Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
—No tienes ninguna razón para esperar noticias de Farms —replicó Deliverance —. Pero ya que te has puesto el abrigo, a la vaca no le vendría mal un poco de forraje.
Deliverance se volvió hacia el calor del vestíbulo mientras el rostro de Mercy se contraía de ira por sus planes frustrados.
—¡Tengo ganas de saber lo que ha pasado! —gritó con el rostro encarnado.
Deliverance se volvió hacia ella con una mirada helada.
—También necesitaremos más leña para el fuego de la cocina —dijo en un tono de voz que para Mercy significaba siempre el punto final, y que había comenzado a exacerbar sus nervios. Murmurando por lo bajo y protestando, se arrebujó en su abrigo y salió a la gélida tarde.
El invierno de Nueva Inglaterra se apiñó contra ella cuando salió al patio, cuarteando sus mejillas y levantando sus faldas en ángulo contra las piernas. Mientras caminaba trabajosamente hacia el establo de la vaca detrás de la casa, con los pies hundidos varios centímetros a través de la capa de nieve caída, sintió con irritación una creciente sensación de alivio de que su madre le hubiese impedido ir a los muelles. Si Deliverance no se lo hubiese prohibido, habría tenido que ir sólo por orgullo. Y ya tenía los dedos de los pies entumecidos dentro de las botas.
Al cabo de una o dos horas ya había terminado sus tareas, y abrió la puerta trasera con el pulgar enguantado, forcejeando con los troncos partidos en una postura menos incómoda mientras se abría paso poco a poco a través del umbral. Golpeó los pies con fuerza contra el suelo para deshacerse del hielo y entró en el vestíbulo gruñendo por el esfuerzo. Mercy dejó caer los troncos en una pila junto al fuego y volvió el rostro hacia el hogar, golpeando con fuerza sus mitones para que la sangre y la sensibilidad volviesen a sus manos. Cuando se volvió y se quitó el gastado sombrero de Nathaniel, descubrió la gran mole de Sarah Bartlett sentada a la mesa con su madre. La expresión del rostro de la señora Bartlett era grave, y sus manos aferraban las de Deliverance mientras ambas susurraban algo juntas. Deliverance alzó rápidamente la vista, tragó, y luego dijo:
—Aquí está la señora Bartlett con tus noticias, Mercy.
La muchacha se sentó en el duro banco que había acercado a la mesa y observó a las dos mujeres mayores.
—Buenas tardes, señora Bartlett —dijo, y cruzó las manos sobre el regazo.
—Buenas tardes, Mercy —dijo Sarah Bartlett; su rostro, habitualmente rubicundo, estaba ahora gris por el frío o bien la preocupación, Mercy no habría sabido decir por cuál de los dos.
—Continúe, Sarah —dijo Deliverance —. Mercy también debería oír esto.
La señora Bartlett miró a Deliverance, luego miró a su hija y nuevamente a la madre.
—Supongo que sí —dijo con tono inseguro. Dejó escapar un profundo suspiro, meneando la cabeza y envolviendo con las manos la jarra con sidra caliente que Deliverance había colocado delante de ella.
Mercy pensó que nunca había sabido que Sarah fuese capaz de preocuparse por algún acontecimiento. No estaba acostumbrada a ver a su vecina tan seria.
—Las cosas se están poniendo feas, Livvy. No puedo entenderlo. Esta mañana me demoré en la ciudad —comenzó a explicar —. Todo el mundo está alterado. Hace un mes que algunas muchachas más jóvenes que Mercy tienen ataques, la hija del reverendo entre ellas. El reverendo Parris dice que debe de haber algún maleficio diabólico en la ciudad. Ha hablado sobre eso desde el púlpito, apremiando a la congregación a que ayune y rece para obtener el perdón del Señor. También se rumorea que esa Mary Sibley le ordenó a Tituba, la mujer india que trabaja en casa de los Parris, que le preparase un pastel de brujas.
Deliverance emitió un leve gruñido y meneó la cabeza.
—¿Y qué receta utilizó, me pregunto? —dijo Deliverance secamente.
Sarah sonrió.
—Cogió orina de las muchachas afectadas y la mezcló con harina de centeno antes de darle de beber el mejunje a un perro, pensando que el hechizo pasaría al animal y las muchachas se librarían de sus tormentos. Ella dijo que es sabido que los perros son los parientes de las brujas.
Deliverance sorbió el aire con un gesto de desaprobación y bebió un trago de su sidra. Mercy reprimió una risita y su madre le lanzó una mirada helada. La joven apretó los labios y compuso una expresión seria. «Tonta de capirote», pensó para sí.
—El reverendo Lawson, a quien llamaron para que ayudase algunos días en la iglesia, dijo que ese pastel de brujas era un medio diabólico. Ningún sufrimiento debe permitirnos usar las herramientas del diablo, declaró, ¡y también desde el púlpito! —exclamó Sarah —. Fue en esa misma reunión que Abigail Williams le pidió que mencionara su texto y, cuando el reverendo Lawson así lo hizo, ella dijo: «Es un texto largo.» Nunca en mi vida había oído semejantes expresiones, y a alguien tan importante para colmo.
