En este punto Hitler se tomó un respiro. Miró a Breiting desde el otro lado del enorme escritorio mientras estudiaba su reacción. Breiting, acostumbrado a escuchar sus peroratas públicas, sólo mostraba una mesurada atención. Hanussen, tras el tabique, sonreía satisfecho. Eran pocas las veces que tenía ocasión de verlo actuar.
—Creo que comprendo perfectamente lo que usted quiere decir, señor Hitler. ¿Pero no cree que manipular las leyes en beneficio de sus políticas podría resultar a la larga, en algún aspecto, contraproducente para usted mismo?
—Los ingleses glorifican a Shakespeare y juran sobre la Biblia, pero dominan los océanos con buques de guerra —contestó Hitler eludiendo directamente la pregunta—, los decadentes «Derechos del Hombre» que nos legó la Revolución Francesa, son pura hipocresía. Nosotros, los alemanes decidiremos si queremos golpear o recibir los golpes. —Súbitamente Hitler vociferó iracundo—: ¡Pero el conservador alemán y los policías internacionales deben desembarazarse definitivamente de sus instigadores! ¡Porque usted sabe tan bien como yo, señor Breiting, que si nos hostigan, es porque tras ellos se esconden los judíos! ¡Y ellos quieren pescar en aguas turbias! Pero no hay en el mundo mejores soldados que los alemanes, eso lo saben sobradamente los caballeros de París y Londres. ¿Acaso opina lo contrario señor Breiting? —Hitler hablaba con gran aplomo, como si poseyera el mayor ejército del mundo. Y ni siquiera había llegado a la cancillería.
A Breiting no se le ocurrió contradecirle, a pesar de oír tales barbaridades dichas de manera tan franca y sin miramientos. Hablar con Hitler era entrar en un terreno de arenas movedizas, nunca contestaba directamente las preguntas, divagaba, hacía mención a algún que otro filósofo repitiendo de memoria sus palabras: era él quien llevaba el ritmo y el sentido de la conversación, que en la mayoría de los casos era un monólogo.
Después de casi tres horas durante las cuales Hitler denostó de los judíos, del parlamento, de los comunistas, del presidente Hindenburg, y en las que insinuó deliberadamente que cuando él fuese canciller acabaría con toda la arquitectura decadente y perniciosa de Alemania, apodando al edificio del Reichstag como «casino de zoquetes» y «chamizo tabernario»; describiéndolo como un conglomerado donde se combinaban cuatro grupos de columnas remedadas del Partenón, una basílica romana y una fortaleza morisca, acentuó:
—Créame, señor Breiting, esa mezcolanza causa la impresión de ser una inmensa sinagoga. El Reichstag es un edificio excepcionalmente aborrecible, un centro de reunión, un casino para los representantes de la putrefacta burguesía, tanto el edificio como la institución que alberga, son un oprobio para el pueblo alemán.
Tras el tabique, Hanussen escuchaba y tomaba nota de cada una de las palabras pronunciadas por Hitler. Sabía que cuando hablaba de esa forma lo hacía casi en estado de trance. Después, ni él mismo recordaría haberlas dicho. Pero era cuando se trataba el asunto judío, cuando Hitler más se enfurecía y su alocución cobraba visos casi diabólicos.
—Pero, señor Hitler, no es razonable ver maquinaciones judías por todas partes. La gente debe terminar entendiéndose. No creo que logre nada atizando el antisemitismo en Alemania —se atrevió a razonar Breiting con él.
—¿Cómo nos enfrentaremos entonces al judaísmo internacional? ¡Dígamelo usted! ¡Con esa canalla, esa jauría procedente del Este, capaz de cualquier delito! ¡Esos
Scheisse fresser
...! —gritó Hitler enfurecido— Yo estoy muy bien informado sobre los manejos contra nuestro Movimiento, en París, Londres y Nueva York. Ésos solo se proponen dividir, comprar y sobornar, para finalmente hacernos matar por los comunistas. Necesito expresar claramente lo que pienso de ellos. Los masones, las logias en general, se han convertido en instrumentos de los judíos.
