Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Al pie de la colina occidental, donde la multitud raleaba, había una muchacha alta tocada con una cofia demasiado grande y mal sujeta, una mano sosteniendo la rienda de un pequeño e inquieto caballo cargado con varios bultos atados juntos con una cuerda. A sus pies había un perro pequeño, que parecía tener exactamente el mismo color de la nube de polvo; varios espectadores que pasaban hacia donde estaba el grueso de la multitud miraban una y otra vez, inseguros de si el animal realmente estaba allí. El pálido rostro de la joven carecía de toda expresión, sin delatar nada del placer y la excitación, o la velada satisfacción que animaban los rostros que la rodeaban.
Mientras el día avanzaba hacia su mitad, la energía que zumbaba a través de la multitud aumentó en capas casi palpables. Gruesas masas de espanto y anticipación crecían en el pecho de cada uno de los espectadores; era el mismo ánimo pesado, expectante, que cae sobre una taberna momentos antes de que se inicie una pelea a puñetazos, una mezcla embriagadora de miedo y consternación con un toque de emoción. El parloteo se volvió más vivaz y, cuando alguien finalmente divisó en la distancia el carromato de la prisión que avanzaba pesadamente hacia ellos, los gritos y las exclamaciones comenzaron a filtrarse entre la muchedumbre, enfatizados por audibles fragmentos de plegarias y protestas.
Mercy apoyó las manos sobre los flancos de la yegua baya de la señora Bartlett, balanceándose de puntillas y atisbando por encima del nudoso lomo del animal. El carromato se acercó, conducido por un carcelero, con seis mujeres de diferentes edades y alturas de pie en él, las manos aferradas a los barrotes del carromato para mantener el equilibrio, balanceándose y golpeándose debido a los profundos surcos del camino.
Cuando el carro llegó frente a la multitud, la primera cabeza de col podrida salió volando y golpeó de lleno a la vieja Susannah Martin en el pecho con un chasquido húmedo tan fuerte que incluso Mercy, desde su distante punto de observación, pudo oírlo. La acongojada mujer apartó el rostro, la boca convertida en una mueca miserable mientras las hojas rancias colgaban de su ya de por sí inmundo vestido. Rebecca Nurse, los ojos todavía avellanados y bondadosos después de meses de encierro en la celda, estiró un dedo huesudo para retirar una de las hojas del cuello de Susannah, susurrándole unas palabras al oído mientras lo hacía. La anciana asintió, con la boca todavía fruncida, y cerró los ojos, deslizándose aparentemente hacia las profundidades de su interior, al tiempo que la siguiente col explotaba contra el costado de madera del carromato.
Mercy observó cómo las mujeres condenadas formaban una piña, Sarah Good con la boca abierta, chillándole a la multitud que ahora se congregaba alrededor de las ruedas del carromato, alzando los brazos para aferrar los dobladillos de los vestidos de las mujeres, mientras hortalizas putrefactas volaban inútilmente por encima de las cabezas o, en ocasiones, rebotaban en un hombro encogido de miedo. Sarah Wildes alzó los brazos sobre el rostro y aferró la cofia sucia mientras sus hombros no dejaban de temblar, y Elizabeth Howe escupió en la cara a una matrona que vociferaba entre la multitud. En el medio del grupo, media cabeza más alta que el resto de sus compañeras, estaba Deliverance Dane, con el ceño tranquilo, la mirada perdida en la distancia. Mercy la miró y vio que la boca de su madre se movía de un modo imperceptible, pero no podía decir si se trataba de un conjuro o una plegaria. Una mazorca de maíz voló hacia ella, fallando por centímetros la mejilla de Deliverance, pero la mujer no se encogió. Mercy irguió los hombros, dispuesta a sentir la fuerza que veía en el rostro de su madre.
