Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
—¿Hablo con Connie Goodwin? —preguntó la voz de una mujer y, por su tono, Connie se dio cuenta de que algo no iba bien.
—Sí —respondió. Sus pensamientos volaron primero hacia Grace, pero con una precisión de láser supo que, en ese instante, su madre estaba en una casa de adobe, arrodillada, apoyando las manos sobre la rodilla enferma de una de sus pacientes, a las que trabajaba su aura. A salvo —. ¿Quién es usted?
La mujer hizo una pausa y un anodino anuncio se oyó a través de un sistema de megafonía en el indefinido espacio que había detrás de ella. Connie no pudo discernir de qué anuncio se trataba, pero la mujer pareció estar escuchándolo antes de continuar.
—Soy Linda Hartley, Connie —dijo la mujer —. La madre de Sam.
Connie oyó que un hombre se acercaba a Linda y le hablaba. Ella debió de colocar la mano sobre el auricular porque Connie sólo alcanzó a oír un murmullo apagado que decía «¿Él está?» y luego: «De acuerdo.» La mano dejó libre el auricular —. Él me pidió que te llamara. Él está… —Linda tragó con esfuerzo.
— ¿Dónde está Sam? —preguntó Connie, mientras cogía el bolso y buscaba las llaves del coche en su interior.
Connie no recordaba prácticamente nada del viaje hasta el Hospital de Veteranos de North Shore. En el momento siguiente que fue capaz de tomar conciencia de su entorno se encontró pasando velozmente a través de una puerta de cristal corredera, no muy segura de dónde había aparcado el coche. Estaba guardando las llaves en el bolsillo de los tejanos y leyendo los carteles que indicaran la dirección a la sala de urgencias, y sus pies la llevaban a lo largo de las flechas que sembraban los corredores gris pardo del hospital. El impulso la llevó a girar en las esquinas de los corredores y entrar en un ascensor, donde una de sus manos seleccionó un botón. Al salir del ascensor, atravesó otro corredor gris, éste flanqueado de mujeres viejas y arrugadas vestidas con batas de hospital y aparcadas en sillas de ruedas a lo largo del pasillo. Ninguna alzó la vista cuando Connie pasó de prisa junto a ellas. Un sistema de megafonía emitió alguna clase de anuncio y un médico joven, con los ojos enrojecidos por la fatiga, pasó corriendo junto a ella con un estetoscopio colgado del cuello. Connie parpadeó, mirando a su alrededor, y siguió a sus pies girando en otra esquina del corredor.
Tres puertas más adelante, sus pies se detuvieron delante de una fila de sillas de fibra de vidrio marrón llenas de arañazos donde estaba sentada una mujer de aspecto agradable, vestida con una chaqueta de punto ancha, unos zapatos elegantes y un gran bolso sobre el regazo. La mujer estaba mirando el suelo, observando un mundo sólo visible para ella a través de los cuadrados de linóleo. Connie esperó, suspendida en el borde del campo visual de la mujer, antes de que ella alzara la vista y abriese la boca en una sonrisa de preocupación y, posiblemente, también de tristeza.
—¿Linda?
—Tú debes de ser Connie —dijo la mujer mientras extendía la mano. Ella la cogió y se apoyó en su palma como un pescado flácido —. Eres tan guapa como dijo Sam —comentó la mujer, sonriendo débilmente.
Connie se sentó en uno de los asientos junto a la madre de Sam.
—Mi esposo está usando el teléfono público —dijo Linda mirando hacia el corredor —. Sé que se alegrará de que hayas venido.
