El legado. La hija de Hitler (2 page)

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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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—Caballero, ¿lo conozco?

—Soy el señor de Welldone.

—¿A qué debo el honor de su visita?

Dejó la puerta abierta y se acercó al hombre.

—Tienes razón al decir que mi visita es un honor para ti. Son muy pocos a los que he visitado.

Movido por la curiosidad, le siguió el juego.

—Perdón, señor, por mi falta de cortesía, sírvase tomar asiento —le invitó, mientras indicaba el único taburete que había en el cuartucho.

Welldone se sentó, cruzó las piernas y apoyó con actitud mundana una mano en su pulido bastón, en cuyo mango había incrustado un enorme cabujón de rubí. Hermann hizo lo propio en su camastro y esperó a que el insólito visitante siguiera hablando. Se sentía incómodo; al mismo tiempo, intrigado.

—¿Qué es lo que más deseas en la vida? —preguntó Welldone.

—¿Yo?

—¿Acaso hay alguien más aquí? Sí, me refiero a ti, por supuesto.

—¿Y qué sentido tiene que le confíe qué es lo que más anhelo? —indagó Hermann con impaciencia.

—Tienes la oportunidad de hacer realidad tus más íntimos deseos, ¿y sólo se te ocurre preguntar eso?

—Dinero —dijo, sin dudarlo. Nunca se sabía cuándo podría surgir un buen negocio.

—Dinero..., ¿es todo?

—¿Existe acaso algo mejor que el dinero? Con él se puede comprar todo. —Fue hacia la puerta y la cerró. Volvió a sentarse en la cama.

—¿No te interesaría conocer el futuro, por ejemplo? O lees esos libros como pasatiempo.

Welldone transformó su sonrisa en una mueca imperceptible señalando con el bastón los volúmenes que estaban junto a la lámpara.

—¿Estos? Son un medio para obtener dinero. Algún día seré famoso y cobraré mucho por mis conocimientos —comentó Hermann acariciando la tapa de uno de ellos.

—Me temo que los conocimientos que obtendrás de esas patrañas no te ayudarán —alegó Welldone, lanzando a los libros una mirada de desprecio—. Sólo existe una manera de aprender la verdadera magia.

—¿Cuál?

A Hermann la conversación le empezaba a resultar atractiva.

—Deseándolo. Si lo deseas podré ayudarte. Obtendrás poderes que te servirán más que el dinero.

—¿Por qué un caballero como usted querría enseñar a alguien como yo a obtener poderes?

—Tienes cualidades. Te he observado, con un poquito más de concentración... tal vez evites prender fuego a la carpa —comentó Welldone con ironía.

—¡Vaya! Ya veo... —dijo Hermann, sintiéndose incómodo—. Nunca había ocurrido. Lástima que no presenciase mi último número.

—Lo hice —dijo Welldone— y dudo mucho que lo hubieras llevado a cabo con éxito de no estar yo presente.

Era demasiado para Hermann. Guardó silencio y examinó a Welldone con seriedad. Su noble cabellera de visos plateados que le llegaba casi a los hombros le daba un aire majestuoso. Su rostro había dejado de mostrarse amable.

—No. No le creo —arguyó Hermann, sin dejarse intimidar— estuve estudiando mucho tiempo, pasé largas horas con estos libros —golpeó con la palma el lomo de uno de ellos— y lo logré, finalmente lo logré. No será usted quien me robe mi primera noche de triunfo.

—Y la última —dijo Welldone.

Su indignación se transformó en inseguridad. Hermann volvió a sentir el desasosiego que lo había acompañado a lo largo del día, y que él había atribuido a lo que haría aquella noche. Miró con atención al hombre y vio que sus ojos parecían dos rayos que podrían traspasarlo. Welldone paseó su vista por el cuarto y se fijó en dos cajas de cartón montadas una sobre otra en una esquina. Señaló con su bastón la de abajo.

—¿Son esos todos tus ahorros? Son una miseria. No vale la pena tenerlos tan escondidos.

Hermann lo miró con desconfianza.

—Puedo decirte la cantidad exacta que guardas en el bolso de tela verde. —Y se la dijo.

—¡Oh, por Dios, me ha espiado!

—¿Te parece que necesito hacerlo?

Hermann contuvo los deseos de abalanzarse sobre la caja para ver si aún estaba su bolso con el dinero.

—¿Qué clase de truco es ese? —preguntó, recuperando la compostura.

—Yo hago magia, no hago trucos de prestidigitación, ni ilusionismo —acentuó Welldone con desdén— puedo enseñarte mucho, hacer que tu actuación de hoy se repita siempre, enseñarte los secretos para obtener poder, ¿te han dicho esos libros qué es el ocultismo? Yo sí puedo hacerlo. Puedo leer tu mente. Estás empezando a creer que lo que digo es cierto, pero tienes miedo, pues sabes que todo tiene un precio. También te estás preguntando qué interés puedo tener en ello.

—Es cierto, pero son preguntas lógicas. No se necesita leer la mente para imaginarlas.

—Tienes razón, pero era lo que pensabas. El sentido común tiene mucho que ver con lo fantástico, aunque parezca paradójico.