El carromato redujo la marcha, ralentizado por la multitud que se aferraba a sus costados pero acercándose cada vez más al patíbulo montado en la cima de la colina. El sonido que se elevaba de entre la muchedumbre era tan intenso que Mercy casi podía verlo, revoloteando, de un color negro amarillento, surgiendo de las bocas abiertas y los ojos furiosos de los aldeanos. El carromato se detuvo tambaleante a pocos pasos de la base del patíbulo y, mientras las seis mujeres eran bajadas de allí, la turba avanzó para adelantarse a ellas, contenidas sólo por los brazos entrelazados y las súplicas de un pequeño grupo de pastores llegados de los pueblos cercanos. Las mujeres, encadenadas juntas por las muñecas, fueron escoltadas por la escalera que conducía a lo alto de la plataforma de madera, y Mercy acentuó inconscientemente la presión sobre la gruesa brida de cuero, lo que provocó que la yegua sacudiese con fuerza la cabeza y relinchara.
Cada una de las mujeres fue conducida por las muñecas hasta quedar colocada directamente detrás de las seis cuerdas colgantes, sus lazos esperando como seis gruesas serpientes. Un magistrado subió los escalones del patíbulo, los pulgares enganchados dentro del chaquetón en un gesto de importancia, y su mirada se paseó sobre la airada multitud. Una calabaza podrida aterrizó a sus pies y su mirada echó chispas, al tiempo que daba unas enérgicas palmadas para indicar que la multitud debía calmarse. El silencio comenzó en las sombras del patíbulo, abriéndose paso gradualmente entre insultos y exabruptos a través de la turba, y Mercy percibió que el ruido hirviente se calmaba poco a poco.
—¡Susannah Martin —comenzó el magistrado con la voz estremecida con los timbres de una autoimaginada dignidad —, Sarah Wildes, Rebecca Nurse, Sarah Good, Elizabeth Howe y Deliverance Dane! Habéis sido juzgadas por el tribunal reunido en la ciudad de Salem y encontradas culpables del horrendo y diabólico crimen de brujería, que, siendo un crimen contra la propia naturaleza de Dios, está castigado con la muerte. ¿Alguna de vosotras desea confesar y nombrar a aquellos agentes de vuestra propia destrucción? ¿Cumpliréis con vuestra obligación para purgar a vuestra comunidad, que lucha sola en una tierra salvaje plagada de pecado, de los males que residen entre nosotros?
Las seis mujeres permanecieron en silencio, algunas con las cabezas inclinadas y otras con los ojos cerrados y las mejillas temblorosas. Uno de los pastores, un hombre nervioso procedente de Beverly Farms, se adelantó unos pasos desde donde había estado rondando detrás del magistrado con una pequeña Biblia aferrada entre las manos. Mercy entornó los ojos e hizo un esfuerzo para oír lo que el pastor estaba diciendo.
Su voz no exhibía el peso de la del magistrado, pero parecía estar implorando a cada una de las mujeres que confesara su brujería; aseguraba que, si cada una confesaba y se sometía a Jesús, sería perdonada, sólo con nombrar a aquellas otras personas del pueblo que eran sus cómplices en el satanismo. Las conclusiones de Mercy se vieron confirmadas cuando el hombre llegó a donde estaba Sarah Good, sus ojos maníacos, su extravío más pronunciado por su evidente furia.
—¡Yo soy una bruja! —gritó, y la multitud contuvo el aliento. Dirigió una mirada sombría a Deliverance, luego alzó la barbilla hacia la muchedumbre y gritó —: ¡Yo soy tan bruja como vosotros sois hechiceros, y si me quitáis la vida, Dios os dará de beber sangre!
Ante ese exabrupto, la multitud estalló de furia, más hortalizas podridas llovieron sobre las mujeres en el patíbulo, junto con insultos y juramentos. Mercy tenía las manos entrelazadas debajo de la barbilla, los labios tensos en una mueca, y dos lágrimas calientes brotaron del borde de los ojos. Intentó controlarse, sabiendo que debía concentrarse con el fin de poder llevar a cabo la tarea que se había impuesto. Fijó la mirada en su madre, cuyos labios seguían moviéndose en silencio, y cuyos ojos recorrían los rostros de las mujeres que estaban junto a ella.