Connie no estaba segura de si Linda se estaba refiriendo a Sam o a su esposo, pero decidió no preguntar. Las luces fluorescentes en el techo iluminaban la cabeza de Linda, convirtiendo su pelo en una opaca masa gris. Las manos de Connie aferraban y soltaban el bolso; podía ver que Linda Hartley era la clase de mujer que le caería bien, y podía imaginarse compartiendo el té con ella en la encimera de la cocina. Mientras Connie la observaba, advirtiendo que el dibujo de las líneas de expresión en los bordes de los ojos eran idéntico al de Sam, Linda continuó:
—La buena noticia es que sólo se hirió en la pierna. Desde esa altura podría haberse golpeado la cabeza. —Juntó las manos apoyando los codos en las rodillas —. Podría haberse matado.
—¿Qué fue lo que pasó exactamente? —preguntó Connie finalmente. Mientras hablaba, un hombre pequeño, de aspecto serio y vestido con un suéter, se acercó desde el otro extremo del corredor con las manos hundidas en los bolsillos de unos gastados pantalones de pana. Se sentó junto a Linda y apoyó una mano sobre su rodilla.
—Dicen que saldrá dentro de unos diez minutos —dijo él —. Estará aturdido, pero podremos entrar a verlo.
—Oh, eso es maravilloso —dijo Linda con los hombros hundidos —. Mike, ésta es Connie, la amiga de Sam.
Linda señaló a Connie y el hombre la saludó con un ligero movimiento de la cabeza. Ella esbozó una sonrisa tensa. Connie apenas tuvo tiempo de preguntarse cuánto le habría contado Sam a sus padres acerca de ella cuando Linda volvió a hablar:
—Esta mañana, Sam estaba trabajando en el andamio, pintando. —Hizo una pausa para respirar —. Y, por la razón que sea, no llevaba puesto el arnés de seguridad.
—Se cayó —la interrumpió Mike —. Desde una altura de al menos dos pisos. Ahora están ahí dentro, inmovilizándole la pierna.
Connie sintió que se le revolvía el estómago y su mente viajó de regreso a aquella mañana, viendo a Sam, la boca llena de pasta de dientes, sonriéndole desde el fregadero de la cocina. Quería estirar la mano y cogerle el brazo, y una oscura cortina de remordimiento cayó sobre ella, maldiciendo su propia incapacidad para percibir que él correría peligro cuando se marchó de la casa. «No seas ridícula —se dijo —. ¿Cómo ibas tú a saber que olvidaría ponerse el arnés de seguridad?»
—No hay ninguna maldita razón para que haga ese trabajo —protestó el padre de Sam apretando los músculos de la mandíbula.
—Michael —lo calmó Linda, apoyando una mano sobre la de él.
Los tres permanecieron sentados, Connie con las piernas cruzadas y un pie enganchado alrededor del tobillo, esperando en el corredor del hospital. El tiempo discurría alrededor de ellos en brillantes instantáneas vacías: dos enfermeras, llevando bandejas con el almuerzo, hablando; un empleado de la limpieza encorvado y vestido con un mono cogiendo el cubo de la fregona antes de que se volcase; un hombre pequeño y agostado con el cuero cabelludo moteado de manchas hepáticas, con un pijama de rayas, la silla de ruedas empujada por una mujer de mediana edad y aspecto amargado. La ausencia de ventanas y la luz permanente de los fluorescentes encerraban el corredor en un vacío donde resultaba difícil medir el paso del tiempo. Connie no estaba del todo segura de cuánto tiempo llevaban sentados esperando pero, finalmente, se les acercó un médico entusiasta.
—¿Señor y señora Hartley? —dijo —. ¿Quieren acompañarme, por favor? —Los padres de Sam se levantaron y Connie los siguió mientras acompañaban al médico hasta una habitación situada un par de puertas más adelante.
