El Libro de los Hechizos (34 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—¿No? —preguntó Connie.

—¿Acaso se trata simplemente de reunir todos esos símbolos de buen gusto y opulencia que nuestro decorador nos dice que debemos comprar?

Mientras hablaba, el señor Beeton hojeaba la carpeta de archivo, humedeciendo el pulgar cada vez que pasaba una página.

—Ah —dijo Connie con modestia.

—¿O es más bien el refinamiento de un gusto determinado a través del estudio y la contemplación, desarrollando la noción de aquello que diferencia lo meramente caro de lo verdaderamente raro a través de la disciplina y la autoeducación?

El hombre la miró expectante, observándola por encima de sus complicadas lentes de aumento. Connie abrió la boca pero, en un primer momento, de ella no salió ningún sonido. El señor Beeton esperó, juntando las puntas de los dedos.

—Disciplina —dijo finalmente.

—¡Exacto! —exclamó, empujando el catálogo y la carpeta abierta a través del escritorio —. Junius Lawrence —dijo, cambiando de posición en su asiento, con el codo moviéndose peligrosamente cerca de un montón de papeles apilados en el extremo del escritorio.

—¿Perdón? —preguntó Connie, estudiando los archivos que acababa de pasarle.

—El tipo que compró toda la colección del Ateneo de Salem en 1877. A través de un intermediario, por supuesto, ya que a ese hombre no le importó divulgar cuán absolutamente
indiscriminado
era su gusto. Y estaba en su derecho.

El señor Beeton se acomodó en su sillón.

Connie examinó con mayor atención el catálogo que anunciaba la venta en la fecha en que había sido realizada, completada con cálculos estimativos para algunos de los ejemplares más raros (de los que el almanaque no parecía formar parte). Luego se volvió hacia la carpeta de archivo abierta, que incluía el pago del comprador por el grueso de la colección, cargada a la cuenta de una compañía de valores anónima. Detrás de ese dato en la carpeta, Connie encontró una serie de recibos y firmas que seguían el rastro de la compañía de valores a través de varios signatarios hasta un tal Junius Lawrence de Back Bay, Boston, Massachusetts.

—Pero ¿quién era ese hombre? —preguntó ella, alzando la vista.

El señor Beeton esbozó una mal disimulada sonrisa afectada.

—Un industrial. Dinero nuevo. Hizo una fortuna con algo miserable, minas de granito, creo, y al igual que muchos
caballeros
de su clase emprendió de inmediato la tarea de comprar la credibilidad social de la que de otro modo habría carecido.

—Pero ¿por qué compraba libros? —preguntó Connie, desconcertada.

—Bueno, él no sólo compraba libros —dijo el señor Beeton —. También compraba muebles, piezas de Belter principalmente, y otras muestras pretenciosas del período victoriano. Y unos cuantos ejemplos de pintura paisajista norteamericana. Aparentemente, también recibía buenos consejos en ese campo. Una o dos de sus piezas acabaron en el Museo de Bellas Artes. Ese tío trataba de esparcir su dinero. Una de sus pinturas, de calidad inferior, debería estar instalada en este momento en la planta superior. Se supone que es un Fitz Hugh Lane. Luminismo. Probablemente falso. Pero los libros, señorita Goodwin… , ¿por qué cree que querría los libros?

El hombre la miró y Connie sintió que el polvo de su atestada oficina comenzaba a introducirse en sus conductos nasales para luego bajar por la garganta. Sentía un picor en los ojos. ¿Por qué compraría alguien libros antiguos, en cualquier caso? ¿Caros?

—Para llenar su nueva
biblioteca
—dijo el señor Beeton, como si respondiese al pensamiento mudo de Connie —. Antes de que usted llegase hice una pequeña investigación. En 1874 comenzó a construir una enorme casa en la calle Beacon, en el lado que mira al mar (en alguna parte conservo una copia de los bocetos arquitectónicos), y su arquitecto incluyó naturalmente una biblioteca. Bueno —Beeton hizo un gesto despectivo —, el hombre era minero, no había coleccionado un libro en su vida. Necesitaba conseguir algunos, y rápidamente. En diciembre de 1877, su esposa (ella era pariente lejana de los Cabot, de la rama que no tenía un centavo, por supuesto) organizó una fiesta.

