera antes en el escritorio. Escogió poner encima una que tenía mucho color rojo en la tapa. Mientras lo hacía su mente trabajaba febrilmente y no dejaba de pensar en Sofía. Ella había estado allí, y había tomado el portarretratos, la carta apoyada en él, y también la carpeta. ¿Qué fue a hacer ella allí? ¿Cuántas veces más habría estado en aquel lugar? ¿Habría hablado con Will? Sintió que se le erizaba la piel al pensar en la sangre fría de Sofía. El último pensamiento procuró guardarlo en la parte más profunda de su cerebro. En aquellos instantes debía pensar en cosas más urgentes.

Buscó entre los objetos que había en la habitación algo para colocar en el lugar de la carta, y recordó la pequeña escultura de una mujer recostada que había hecho Will y que calzaba con el tamaño, la colocó en el lugar donde antes había estado el portarretratos. La escultura a su vez había dejado una huella libre de polvo en la consola. Buscó algo que tapara la huella, y puso unos libros, a nadie se le ocurriría buscar debajo de unos libros, y si lo hacían, no encontrarían mayor rastro. Pero había un problema. ¿Cómo justificar el hecho de que ni las revistas ni la escultura tuvieran rastros atomizados de sangre? Albert estaba a punto de sucumbir a un colapso nervioso. Debía tranquilizarse. Su sentido común le aconsejó dejar la habitación, porque la vista del cadáver descompuesto y desfigurado de Will, el zumbido incansable de las moscas y el insoportable olor no le permitían pensar con claridad. Necesitaba un poco de oxígeno. Fue a una de las habitaciones y se sentó exhausto en un sillón. Se pasó una mano por el cabello, sus manos temblaban sin control y en lugar de alisarse el pelo, lo estaba despeinando. Era obvio que Will se había matado. No era un asesinato, pero ¿si a algún policía demasiado quisquilloso se le ocurría ponerse a divagar acerca de que los suicidas siempre dejan mensajes? Empezaría una investigación. Pensó en John Klein. Y el mundo se le vino abajo. Notaría que la escultura no tenía rastros de sangre, y tampoco las revistas. Buscaría huellas. Y hallaría las suyas. Sus huellas estaban en toda la casa. Por supuesto que a nadie se le ocurriría compararlas con las suyas, ya que nadie sabía de su relación con Will. Por lo menos eso esperaba. También encontraría las huellas de Sofía. Hizo un esfuerzo para no pensar en ella. Y en John.

Armándose de valor, resolvió entrar una vez más al estudio de Will. Quería dejar todo en orden, cerciorarse de no haber dejado algo fuera de lugar que indicase que allí estuvo alguien después del suicidio. Recorrió con la vista la habitación, y consideró que no tenía más que hacer allí, cerró la puerta y bajó apresuradamente por las escaleras. Pasó por la cocina, entró al garaje, subió al coche y se agarró al volante con desesperación, lo único que lo devolvía al mundo racional. Agradeció haberle dicho a Will que mandase instalar una puerta eléctrica, así no tendía que salir del coche, que en aquellos momentos era un refugio seguro. Cuando la puerta se elevó, salió disparado como un bólido, dio la vuelta al llegar al camino que iba hasta el lago, y enfiló en dirección contraria conduciendo a una velocidad poco usual en él. Una camioneta llena de chicas y chicos se cruzó con él. Escuchó los saludos que se perdieron en la lejanía.

—¡Doctor Garrett! ¡Doctor Garrett! —pero no obtuvieron la acostumbrada respuesta amable de Albert, que, maldiciendo el momento, sólo esperaba que nadie recordase el encuentro. Había olvidado que en época de vacaciones los muchachos acostumbraban a hacer picnic por los alrededores del lago. Afortunadamente la casa de Will quedaba oculta por una vegetación frondosa. Ambos habían tenido gran cuidado de que así fuera.

De regreso en casa, llegó justo a tiempo para contestar una llamada de su asistente.

—Doctor Garrett, pensé que no estaba en casa... lo llamo porque hay una emergencia, el hijo de la señora Harrison tuvo una caída y creo que se fracturó una pierna. Están aquí; el doctor Carter salió a atender un parto, debe usted venir con urgencia.

—Voy de inmediato —respondió Albert, bendiciendo al hijo de la señora Harrison.

Se lavó meticulosamente las manos, las sentía sucias y pegajosas, mientras pensaba que no necesitaba ninguna justificación, porque no había cometido ningún crimen. Volvió al coche y fue a la clínica lo más rápido que pudo.
Sin embargo, me siento como si fuese un asesino
, caviló.

23
Promesas

El trayecto de Williamstown a Nueva York tomaba casi cuatro horas. Alice deseaba aprovechar el viaje para conversar con Sofía, reconocía que el trabajo la absorbía demasiado y que por las noches estaba tan cansada, que durante la cena las conversaciones alcanzaban tonos monosilábicos.

—Sofía, ¿sabes que Long Island es el lugar preferido por muchos artistas? Tal vez nos encontremos con algún personaje importante.

—¿Dónde queda la casa? —preguntó Sofía, por decir algo.

—En North Fork. Precisamente el lugar donde transcurre la famosa novela de Fitzgerald —respondió Alice con entusiasmo.

—Ah... ya veo —se limitó a contestar Sofía. No tenía idea de qué hablaba su madre. Su mente se encontraba lejos, cerca del lago.