Ella esperó fuera, entrelazando los dedos, mientras los padres de Sam entraban en la habitación. Ahora que tenía tiempo para pensar en ello, Connie podía sentirse agradablemente sorprendida de que Sam les hubiese pedido a sus padres que la llamasen. En general, su carácter reservado mantenía a la gente —especialmente a los hombres —a distancia, pero Sam era diferente. Con él se sentía a gusto. Más ella misma. ¿Cómo era posible ser más tú mismo cuando estabas con otra persona? Connie siempre había dado por supuesto que era más auténticamente ella misma cuando estaba sola. Pensó en Sam, sonriendo para su sorpresa cuando él se descolgó desde el techo de la iglesia, poniendo una caja de donuts en sus manos. Se le hizo un nudo en la garganta. La puerta se abrió ligeramente y apareció la mitad de la cara de Linda.
—¿Connie? —dijo —. Puedes entrar, ¿sabes?
Ella tragó saliva y abrió la puerta.
En el interior de la habitación, Mike y Linda estaban de pie junto a una cama, con el joven médico a los pies de la misma examinando una carpeta sujetapapeles. En la cama, recostado sobre varias almohadas, estaba Sam, el rostro demacrado, la pierna en alto sostenida por poleas y correas. Varias barras o clavijas se extendían desde la pantorrilla, que estaba moteada de negro y morado. Connie se acercó al otro lado de la cama y le sonrió.
—Hola —susurró.
—Eh, Cornell —dijo Sam con la voz ronca por el cansancio. Intentó sonreír, pero no fue demasiado convincente, y a mitad de camino el gesto se convirtió en una mueca. Ella cogió su mano entre las suyas. Para su sorpresa, sintió el desorden y la confusión en las células de Sam, lo que era el resultado de un dolor súbito y extremo. Era como si su cuerpo aún estuviera sufriendo las conmociones que rebotaban a través de su sistema nervioso, incapaz de escapar o serenarse. Como si fuesen olas marinas en una piscina.
Connie le apretó la mano, enlazando su palma con los dedos, su percepción buscando a tientas debajo de la piel de Sam. Estaba asombrada ante el descubrimiento de que sus manos reunían información acerca de Sam, una información que ella no sabía cómo procesar. Desde su experimento con las plantas, Connie había descubierto una especie de armonía con su entorno, como si de pronto hubiesen quitado un pesado filtro entre el mundo y ella. El cambio era inquietante, incomprensible, pero ahora estaba recibiendo la inconfundible impresión de que el desorden que afectaba el cuerpo de Sam se extendía hasta alguna parte más allá de los huesos rotos de su pierna. Connie frunció el ceño y miró al médico.
—Bien —comenzó a decir él, hojeando lo que debían de ser los formularios de admisión de Sam —. La buena noticia es que la pierna debería sanar sin problemas. Es fuerte y muy pronto podremos ponerle un yeso y enviarlo a casa. Existe, no obstante, una salvedad importante.
El médico encajó los formularios debajo del brazo y juntó las manos delante de la boca, mirando a Sam y a sus padres. Ellos esperaron a que continuase y Sam acentuó la presión de su mano en la de Connie.
—Me temo que también debemos considerar qué pudo provocar la caída en primer lugar —dijo el médico.
—Debería haber llevado ese maldito arnés de seguridad, eso fue lo que ocurrió —gruñó Mike Hartley mientras Linda murmuraba: «Michael, por favor.»
—No se trata de eso en absoluto, señor Hartley —contestó el médico, imperturbable —. Sam, ¿qué recuerdas de antes de que ocurriera el accidente?
Sam se humedeció los labios y Connie vio que fruncía el ceño mientras trataba de avanzar a través de la niebla de la anestesia que aún bloqueaba sus pensamientos.
Se aclaró la garganta.
—No mucho, en realidad —dijo, mirando a sus padres —. Estaba acabando de aplicar la última capa de pintura dorada a la cúpula de la iglesia. Estaba algo cansado porque anoche no dormí… —miró a Connie —, no dormí muy bien. De modo que bajé del andamio para tomarme un descanso. Bebí un poco de agua de la nevera que tengo allí, pero estaba… —Movió la boca, su cuerpo recordando el sabor del agua —. Estaba… mala. El sabor era metálico. Sin embargo, no me importó. Luego me senté a descansar un momento en uno de los bancos.