El señor Beeton le tendió un artículo de periódico amarillento titulado «Paseando por la ciudad» en el que aparecía un grabado de la fachada de la flamante residencia de los Lawrence.

—Fue la fiesta más elegante del año, y realmente sirvió para colocar a Lawrence en el centro del escenario. Fue una buena idea tener algunos libros repartidos por la casa. Es mucho más fácil ser aceptado si uno consigue representar el papel. Cuando llegó el momento, sus hijas lo hicieron muy bien.

Beeton mostró una pequeña y malvada sonrisa y se colocó las lentes de aumento sobre la frente. Ese hombre era capaz de exponer las maquinaciones ocurridas hacía más de un siglo con tanto entusiasmo que podrían haberle ocurrido a personas que él conocía; su mente conservaba mapas de las interrelaciones, matrimonios endogámicos, cuentas bancarias y escándalos de las primeras familias de Boston, todo palpitando de vida. A veces, Connie olvidaba que, para ser un buen historiador, había que tener también un buen oído para las habladurías. Le devolvió el recorte del periódico.

—Esto es fascinante —dijo ella, preguntándose qué significado tenía todo aquello para su investigación acerca del libro de Deliverance —. Nunca había oído hablar de los Lawrence.

—En 1891 donaron una pequeña ala a la biblioteca pública de Boston —dijo Beeton —. Entregaron en matrimonio a sus dos hijas, quienes se sumieron en una saludable oscuridad. La familia perdió el resto de su fortuna durante el crac del 29. Vendieron la casa a una pequeña universidad local.

Beeton hizo un sonido desdeñoso.

—¿Cree que el almanaque que estoy buscando podría haber acabado en el ala de la biblioteca pública? ¿O que quizá lo conservó una de las hijas? —repuso Connie.

—Oh, no lo creo —repuso Beeton —. Aquí, en Libros y Manuscritos Raros, nos gusta conservar un registro de algunas de las colecciones más importantes que pasan por nuestras manos—. El hombre hablaba con autoridad —. Naturalmente esperábamos que la familia pensara en nosotros si deseaban deshacerse de la colección del Ateneo, pero, en mi opinión —el señor Beeton revisó algunos otros papeles en el archivo —, uno o dos de los volúmenes quedaron en poder de las hijas (no es que fuesen grandes lectoras, esas dos), y a la muerte de Junius Lawrence en… —buscó por un momento entre otros papeles — 1925 —le pasó a Connie el recorte de un obituario del Boston Herald titulado «Junius Lawrence, filántropo, magnate del granito, muerto a los 74 años» —, la colección fue donada a… sí, aquí está… Harvard—. Beeton puso otra hoja de papel en las manos de Connie, que resultó ser una copia del testamento de Lawrence, donde se detallaban sus donaciones caritativas.

«Cuatro años más tarde, sus hijas debieron de lamentar tanta generosidad», reflexionó Connie cuando el último comentario de Beeton se instaló en su mente.

Hizo una breve pausa.

—Espere un momento… ¿Harvard? —preguntó al cabo con voz incrédula.

—¡Así es! —exclamó Beeton —. Simulan preocuparse por lo antiguo que es nuestro dinero, pero en realidad no es así en absoluto.

Miró a Connie enarcando una ceja fina y gris.

A Connie la cabeza le funcionaba a velocidad de vértigo, y sintió que se le contraían los músculos de las manos, con el expreso deseo de excavar en la copia del testamento de Junius Lawrence que sostenía entre los dedos.

—¿Cree usted que Lawrence leyó alguno de los libros que compró del Ateneo de Salem? —preguntó, y su voz sonó muy distante en sus oídos.