—¡Muy bien! —dijo el magistrado —. Si no os entregáis en las manos de vuestro dispuesto Salvador y confesáis vuestros pecados aquí, ante Dios y ante vuestros semejantes, entonces seréis colgadas del cuello hasta la muerte. ¿Tenéis algo más que decir?
Rebecca Nurse, irguiendo su delgado y ajado cuerpo, juntó las manos en actitud de orar. La multitud hizo silencio, esperando lo que esa mujer ampliamente respetada, una devota feligresa, tenía que decir en el instante de su muerte.
—Que Dios Todopoderoso los perdone —declaró, y el silencio de la muchedumbre permitió que Mercy pudiese oír sus palabras, aunque la voz de la señora Nurse era débil y aflautada —, porque no saben lo que hacen.
Los murmullos burbujearon en los labios de la plebe presente mientras un hombre vestido de negro ajustaba un nudo corredizo alrededor del cuello de Susannah Martin. El rostro de la mujer era de un color moteado en púrpura y rojo, lloraba, y la mucosidad brotaba de su nariz. El nudo se tensó en la base del cráneo y Susannah comenzó a emitir un agudo gemido entrecortado mientras la respiración se aceleraba en su pecho al tratar de llevar aire a sus pulmones. El hombre se movió para empujarla fuera de la plataforma y, cuando su pesada bota hizo contacto con la encogida espalda de Susannah, un momento de intensa excitación recorrió la multitud. En ese instante, el tiempo pareció ralentizarse de un modo imperceptible, y Mercy vio que los pies de Susannah se elevaban de la plataforma de madera, los ojos mirando al cielo, el rostro contraído de miedo y angustia, la cuerda serpenteando floja detrás de ella mientras viajaba por el aire. Luego, en un instante, un violento crujido resonó por encima de las cabezas de la multitud, y el cuerpo de Susannah Martin se balanceó en el extremo de la cuerda tensa, sin vida, el pie izquierdo agitándose espasmódicamente. La multitud estalló y Mercy oyó que una mujer a la que no veía exclamaba: «¡Dios sea loado!»
El hombre de negro se acercó entonces a Sarah Wildes, quien cayó al suelo berreando, implorando y suplicando ser perdonada, asegurando que ella no era una bruja, que nunca podría confesar una mentira porque eso sería cometer un pecado mortal, que ella amaba a Jesús y anhelaba Su gracia y Su perdón. La multitud comenzó a gritar mientras la sollozante mujer se aferraba la cara, y el pastor delgado y nervioso se acercó para cogerla de las manos y rezar con ella mientras el verdugo ajustaba el nudo alrededor de su cuello. Sus gritos se volvieron más agudos cuando el pastor se apartó de ella y el verdugo la pateó, y luego cesaron súbitamente cuando un estridente crujido desgarró la desolada ladera de la colina.
Durante los preparativos para colocarle el lazo en el cuello, Rebecca Nurse había mantenido las manos entrelazadas debajo de la barbilla, los ojos cerrados y el rostro sereno. Sus labios se movían mientras recitaba el padrenuestro, y no interrumpió su comunión con Dios ni siquiera un instante mientras ajustaban el nudo y el pie volaba hacia su espalda, enviando su cuerpo frágil hacia el espacio. Cuando la cuerda frenó su caída con un chasquido brutal, la muchedumbre enmudeció, como si hasta ese momento no hubiesen entendido del todo que esa mujer amable y bien considerada realmente sería ejecutada.