—Usted desea enseñarme a obtener poderes que me harán rico, ¿puedo preguntar por qué a mí?

—Muy simple. Tienes madera, necesitas aprender y eres ambicioso. Además, está en tu destino —dijo Welldone, enigmático.

Hermann guardó silencio y bajó la mirada. Pensó que estaba delirando. Últimamente había tenido sueños muy raros. Levantó la vista y el hombre seguía allí. No era un sueño, ni una visión.

—¿Podría decirme exactamente quién es usted y qué pretende de mí?

—Yo provengo del tiempo, he sido testigo de la historia. Di poder a Napoleón para una noble causa y no se le ocurrió otra cosa que coronarse emperador.

—Eso sucedió hace mucho, además, ¿qué tiene que ver conmigo?

—Grígori Yefímovich fue el último al que otorgué poderes, y no supo utilizarlos. Y no fue hace mucho —prosiguió Welldone, inalterable.

—¿Usted otorgó poderes a Rasputín? —preguntó Hermann estupefacto.

—Y desencadenó una serie de desaciertos, fue el responsable del descontento que terminó provocando el estallido de la Revolución Rusa y que desembocó en el fin de la dinastía Romanov.

—¿Y para qué querría usted que un ser como aquel obtuviese poderes?

—Era necesario. Sólo tenía que haber aconsejado a Nicolás II y Rusia se hubiera salvado de los bolcheviques. ¡Era una tarea tan sencilla!

—Parece conocer mucho del futuro, pero no comprendo de qué sirve, si sabe que el destino es inalterable. ¿Por qué es tan importante para usted modificarlo?

—Eres un hombre inteligente, Hermann. Sé que el destino podría cambiar, ¡ah, claro que sí! Sólo tengo que encontrar al hombre que esté dispuesto a hacerlo —contestó Welldone, evasivo.

Hermann empezó a mirarlo con desconfianza. El hombre le inspiraba temor.

—Señor... creo que se ha equivocado de persona. No soy el que busca —se dirigió resueltamente a la puerta haciendo ademán de abrirla.

—¿No eres tú Hermann Steinschneider, el que desenterraba cadáveres de soldados para entregarlos a sus parientes alemanes? ¿Tu mujer no se llama Ignaz Popper?

Hermann detuvo su mano antes de alcanzar el cerrojo y se volvió hacia él.

—Sí... así es, pero no entiendo... usted acaba de mencionar a personajes famosos que forman parte de la historia, no comprendo qué tendría que decirme a mí.

—¡Ah! Eso... discúlpame, vivo en el pasado tanto como en el presente, pero no es el tema que nos convoca —dijo Welldone, y prosiguió sin dar explicaciones—, tienes mucho que aprender, Hermann, todos formamos parte de la historia, de una forma o de otra. Te propongo ser el mejor mago del mundo. Pondré en tus manos el verdadero conocimiento, el que te hará rico y poderoso. ¿Acaso no es lo que deseas?

—¿A cambio de qué? —preguntó Hermann a bocajarro.

—No te preocupes por ello. Llegado el momento lo sabrás, pero te adelanto que es algo que podrás cumplir.

El germen de la ambición empezaba a hacer estragos en Hermann. Su determinación de alejar al personaje se suavizó. Si era algo que podría cumplir, a cambio de ser rico y poderoso, la propuesta empezaba a parecerle bastante más que conveniente, pero sabía que lo que se obtenía de manera fácil, no siempre era lo más apropiado. Su temor se transformó en intriga.

—No sé... todo me parece tan extraño —arguyó Hermann, sin mucha convicción.

—En fin, como dicen los irlandeses, ¿qué es el mundo para un hombre cuando su esposa es viuda? Has de tomar una decisión —exclamó Welldone, poniendo las dos manos sobre el bastón.

Hermann sintió que la habitación estaba gélida. El rostro de Welldone se volvió sombrío, parecía haber envejecido aunque no se le notaban los signos de la edad. Su sonrisa había desaparecido. Se puso de pie y se le acercó. Tocó ligeramente la frente de Hermann con un dedo.


Deliberando saepe perit occasio..
. ¿Ves qué hermoso es tu palacio? —preguntó. Hermann miró en derredor y contempló con asombro que estaba en medio de un lujoso salón, rodeado de candelabros, cuadros que adornaban las paredes y muebles tapizados en materiales nunca vistos por él—. Así es como podrás vivir si vienes conmigo. —Welldone hizo un ligero gesto con la mano y todo desapareció, luego volvió a tomar asiento con tranquilidad.

—¿Cómo pudo? —Atinó a preguntar Hermann, con voz apenas audible.

—Siempre puedo. Hice que sucediera esta noche. Tu noche. ¿Comprendes? —enfatizó—. Espero que tomes una decisión.

Riqueza y poder a cambio de algo que podría cumplir y que, según él, no parecía ser tan difícil, pensó Hermann.

—Sólo quiero saber qué es lo que pide a cambio.

—Querido Hermann, es algo muy sencillo, pero no puedo darte detalles. Llegado el momento tendrás que decidir, esa es la condición.