El señor Beeton apretó los labios y pareció pensar por un momento.

—Es poco probable —repuso —. Yo diría que estaba demasiado ocupado disfrutando de su dinero.

El libro se encontraba en Harvard. ¡Había estado allí durante todo ese tiempo! Connie volvió a mirar el testamento y luego alzó la vista hacia Beeton, empequeñecido por sus preciosos catálogos y documentos. Él le obsequió con una sonrisa acuosa.

—Esto ha sido muy útil —dijo Connie, haciendo un esfuerzo por mantener la voz tranquila —. ¿Puedo conservar una copia de este documento?

—Es suyo —respondió Beeton, al tiempo que agitaba la mano en un movimiento displicente. Luego suspiró —. Si los coleccionistas actuales se mostrasen tan interesados como usted, señorita Goodwin… —Beeton sacudió la cabeza —. Me temo que vamos directos hacia el desastre.

—Efectivamente —convino Connie, y se levantó.

Su mente estaba ya en otra parte, atravesando a la carrera los sombríos corredores de mármol de la biblioteca Widener en Harvard, donde la esperaba el libro de Deliverance. ¡Al día siguiente mismo podría encontrarlo! Entonces podría descifrar lo que Chilton quería de él. El libro estaba rondando, a centímetros de sus dedos, pero por fin sabía exactamente dónde debía buscar.

—Muchas gracias —dijo.

— Buena suerte —creyó oír que decía el señor Beeton mientras se alejaba por el corredor con la fotocopia del testamento de Junius Lawrence apretada contra el pecho.

—¡Está en Harvard, mamá! —exclamó Connie en el momento en que levantaban el auricular en el desierto de Santa Fe.

—¿Qué está en Harvard? —preguntó Grace Goodwin.

Connie dejó escapar el aire.

—El libro de Deliverance. Hoy he conocido al individuo más curioso del mundo. Ha realizado la mitad de la investigación por mí.

Tiró del largo cable detrás de ella mientras daba las habituales vueltas por el comedor de su abuela, pasando las manos sobre diversos objetos en la oscuridad.

—¡Qué afortunada! —dijo Grace con la voz teñida de ironía —. Supongo que le habrás dado las gracias.

—Mamá… —le advirtió ella.

—Sí, cariño, lo sé. —Grace respiró profundamente —. Bien, ¿qué harás ahora? ¿Mirar bajo el encabezamiento «Libro exacto que estoy buscando» en el catálogo de fichas?

Grace se echó a reír con un sonido sorprendentemente aniñado, agudo y nacido de la parte posterior de la garganta.

—Eso estaría bien —dijo Connie.

No estaba segura de la forma en que el libro podría haber sido catalogado. En cierto sentido, su proximidad, aunque tentadora, también resultaba frustrante. Widener, la principal biblioteca de Harvard, no tenía nada que envidiar a la biblioteca pública de Nueva York en cuanto a dimensiones y complejidad. Aunque Connie, como la mayoría de los estudiantes de posgrado, tenía libros allí por los que sentía una especie de cariño posesivo, todas las estanterías de la biblioteca de la Universidad de Harvard aparecían ante ella, extendiéndose en múltiples direcciones debajo de los pasadizos del patio, una vastedad apenas transitable incluso con el título de un libro específico en mente. A Connie no le hacía muy feliz la tarea que tenía por delante.

—Por supuesto, no estás obligada a encontrarlo —aventuró Grace.

Connie apretó los dientes al tiempo que cubría con los dedos una rechoncha tetera de barro que había sobre la mesa de la abuela.

—Chilton quiere incluirme en la gran presentación que hará el próximo otoño ante la Asociación Colonial. Si voy a hacerlo, tengo que encontrar el libro.

—¿Y piensas hacer eso? No pareces muy entusiasmada con el proyecto.