Cuando Hitler tocaba el asunto judío sus palabras eran como proyectiles dirigidos a causar una muerte segura. Hanussen pudo captar en toda su magnitud el odio que sentía por ellos y comprendió que ese odio estaba cimentado en bases completamente racionales para el propio Hitler. Sin embargo, al percibir el gran poder que parecía cernirse sobre su principal discípulo, esperaba pacientemente el día en el que él, Hanussen, también detentase el mismo poder, si no mayor, al ser en gran medida su propulsor y consejero, no obstante ser él mismo, judío.
—Estoy de parte de los capitalistas, de los fabricantes, los industriales que traerán grandeza a la patria. Pero nuestro movimiento necesita de los medios de comunicación para propagar nuestras ideas sociales, no se equivoque, pues, señor Breiting, cuando me escuche hablar al pueblo, sólo digo lo que ellos quieren escuchar, porque los necesito para llegar a la Cancillería.
A pesar de no estar de acuerdo con muchas de sus ideas, Breiting, sin embargo, apoyó su movimiento desde el periódico que dirigía. Años después, fue acusado por el propio Hitler de ser lacayo de los judíos. Aquella era su forma de actuar. Apelaba a Cristo, la legalidad o la traición a la patria según su conveniencia. Adolf Hitler no tenía escrúpulos. Sus simples y efectivas reglas eran: jamás admitir un fallo o un error, no reconocer algo bueno en el enemigo, no dejar lugar a alternativas, nunca aceptar culpas, concentrarse en un enemigo cada vez y culparlo de todo lo que estaba mal; y, finalmente, no amilanarse ante el grosor de las falsedades o infundios que levantaba contra sus enemigos. «El pueblo —afirmaba Hitler—, creerá con más facilidad una gran mentira que una pequeña; si uno se la repite con bastante frecuencia, tarde o temprano el pueblo la creerá.»
Para entonces Hitler irradiaba en torno a él una fuerza sugestiva, tenía una personalidad de primera magnitud, con una carga temperamental gigantesca y temible. Cuando se encolerizaba, recorría la Casa Parda como llamaban al palacio de la Brienner Strasse, como un demente, gesticulando con los brazos. Sus acusadas facciones, sus ojos azul grises relucientes y el negro mostacho plantado bajo la nariz le conferían una expresión hermética, su sobresaliente mentón revelaba una excepcional energía. Cuando discutía, a menudo contorsionaba el rostro con feroces espasmos como si quisiera destruir al adversario a dentelladas. Nadie podría decir que era un hombre ignorante. Era bastante culto y tenía una memoria impresionante. No requería de apuntes o alguna clase de ayuda para recordar fechas, eventos, nombres y cifras, apabullaba con andanadas de palabras que salían despedidas de sus labios como una ametralladora, y cuando el giro de la discusión empezaba a impacientarle golpeaba el piso con sus botas, o daba puñetazos al escritorio. No sentía el más mínimo respeto por quien tuviera enfrente. Los que lo conocían le temían, los que no sabían con quién trataban, cometían el grave error de menospreciarlo. Un desaire no era olvidado por Hitler aunque en apariencia no prestase atención.
Una vez finalizada la entrevista, Hanussen entró a la oficina de Hitler. Sabía que él deseaba conocer su impresión.
—¿Cree que su periódico apoyará nuestra causa? —preguntó, mientras trataba de recomponer su imagen. Aún conservaba el rostro arrebolado por la pasión de hacía segundos.
—Pienso que sí lo hará. Aunque me parece, señor Hitler que usted debería contener por lo menos por ahora sus demostraciones de odio hacia los judíos. ¿En serio piensa hacer lo que dijo? —preguntó Hanussen refiriéndose a la destrucción del Reichstag.