Sofía seguía con la vista los cables que colgaban de poste a poste, en una sucesión interminable, formando ondas exactamente iguales, mientras dejaba correr sus pensamientos. Le parecía extraño que su madre, una mujer a la que aparentemente le gustaban asuntos tan superficiales como las novelas glamorosas y los artistas de cine, hubiera sido la mujer de Adolf Hitler. Observó de soslayo el delicado perfil de su madre. Nadie podría creerlo. Tal vez tenía algo, además de su belleza, que ella no acertaba a captar. Empezaba a cobrar interés por su verdadero padre. Debió tener alguna razón imperiosa para hacer todo lo que hizo. ¿Acaso tendría hermanos? ¿Y su tío abuelo Conrad? Estaba segura de que él aclararía muchas dudas, lo que al parecer su madre no tenía intención de hacer. Además, prefería dejarla a un lado. Precisamente había sustraído las pruebas de casa de Will para evitar que supiese la verdad.

—¿Cuándo podré conocer a mi tío abuelo Conrad? —preguntó de improviso.

—Últimamente no tengo mucho contacto con él —respondió Alice, evasiva.

—Mamá, creo que ya es hora de que dejes los rodeos cada vez que te hablo de él. La guerra terminó, los secretos que podáis tener ya no tienen razón de ser, ¿no crees?

—¿Por qué dices eso? ¿Qué tuvimos que ver nosotros con la guerra?

Sofía se la quedó mirando unos instantes y luego volvió la cara hacia la ventanilla. Era inútil. Parecía que hablar con ella era como hablar con una niña de la escuela. No deseaba ver la realidad, se refugiaba en un mundo fantasioso. Por momentos Sofía se sentía más madura que su madre.

Los días en Nueva York transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos. Entre compras y regalos no había mucho espacio para hablar de lo que realmente le interesaba. Un día antes de partir se topó con María Strasberg, la hija de Rose.

—¡Sofía! Me da tanto gusto verte por aquí... ¡Estás muy alta para tu edad!

—Hola María, ¿Qué tal va todo? ¿Y Rose? —saludó sonriendo Sofía.

—Todo bien, por fortuna. Mi madre está tomando unos días de descanso, yo estoy ocupando su lugar. Te mostraré unos trajes que dejó para ti.

Sofía ocupó el viejo sillón donde Rose la sentaba en sus rodillas cuando era pequeña. Se sentía cobijada por él. María la observaba pensativa, le parecía que Sofía deseaba hablar de algo. Y no se equivocaba.

—Dime, María, ¿cómo es Suiza? ¿Cómo fue que viviste allá?

—Tuve que hacerlo. No es que yo hubiese deseado vivir allí, las circunstancias en París estaban muy mal para nosotros, tuve suerte que la resistencia me llevase hasta la frontera suiza.

—¿Quiénes eran ellos?

—Amigos de nuestro benefactor. Un pariente de tu madre, creo.

—¿Y lo llegaste a conocer? Para agradecérselo, supongo...

—Desgraciadamente, no. O tal vez lo vi pero nunca supe quién era. Yo trabajaba en un laboratorio donde se fabricaban medicinas, casi al final, antes de venir, me enteré de que él era el dueño. ¿No lo conoces? —preguntó con curiosidad María.

—No. Pero creo que cuando termine la secundaria lo conoceré —dijo Sofía, con convicción.

—Europa es muy hermosa, aunque la guerra la destruyó en gran parte... —comentó María suspirando nostálgica, recordando al novio muerto por los nazis— Pero yo no regresaré. No tengo a nadie allá.

—¿Sofía? —era la voz de Alice— Te he buscado por todas partes...

—Mamá, mira los trajes que me dejó Rose. —Sofía sabía que su madre olvidaría de cualquier cosa que estuviese a punto de decir apenas viera la ropa.

Alice recibió con agrado la sorpresa para su hija y se enzarzó con María en una conversación acerca de telas, colores y adornos que terminaron mareando a Sofía. Se alejó despacio, por momentos se sentía agobiada, convencida de que su madre y ella tenían intereses opuestos.

La estancia en Long Island no mejoró el ánimo de Sofía. Alice, sin embargo, rebosaba de felicidad, rodeada del esplendor que a ella le gustaba, podía lucir los elegantes trajes de verano preparados con antelación, previendo actividades sociales. Albert se les unió una semana después y terminó la aparente tranquilidad de Sofía.

Sofía era ya una adolescente de largas piernas, cuya estatura se iba equiparando a la de su madre, pero de belleza opuesta a la de su progenitora. Se adivinaba en ella, sin embargo, un atractivo salvaje. Sus ojos, como los de un halcón, penetrantes, hipnóticos. Su perfil, cortante. De la pequeña niña de rasgos ambiguos quedaba muy poco; una fisonomía que antes parecía fuera de lugar, empezaba a ocupar el espacio adecuado en su lenta metamorfosis.

Hastiada del constante parloteo de las invitadas de su madre, se hallaba sentada al otro extremo de la piscina de bordes de mármol, con los pies hundidos en el agua, mirando una pequeña hoja que había puesto a flotar, cuando vio reflejada la figura de su padre en la superficie del agua. Sabía que hablaría con ella en algún momento, así que se limitó a esperar. Albert se puso en cuclillas a su lado.

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