—Debe ser muy importante para usted —comentó Hermann con suspicacia.

Welldone sonrió. A Hermann le pareció ver una sombra de tristeza en su mirada.

—No te imaginas cuánto, querido amigo —dijo Welldone con un tono de voz diferente al que había estado usando, bajó la mirada y pareció concentrarse en el rubí de su bastón.

Su actitud conmovió a Hermann. No parecía ser un mal hombre, y pensó que no tenía nada que perder.

—Acepto —dijo por toda respuesta. Dejó caer sus barreras: su ambición había vencido.

—Déjalo todo y ven conmigo. —Invitó Welldone poniéndose de pie, sabía que había dado en el blanco. Le obsequió con una inclinación de su hermosa cabeza, e hizo un ademán indicando el camino.

—Espere un segundo —alegó Hermann. Fue directamente a la caja del rincón y bajo la mirada comprensiva de Welldone, sacó la bolsa verde donde guardaba sus ahorros y apagó la lámpara de keroseno. Dio una última ojeada a sus libros, su traje negro, sus utensilios de magia y cerró la puerta, dejándolos en la oscuridad. Se volvió hacia Welldone—. Ya podemos irnos —dijo.

2
Praga, 1923

Después de despedir al último cliente, Hermann se sentó en su sillón favorito. Acariciaba pensativo el anillo de oro que Welldone le había entregado antes de desaparecer de su vida. Acostumbraba a llevarlo en el dedo índice de su mano izquierda. Cuando deseaba relajarse, sólo rozaba el
intaglio
con la yema de los dedos: la cabeza de un león dentro de un círculo. Welldone le había enseñado el poder de los rituales, utilizados según él, por todas las religiones para acrecentar la fe. Al mismo tiempo, no pudo evitar traer a la memoria la última conversación que tuvieron. Prefirió dejar de pensar en ello. No para olvidar, pues sabía que sería imposible; lo hacía por su tranquilidad.

Fueron cuatro años de aprendizaje intenso, la magia, el ocultismo, los secretos que con tanto afán había buscado en los libros, los había encontrado de una fuente inagotable de saber: Welldone le había enseñado que la magia es un instrumento de poder otorgado a unos cuantos. No sólo había puesto en sus manos los secretos vedados a la mayoría de los hombres, también había hecho énfasis en cultivar su intelecto, sus modales, y hasta su manera de comer. Ponía especial interés en que estudiase latín, porque «cualquier cosa dicha en latín, suena inteligente», le dijo un día, y lo había mirado sonriente, como solía hacerlo.

«Te he dado los instrumentos que harán que tus deseos se hagan realidad, no necesitas más», había dicho Welldone al despedirlo; le entregó el anillo como recordatorio, y se encontró de regreso en Praga, dejando atrás el monte Trata en Europa Central, donde transcurrieron esos cuatro años, en una casona de piedra en medio de un bosque de coníferas, de aspecto tan misterioso como el mismo Welldone. Cuando llegó a Praga, contaba treinta y cuatro años y los pocos ahorros de su bolsa de tela verde.

¿Habría valido la pena? ¿Sería verdad que podría llegar a ser tan rico y poderoso como Welldone había predicho? Llevaba menos de un año en la vieja ciudad y había logrado acumular una suma nada despreciable, pero de ahí a ser un potentado... por fortuna, en 1923 la gente estaba predispuesta a creer en asuntos esotéricos, en especial si provenían de alguien con verdaderos conocimientos como él, pensó, dándose ánimo.

Los cambios en Hermann eran notorios, ya no era el mago que, tras una máscara de conocimiento nigromante, lo que en realidad poseía era habilidad para efectuar trucos de ilusionista. No obstante, los años dedicados al espectáculo y las representaciones públicas, fueron útiles; aprendió a captar la atención del auditorio y a conocer el comportamiento humano. Ahora, gracias a Welldone, se habían acrecentado, y junto a sus nuevas capacidades, su apariencia y maneras eran otras. Sus cabellos prólijamente alisados hacían resaltar sus ojos de color verde aceituna, tan oscuros, que a veces parecían negros. Sus manos de largos dedos lucían finas, pulcras, indicativas de alguien que se dedica a trabajar con la mente. Hermann estaba seguro que todo ello, unido a los exquisitos modales adquiridos con Welldone, le abriría las puertas del mundo que siempre había ambicionado.

Pero no era tan fácil tener acceso a los círculos sociales que le interesaban. En su pequeño gabinete sólo había logrado reunir a un grupo de discípulos de clase trabajadora, que en su mayoría carecían de los medios económicos que le permitiesen cobrar altas sumas a cambio de sus conocimientos, de manera que debía incrementar sus ingresos atendiendo toda clase de personas con problemas de todo tipo. Su estudio, situado cerca de una antiquísima abadía premostratense en el barrio antiguo de Praga, se veía atiborrado cada vez de más personas que acudían llevadas por la fama que empezaba a correr en el medio, y a las que él sacaba el mayor provecho posible, pero no era la clase de clientela que le interesaba. Hasta que cierto día, como todo lo que empezaba a ocurrirle, llegó su oportunidad.

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