—Pienso hacer todo eso y más —respondió Hitler refiriéndose a la conversación en general. Parecía haber olvidado lo dicho acerca del Reichstag. O no le había dado la importancia adecuada. Aparentemente.
De regreso a Berlín, Hanussen pensaba en las coincidencias. Welldone había insistido en que no existían las casualidades. Comprobaba que una vez más había tenido razón. Tenía vagos presentimientos acerca de grandes sucesos oscuros en un futuro no muy lejano, y esa entrevista había servido para confirmarlos.
Mientras observaba los Alpes bávaros desde la terraza de su chalet en Obersalzberg, su residencia de montaña, el Berghof,, Adolf Hitler rememoraba su juventud en Viena, aquellos lejanos días de 1913, cuando vagabundeaba por las calles tratando de subsistir en medio del hambre y el frío. Había sido en una de esas tardes heladas en la que no tenía dónde cobijarse, cuando el destino lo condujo por los corredores del museo del palacio de los Habsburgo; fue así como dio con el descubrimiento más importante de su vida: la Lanza de Longino, también conocida como la Santa Lanza. La reliquia se exhibía sobre terciopelo negro dentro de una caja de cuero. Recordaba que cuando la vio, sintió como si ella hubiese estado esperando por él. La estudió con detalle: descubrió que medía treinta centímetros y que terminaba en una punta en forma de hoja. Lo que se exhibía en el cofre era sólo la hoja de la lanza. A lo largo del tiempo aquella hoja se había partido en el centro y estaba unida por un forro de plata; tenía dos cruces de oro incrustadas en la base, cerca del puño.
A partir de entonces, se dedicó a estudiar todo lo concerniente a la lanza. Era mencionada en muchos libros esotéricos, se le otorgaban poderes sobrenaturales, y se enteró que había pertenecido a Carlomagno y Federico I alias Barbarroja, ambos, personajes sobresalientes de la historia alemana; se decía que mientras la tuvieron en su poder habían salido victoriosos de todas sus guerras. La Lanza de Longino, la que había acabado con la vida de Jesús en la cruz, era considerada por Hitler el objeto que había tenido el poder de matar al mayor símbolo del cristianismo. Debido a la mentalidad ocultista que ya para aquella época se alojaba en él, consideró plausible lo que se decía de ella: otorgaba poderes ilimitados y sobrenaturales a quien la poseyera. Se convirtió a partir de entonces en su obsesión. Hitler sonrió al traer a la memoria recuerdos que entonces parecían quiméricos. Sabía que muy pronto, más de lo que muchos creían, él lograría hacerse con la Lanza y con el mundo. Recordó a Hanussen. El mago le había prometido que sería suya. Dio un profundo suspiro y trató de concentrarse en sus planes. Era en Obersalzberg donde pasaba el tiempo planeando sus próximos movimientos; había aprendido de Hanussen que debía estar a solas para escuchar su voz interior. Del joven Adolf que merodeaba medio perdido por las calles de Viena, no quedaba ni rastro.
Adolf Hitler había llegado a su cumpleaños número cuarenta y uno, cuando uno de sus principales bastiones se vino abajo: se enamoró perdidamente. Había dado trabajo de ama de llaves en Obersalzberg a Ángela, una hermana de parte de padre. El día en el que ella se presentó, lo hizo acompañada de su hija Angélica María, a quien por cariño llamaban Geli. Era una joven de veinte años y él, hasta entonces inmune al atractivo femenino, cayó rendido ante su sobrina. Fueron amantes y fungió como su tutor, hasta el punto de llevársela a vivir a Munich, a su apartamento de la
Prinzregentenstrasse
. A pesar de ser consciente del peligro que corría, el amor que sentía por primera vez era tan enervante, que se dejó arrastrar aún a sabiendas de que podría perder mucho, o tal vez todo lo que había logrado. Pero Hitler pensaba que tal vez lograría superarlo, o que con el tiempo dejaría de sentir aquella atracción por su sobrina.