Una incesante retahíla de insultos y juramentos había estado brotando de las bocas de Sarah Good y Elizabeth Howe, ambas escupiendo y lanzando puntapiés a las manos que se extendían debajo de ellas entre los crecientes gritos de júbilo de la multitud.
—¡Malditos seáis todos vosotros! ¡Que Dios os maldiga! —gritaba Sarah Good cuando el duro pie del hombre impactó en su costado y ella cayó contorsionándose y agitándose violentamente por encima del borde del patíbulo hasta que su cuerpo se frenó con un brinco, merced a la sujeción asfixiante de la cuerda.
Mercy apartó la vista de aquel horror y sacó un puñado de hierbas del bolsillo debajo del delantal. Miró al perro que estaba echado a sus pies, quien alzó hacia ella una mirada triste. Preparándose para el inminente dolor, Mercy comenzó a desmenuzar las hierbas en sus manos, disponiéndolas en un círculo preciso a sus pies al tiempo que musitaba una larga retahíla de palabras en latín, lo bastante silenciosas como para que nadie reparase en ella.
Ahora, cinco mujeres pendían del extremo de las largas cuerdas; el puntapié del verdugo había escurrido sus pies de la plataforma, todos sus rostros estaban inexplicablemente tersos y blancos, el pelo suelto colgando alrededor de los rostros, una sonrisa vengativa aún demorada en los labios de Sarah Good, aunque ahora su cabeza reposaba en un ángulo imposible. El hombre de negro se acercó entonces a Deliverance Dane y ella mantuvo la cabeza erguida, enlazando las manos en una plegaria. Mercy fijó la mirada en su madre, canalizando todo el amor y el terror de su corazón en un torrente de pura voluntad, que se fundió en una pelota brillante blanco azulada apenas visible sostenida en sus manos extendidas. El hombre ajustó la cuerda alrededor de la base del cuello de Deliverance y ella entrelazó las manos con más fuerza aún, preparándose para el impacto del pie del hombre pero, sin embargo, sacudiéndose sorprendida cuando llegó.
El tiempo se detuvo por una fracción de segundo, la multitud paralizada, Deliverance suspendida en el aire antes de caer mientras el designio blanco azulado salía disparado de entre los dedos temblorosos de Mercy, crujía como un rayo por encima de las cabezas de la plebe babosa, aterrizaba en la frente de Deliverance y estallaba hacia afuera con un brillo de chispas invisibles. En ese instante, Mercy sintió la conexión de su voluntad con la de su madre, contempló los desplegados destellos de la vida de Deliverance pasando velozmente a través de sus propios ojos, viendo ahora el gran barco que zarpaba de la costa de East Anglia, la pequeñez de los pies de su madre corriendo a través de un jardín hacía cuarenta años, el estallido en el pecho ante el rostro de un joven Nathaniel, el amor abrumador mezclado con el terror ante la gran boca berreante de la pequeña Mercy, la tristeza de que todo debe acabar, y la fe inconmovible de algo, algo inefable pero hermoso que aún estaba por llegar. Todo esto pasó a través de las palmas de las manos de Mercy mientras llenaba el cuerpo de su madre con el deseo y la posibilidad de ser liberada del dolor, las cejas unidas por el esfuerzo. Entonces, súbitamente, percibió esa liberación en el momento en que se producía, sintió que el alma de su madre se deshacía de las ataduras de su envoltura mortal, sintiendo que el tiempo se reanudaba y el cuerpo de su madre quedaba flácido, el rostro brillante y sereno, y las manos de Mercy cayeron a los lados mientras unas débiles volutas de humo surgían de las puntas de los dedos. Los nervios y los músculos de Mercy se estremecieron con el dolor cegador que ella había succionado, y se tambaleó al borde del desmayo. Con las pocas fuerzas que le quedaban, consiguió montar en el lomo hundido de la yegua baya, y cuando el sonido del cuello de Deliverance al romperse reverberó por encima de las cabezas de la vociferante multitud, Mercy ya se había marchado.