—Ya lo creo —dijo Deliverance, bebiendo otro trago de su sidra —. No es el remedio que yo hubiese elegido —señaló mirando a Mercy, quien asintió.
—Pero aún hay más, Livvy —añadió Sarah —. Les pidieron a las muchachas que nombrasen a quienes las atormentaban, que declarasen qué formas tomaba el diablo. ¡Esta misma semana han llamado a declarar a Sarah Good, a Sarah Osborne y a la propia Tituba!
Deliverance y Mercy se miraron. Sarah Good y Sarah Osborne eran dos conocidas pordioseras que iban de casa en casa pidiendo comida o un lugar donde dormir. Mujeres sufridas y mezquinas, metían miedo en los corazones de los robustos habitantes de la ciudad; todo el mundo las evitaba, como si su aplastante desgracia fuese contagiosa. Tituba era una criada india que servía en la casa de Parris y que la familia había traído desde las islas Barbados.
—Mary Sibley debe de caminar con Dios, entonces —susurró Deliverance —. Qué afortunada es.
Se levantó para mirar a través de la ventana.
—¡Livvy, escúcheme! ¡Hoy las tres han sido llevadas a la iglesia para ser interrogadas!
—¿Qué? —preguntó Deliverance al tiempo que se volvía para mirar a Sarah, quien aún estaba sentada a la mesa.
—¡Hoy, Livvy! ¡Y esa Tituba ha confesado! —Sarah acompañó la última palabra con una sonora palmada de su mano sobre la mesa.
Mercy abrió unos ojos como platos.
—Jesús misericordioso —susurró Deliverance, llevándose una mano a la sien —. Pero seguramente todo eso es una gran mentira. Aquí no hay nadie que trabaje para el diablo.
—El reverendo Parris dijo que ella debe ir hacia Jesús, confesar y señalar a aquellos que caminan con ella. —Sarah tragó, y sus ojos tenían un brillo de urgencia —. Livvy, he venido directamente a contárselo. Ese Peter Petford estuvo en la reunión. Y preguntó si alguna vez Tituba había caminado con usted.
El silencio descendió sobre la pequeña habitación y la sangre se escurrió del rostro de Deliverance hasta que comenzó a balancearse, suavemente, en el lugar donde estaba parada. Mercy se levantó de un brinco y pasó un brazo alrededor de la cintura de su madre.
—Sentémonos, madre —dijo, instalando a Deliverance en la silla de tres patas en el extremo de la mesa.
—Yo… —dijo Deliverance —. Mercy, yo…
Deliverance jadeó y pareció incapaz de respirar. Mercy cogió las cintas de encaje que ceñían la pechera del vestido de su madre y tiró de ellas con los dedos hasta que sintió que se aflojaban y Deliverance podía respirar profundamente.
—Una compresa, señora Bartlett, por favor —dijo Mercy sin mirar a su alrededor; su voz estaba cargada de una nueva nota de autoridad.
Sarah Bartlett buscó detrás de ella, encontró un paño limpio y lo humedeció en el cubo donde Mercy había recogido nieve para fundirla y utilizar el agua para lavar. Sarah le pasó el paño húmedo a Mercy y ella apretó suavemente la tela fría sobre la frente de Deliverance, echando la cofia hacia atrás hasta que los primeros mechones grisáceos cayeron sobre el rostro de su madre.
—Toma aliento, madre —susurró, pasando la compresa por detrás de las orejas de Deliverance y la base del cuello.
Sintió que ahora su madre respiraba de un modo más profundo y regular, y mantuvo la mirada fija en ella hasta que la visión de Deliverance quedó enfocada nuevamente. Mercy observó, por primera vez, la calidad de la piel de su madre; de alguna manera se había vuelto delgada como el papel, extendiendo alrededor de los ojos y la boca una fina red de líneas. Siempre había considerado a Deliverance como una mujer poderosa y competente. Recordaba, de manera vaga, aquel año durante su niñez cuando su madre había estado distante e inaccesible, y ahora podía leer en su rostro el mismo miedo y la misma preocupación que entonces no había sido capaz de entender en toda su dimensión.
—Ese Peter Petford es un hombre triste y aturdido —dijo Mercy mirando fijamente el rostro de su madre —. ¿No es así, señora Bartlett?
—Lo es —afirmó Sarah, acuclillándose cerca de donde Deliverance estaba sentada —. Yo no pude soportar sus calumnias, y así lo dije en la reunión.
Palmeó la rodilla de Deliverance con una mano gruesa y carnosa.
Deliverance tragó con esfuerzo y estiró la mano para coger la manga del vestido de Mercy con un gesto tranquilizador.
—Es preocupante —declaró —, pero quiero saber lo que se ha dicho.
Luego Deliverance miró a Sarah y esperó.
—La tal Tituba dijo que no sabía nada de eso. Entonces el reverendo preguntó qué era lo que había hecho que éste pensara eso, y Petford afirmó que usted estuvo presente hace algunos años, cuando murió su pequeña Marth.