Geli, por su parte, al principio deslumbrada por el poder que él ostentaba, disfrutaba al sentirse privilegiada por su tío y recibir los costosos regalos que le hacía, además de las muestras de respeto que recibía de parte de las personas que lo rodeaban. Pero en realidad, no estaba enamorada. Sólo aceptaba ser amada por él, y aún en los momentos de mayor intimidad aceptaba el amor de su tío como tributo a su juventud y a su belleza. Hitler, que en el fondo percibía que no era correspondido, sufría sabiéndose utilizado, pero soportaba la situación al saber que la tenía a su lado y en la práctica, bajo su poder.
—Adolf, deseo ir a Viena —le dijo Geli.
—¿A Viena? Y eso, ¿para qué? —preguntó él, intrigado.
—Quiero estudiar canto, deseo ser cantante de opereta.
—No. Deseo que te quedes conmigo, aquí no te hace falta nada, ¿Por qué deseas ser cantante? Eres la mujer de uno de los hombres más importantes de Alemania.
—Me siento enclaustrada. Déjame ir un tiempo a Viena.
—No estás encerrada, Geli, tienes libertad de ir y venir por donde quieras...
—Lo sé, pero nunca voy sola.
—No comprendo. Sólo te brindo seguridad.
—No es seguridad. Estoy rodeada de espías, iré a Viena.
—Geli, quédate... te lo suplico.
—Yo quiero ir a Viena —dijo Geli, con terquedad.
En el fondo no era más que una niña mimada. Hitler le había dado no sólo su amor sino todas las comodidades que ella había querido.
—Tengo una reunión en Hamburgo, espero que pienses bien en lo que he dicho. A mi regreso, hablaremos.
—¿Cuándo volverás? —preguntó Geli.
—Posiblemente mañana. Si las circunstancias lo permiten —acotó él. Por lo único que abandonaba a Geli era por su amada política.
—Entonces no me encontrarás.
Adolf se quedó mirándola con aquella mirada con la que pocas veces lo hacía. Geli sintió miedo. Él cerró la puerta tras de sí y bajó a la calle. De pronto, escuchó su voz desde la ventana del apartamento:
—¿Así que no quieres que vaya a Viena?
—¡No! —respondió Adolf, furioso.
Por respuesta únicamente sintió el golpe de la ventana al cerrarse.
Geli quedó desolada. Estaba harta de tener que permanecer secuestrada. Ella tenía poder sobre él, y podía manejarlo, pero únicamente cuando lo tenía en la cama, entonces él le prometía el mundo. Sabía que afuera, en la puerta de entrada, había gente de su tío resguardándola. No tenía libertad para vivir. No soportaba más la vida a su lado por más importante que fuese y de los lujos con los que la rodeaba, en buena cuenta, vivir al lado de un hombre que no amaba, era de por sí un castigo.
Al día siguiente encontraron a Geli muerta de un tiro en el pecho. Un extraño suicidio. Fue un duro golpe para Hitler, se sentía culpable; siempre supo que Geli corría peligro, pero era ella, o el poder. Estuvo un tiempo profundamente abatido, a la pérdida de Geli se unía la percepción de que ella había preferido la muerte que seguir a su lado. Un antiguo sentimiento de inferioridad salía a la superficie, más aún cuando todos sabían lo sucedido. No le agradaba verse como un ser humano común y corriente. El Führer, el futuro salvador de Alemania, rechazado por una jovencita como Geli. Fue entonces cuando Erik Hanussen lo invitó a pasar unos días en su mansión, para brindarle un tratamiento de apoyo y mantenerlo en constante vigilancia. Corroboraba lo que en su oportunidad había predicho. La muerte de Geli también fue un aviso de alerta para Hanussen, al comprobar que todo lo que Welldone le había enseñado era cierto.