Sam hizo una pausa para respirar y las líneas de expresión se contrajeron alrededor de sus ojos.
—Volví a subir al andamio y reanudé el trabajo. —Se interrumpió y la confusión se hizo visible en su rostro —. Eso es todo. Es todo lo que recuerdo.
Sam miró a Connie, confuso.
—¿No recuerdas haberte caído? ¿O el trayecto en ambulancia? —insistió el médico.
—No —contestó él, dándose cuenta de la gravedad de la situación —. Ni siquiera sé quién me encontró—. Miró a sus padres —. ¿Quién me encontró?
Sus padres se miraron pero no dijeron nada.
—Interesante —dijo el médico al tiempo que apuntaba algo. Hizo una pausa y miró a su paciente con expresión seria —. Sam —empezó —, creo que tu caída fue provocada por un ataque epiléptico.
—¿Qué? —preguntó Sam mientras su madre exclamaba: «¡Oh, Dios mío!»
Mike apoyó las manos sobre los hombros de Linda, y Connie miró a Sam. En su rostro había un rictus de desesperación. Connie tragó y le apretó la mano con fuerza.
—En un ataque generalizado de esa naturaleza, el paciente experimenta en ocasiones lo que llamamos una «aura», que a menudo se caracteriza por drásticas alteraciones en la percepción sensorial o en el estado emocional. Los cambios operados en el cerebro a veces provocan que el paciente experimente sabores u olores extraños. El sabor metálico del agua y tu inexplicable fatiga, por ejemplo. En la segunda etapa de un ataque convulsivo como ése, los miembros se ponen rígidos y el paciente se cae, los miembros comienzan luego a agitarse por las convulsiones. El paciente que se recupera de un ataque de ese tipo no recuerda nada de lo sucedido.
El médico continuó tomando notas mientras miraba a Sam con ojo crítico.
—Me temo que eso no es todo. Aunque te teníamos sedado sufriste otro ataque mientras te operábamos la pierna, acompañado de fuertes vómitos. Lamentablemente, no parecías responder a la medicación anticonvulsiva que te administramos. ¿Hay en la familia algún antecedente de epilepsia u otros desórdenes de esa clase?
—No —dijo Linda, horrorizada. Miró a su esposo, que parecía haber recibido el impacto de una piedra en medio del pecho: encogido, sin aliento, tenso.
—No, que yo sepa —respondió Mike con voz débil.
Sam, por su parte, parecía cada vez más lúcido, incorporándose sobre las almohadas y cambiando el peso del cuerpo sobre la cama. Connie apoyó una mano sobre su hombro.
—¿Acaso eso significa que puedo sufrir otro ataque? —preguntó Sam, mirando fijamente al médico.
—Sí, lamentablemente, hay muchas posibilidades de que eso ocurra. —Mientras el doctor decía esto, Linda se quedó sin aliento, llevándose una mano a la boca —. Es un tanto inusual. Aún tenemos que determinar si existe algún componente genético o bien si hay en juego algún factor externo. El vómito, obviamente, plantea algunas cuestiones serias, de modo que me gustaría llevar a cabo más pruebas. Pero no es necesario que diga que Samuel tendrá que quedarse ingresado hasta que hayamos podido estabilizarlo. Corre el riesgo de dañarse gravemente la pierna rota cuando su cuerpo sufre convulsiones, por no hablar de las implicaciones neurológicas. Y existe asimismo un riesgo de deshidratación si los accesos de vómito regresan con el mismo grado de intensidad. No puedo permitir que te marches del hospital hasta que hayamos controlado la situación.
Los padres de Sam miraron al médico, luego a Sam, y luego se miraron el uno al otro. Connie aferró con fuerza su mano y una lágrima escapó desde el borde del ojo. La enjugó con el hombro, pues no quería que Sam viese que tenía miedo.