Deliverance escuchó las noticias en silencio, aunque su rostro se puso tenso, y aferró la manga de su hija. Mercy creyó oír en la distancia el ruido de cascos que se acercaban a su camino pero no dijo nada. Desde la creciente oscuridad que invadía el interior de la casa, la forma de
Dog
se materializó en el regazo de Deliverance. Sarah se sobresaltó, meciéndose hacia atrás sobre los talones.
—¡Oh! —exclamó. Deliverance y Mercy la miraron sin decir nada —. Sí que es silencioso ese pequeño chucho.
Sarah se echó a reír, un débil sonido en la habitación silenciosa. El ruido de cascos se oía ahora con más nitidez, amortiguado por la nieve pero inconfundible.
—¿Y qué fue lo que decidió la asamblea? —preguntó Deliverance con calma.
Sarah volvió a tragar.
—El reverendo Parris dijo… —comenzó mientras los cascos se detenían delante de la casa de los Dane. Alguien desmontó, alguien grande, y echó a andar a través de la nieve hasta llegar a la puerta. Las tres mujeres oyeron el sonido apagado de los pantalones de lana arrastrados a través de la nieve densa y mojada— que quizá necesiten hablar con usted, Livvy. —Sarah se sofocó, aferrando sus manos con fuerza.
Deliverance la miró, en su rostro había una expresión de calma y determinación.
—Bien —dijo poniéndose de pie. Se alisó la falda con ambas manos y volvió a ajustarse las cintas de la pechera del vestido, atándolas nuevamente con un preciso lazo. Luego alzó las manos para ajustarse la cofia, colocando en su sitio un mechón de pelo suelto. Respiró profundamente y dejó escapar el aire con autoridad. Un golpe resonó en la puerta —. Además son rápidos —señaló —. Ve a abrir la puerta, Mercy.
Mientras tanto, Mercy se había dejado vencer por el pánico, al tiempo que su madre se tranquilizaba.
—¡Madre! —exclamó con una nota de urgencia en la voz —. ¡Podríamos escondernos! Puedo intentar una receta para ralentizar el tiempo mientras tú te escondes en el establo de la vaca y yo…
Mercy se interrumpió ante la mirada seria de Deliverance.
—Esto no son más que los lamentos apenados de un hombre confundido —dijo, tocando la mejilla de Mercy —. Sólo tengo que explicarlo a los hombres de la ciudad y todos estaremos bien—. El golpe resonó otra vez en la puerta, fuerte y contundente —. Ahora, ve a abrir, hija.
Sarah permanecía inmóvil en su sitio. Mercy se recompuso y se dirigió a la puerta.
—¡Mercy! —Su madre la detuvo con un susurro —. Mientras yo esté fuera, no le hablarás a nadie acerca del libro. A nadie.
Mercy asintió sin decir nada y, cuando Deliverance señaló la puerta, se volvió y la abrió para encontrarse con la voluminosa figura de Jonas Oliver, del pueblo vecino de Marblehead. Llevaba la capa formal de un magistrado del condado en misión oficial. Su sombrero de ala ancha estaba cubierto de escarcha, y la nieve se había acumulado sobre sus anchos hombros. Detrás de él, su caballo blanco con manchas rojas golpeaba una pata contra el suelo, produciendo un ruido seco en la tierra helada.
—Buenas tardes, Mercy Dane.
—Señor Oliver —dijo ella con frialdad.
Observó que el magistrado examinaba el interior del vestíbulo y veía a su madre, con los labios pálidos, de pie junto a la cabecera de la mesa, y a Sarah, con las manos entrelazadas con fuerza, inmóvil a un lado. Al perro no se lo veía por ninguna parte.
—Supongo que ya saben por qué estoy aquí —dijo él. Mercy pensó que era probablemente la frase más larga que jamás había oído pronunciar a Jonas Oliver.
—Estaré lista dentro de un momento —respondió Deliverance mientras se ponía su pesada capa y cogía los mitones que Mercy había dejado junto al fuego para que se secaran. Sarah había salido de su estupor el tiempo suficiente como para meter un poco de pan de maíz en un paquete junto con una pequeña bota de sidra.
Mientras tanto, Jonas Oliver esperaba en la puerta, sin moverse, con el rostro impasible, la ventisca soplando dentro de la casa a su alrededor, con ráfagas de hielo y nieve sucios en la entrada. Mercy observó los preparativos, sintiendo que el aire helado de la noche caía sobre ella y se llevaba consigo cualquier atisbo de seguridad o protección que pudiese sentir dentro de la casa. El pánico formó un nudo en su pecho y se extendió a través del cuerpo como una gran ola negra y roja, y la joven rebuscó en su cabeza tratando de encontrar una idea, algo que pudiera hacer para impedir que ese hombre horrible se llevase a su madre. Trató de recordar algunas de las recetas para invertir el tiempo que había estado practicando, algo que encogiera nuevamente los frutos hasta convertirlos en semillas, que pudiese funcionar en una situación o en un hombre, y mientras revisaba los cajones de su mente en busca de las palabras que necesitaba, su madre cogió el paquete que había hecho Sarah y se dirigió a la puerta.
Deliverance apoyó una mano sobre el hombro de Mercy y la miró a los ojos.