Grace mantenía el tono de voz plácido, pero Connie podía percibir la insinuación de un reproche. El auricular se deslizó por un momento y luego Grace volvió a sujetarlo en el hombro, y su hija supo que estaba haciendo algo con las manos.

—Es una magnífica oportunidad —dijo Connie, consciente de que sonaba como si no sólo estuviese tratando de convencer a su madre, sino también a sí misma. Enganchó el pulgar libre en una presilla de sus tejanos cortados y se apoyó en el aparador de la abuela.

—Si tú lo dices… —comentó Grace, y luego exclamó casi en susurros —: ¡Joder!

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Connie —. No estarás cocinando, ¿verdad?

—No —dijo su madre con los dientes apretados —. Estoy tratando de replantar una de mis plantas crasas, este clima está acabando con ellas, y no dejo de pincharme con las espinas.

Connie oyó que su madre se llevaba una palma ensangrentada a la boca y aliviaba el dolor con los labios.

—Son cactus, mamá —repuso Connie —. ¿No se supone que les gusta el clima caluroso?

—Sí, pero no así. Estamos en un ciclo de calentamiento —dijo Grace con tono distraído y, por el sonido de su voz, Connie dedujo que se estaba examinando la herida de la mano —. Se trata de un cambio natural, pero se está acelerando de un modo increíble a causa del agujero en la capa de ozono. Mis pobres aloes no lo soportan.

—¿La capa de ozono? —repitió Connie.

Grace suspiró.

—Deberías coger un periódico, cariño.

Connie miró la cinta que colgaba en su tiesto.

—Yo… —Hizo una pausa con la intención de preguntarle a Grace acerca de la tarjeta escrita en latín, pero no estaba segura de por dónde comenzar —. Me han ocurrido algunas cosas curiosas con las plantas desde que llegué aquí.

—Oh, eso no me sorprende en absoluto —dijo Grace —. Cuando eras pequeña tenías un maravilloso don para la jardinería, antes de que te dedicaras a la investigación.

—Se trata de algo un poco más serio que eso —repuso Connie en voz baja —. Mamá, en la cocina encontré un puñado de las viejas tarjetas con recetas de la abuela y… ocurrió algo que no he sido capaz de explicar.

Su madre se echó a reír suavemente.

—¿Sabes? —dijo —, es arrogante suponer que siempre deberíamos ser capaces de explicarlo todo. Toma, por ejemplo, la conexión que existe entre la gente y su entorno. Yo me mudé aquí en parte porque esta región tiene cosas diferentes que enseñarme que Nueva Inglaterra. El aire es diferente, la luz es diferente, las plantas, la tierra… Nuestros cuerpos son organismos vivos, que respiran, ¿sabes?… Es fácil olvidar eso. Estamos profundamente influidos por el ritmo del mundo que nos rodea. La mayoría de las personas no entienden que la Tierra se mueve en ciclos, no sólo a través de las estaciones, sino también a un nivel mayor. Piensan que el mundo natural simplemente sigue adelante en un constante estado de equilibrio. Pero eso es estúpido.

—Mamá… —Connie trató de intervenir.

—Fíjate en esta cuestión de la capa de ozono. El problema no es el calentamiento per se —continuó explicando Grace —, sino el ritmo. Es demasiado acelerado. Está sucediendo antes de tiempo. Esos ritmos planetarios afectan a todo lo que les rodea. El clima cambiará, las plantas también, los animales perderán sus hábitats—. Grace gruñó con el esfuerzo de sacar un gran cactus fuera de su tiesto, y Connie oyó la tierra desmenuzada que caía a través del patio lejano —. Mucha gente aún no lo entiende—. Grace hizo una pausa —. Todas las cosas que nos rodean se hallan inextricablemente relacionadas con la naturaleza de la Tierra. Nuestras auras, nuestros cuerpos, la forma en que trabajamos. El impacto que ejercemos sobre otras personas. Algunas cosas (rasgos, inclinaciones, todo lo demás) pueden volverse más… pronunciadas.

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