Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Mercy apartó la vista de la muchacha histérica y encontró los ojos serenos de su madre. Para su sorpresa, Deliverance no parecía enfadada ni asustada. Mientras el carcelero se llevaba a las mujeres encadenadas y llorosas hacia el carromato que esperaba fuera, Mercy pensó que, si acaso, su madre sólo parecía triste.
Salem, Massachusetts
Principios de septiembre
1991
C
onnie hizo girar el pomo de la puerta de la habitación del hospital, percibiendo el chasquido del pestillo que se retiraba a través del metal, y se deslizó en silencio dentro de la habitación. El compartimento más próximo a la puerta estaba vacío, el colchón doblado en dos, y las almohadas sin fundas apiladas a los pies. Avanzó hacia la otra cama tratando de no molestar al ocupante dormido en ella. Tenía tan pocas oportunidades de dormir…
En la cama yacía un hombre joven y musculoso, una pierna aún escayolada de la rodilla hacia abajo. Estaba tumbado boca arriba, la boca apenas abierta, el aliento moviéndose sobre los labios en un suave susurro. Tenía el pelo echado hacia atrás, con la frente descubierta, e incluso en el sueño sus ojos estaban enmarcados por líneas grabadas a través de años de sonreír. Connie movió la silla que utilizaba el médico para examinarlo y la colocó junto a la cama. Apoyó la barbilla en las manos y lo miró. Los párpados se movían durante el sueño y la boca se abría involuntariamente en un ronquido silencioso. Los médicos le habían quitado el aro de la nariz y ahora parecía más joven, menos peligroso. Dejó que la mirada viajara sobre su cuerpo, trazando el dibujo del tatuaje celta negro que rodeaba el brazo —una indiscreción universitaria, había dicho él —, y continuando por el pecho, sus brazos musculosos, hasta toparse con las blandas correas que sujetaban las muñecas al armazón metálico de la cama.
«Oh, Sam…», pensó.
—Connie, quiero que sepas que nosotros lo entenderíamos —había dicho Linda, su madre, la semana anterior mientras compartían un café.
—¿Entender? —había preguntado Connie, desconcertada —. ¿Entender qué?
Linda Hartley hizo girar la taza de café entre sus manos sin mirar a Connie a los ojos.
—El padre de Sam y yo… lo entenderíamos si resultase que todo esto es demasiado para ti —dijo.
«Me está dando permiso para que rompa con Sam», entendió Connie de pronto. Sin embargo, ella no tenía ninguna intención de hacer eso.
—No lo es —contestó Connie mirándola a los ojos.
Ahora escuchaba el silencio en la habitación del hospital, roto sólo por el apagado anuncio ocasional del sistema de megafonía en el corredor. El pecho de Sam se elevó con un suspiro, moviendo la delgada sábana, y Connie estiró dos dedos para volver a colocarla en su sitio. Sam no se agitó.
Aunque deseaba hablar con él, probablemente fuese un hecho fortuito que estuviese dormido, al menos por el momento. Connie abrió el bolso, sacando de su interior la pequeña botella que había traído desde su casa en Milk Street, junto con una de las fichas de la colección de recetas de su abuela. La que no tenía título.
«Si alguien me sorprende haciendo esto, pensará que he perdido el juicio —reflexionó, y su boca se convirtió en una línea sombría —. Y eso también incluye a Sam.»
Volvió a mirar su rostro dormido. Ahora estaba frunciendo el ceño. Una pesadilla. Pequeños remolinos de tensión se movían debajo de los párpados y Connie se dijo que debía actuar de prisa.
Se enrolló las mangas largas de la camiseta por encima de los codos y cogió una toalla de papel del dispensador que había en la pared. Extendió el papel sobre el alféizar de la ventana que había detrás de ella, colocó la polvorienta botella encima y le quitó el tapón. A continuación, se acercó silenciosamente hasta la puerta, la abrió y miró a ambos lados del corredor en busca de médicos, enfermeras, los padres de Sam… , cualquiera que pudiese tropezarse con ella. En el extremo más alejado del corredor se oyeron las risitas nerviosas de unos adolescentes pero, aparte de eso, estaba desierto, y las luces fluorescentes se reflejaban sobre el restregado suelo de linóleo. Connie cerró de nuevo la puerta.
Regresó de puntillas junto a la cama donde Sam dormía, los brazos tensándose momentáneamente contra las ligaduras. En el fondo de su mente, Connie se preguntó cuándo se interrumpiría el descanso de Sam; en cualquier momento, su cuerpo podía alterarse, sometido a espasmos musculares y arrastrarlo fuera del sueño. Ella sintió que su corazón se aceleraba, enviando adrenalina en un hormigueo a través de brazos y piernas mientras se arrodillaba debajo de la cama de metal.
Allí estaba: una bolsa de plástico alimentada por un catéter que se perdía debajo de las sábanas. Trabajando de prisa, separó la bolsa de su tubo mientras fruncía los labios con una mueca de disgusto. «Si fuera de alguna otra persona…», pensó, balanceándola en las manos mientras se levantaba y miraba el rostro de Sam. Nada. Bien.
Se volvió hacia la ventana, inclinando la bolsa de plástico hasta que su escaso contenido cayó lentamente dentro de la botella. La vació casi hasta la mitad, llenando unos dos tercios de la botella, el vidrio azul brillando con un color verdoso alrededor del líquido del cuerpo de Sam. Un instante después había terminado, y Connie volvió a arrodillarse, sujetando nuevamente la bolsa debajo de la cama.
Mientras estaba agachada en el suelo sobre manos y rodillas, hubo un movimiento en la cama encima de su cabeza, y oyó una voz que preguntaba:
—¿Eres tú, Cornell?
Se sentó rápidamente sobre los talones y miró el rostro de Sam. Sus párpados estaban entreabiertos, los suaves ojos verdes cada vez más despiertos.
—¿Qué estás haciendo en el suelo? —susurró él con una media sonrisa.
—Nada —dijo ella con tono tranquilizador mientras se sentaba en la silla —. Se me había caído un pendiente. Nada importante.
La sonrisa de Sam se amplió y una ceja se alzó hacia la frente.
—Buen intento. Tú no usas pendientes —señaló.
Ella le sonrió.
—Eso lo dices tú. Siento haberte despertado.
—No —dijo él, cambiando de posición en la cama —. No me has despertado. Los médicos dicen que necesito dormir siempre que pueda, pero es algo que va y viene.
—¿Quieres un poco de agua? —preguntó ella mientras su mente se adelantaba pensando en distintas maneras de distraerlo para que no viese la botella en el alféizar de la ventana. Sam se humedeció los labios y acomodó la cabeza sobre la almohada.
—Sí —dijo, tirando ligeramente de las correas —. También podrías quitarme estas cosas. Son jodidamente molestas.
Connie se levantó y fue hasta un pequeño lavamanos que había debajo del dispensador de toallas de papel, donde se frotó las manos vigorosamente debajo del agua caliente.
—¿Has tenido algún ataque hoy? —preguntó tranquilamente mientras cogía un vaso y lo llenaba con agua del grifo.
—¿Qué hora es? —preguntó él a su vez con voz pastosa.
Connie miró el reloj que había encima de su cabeza.
—Las cuatro y treinta y tres —dijo.
—Entonces han pasado unas dos horas desde el último —dijo Sam. Parecía cansado.
Connie le acercó el vaso con agua, lo dejó sobre la mesilla de noche y se inclinó para aflojarle las ligaduras de las muñecas. Cuando tuvo las manos libres, Sam extendió los brazos en el aire, hizo girar las muñecas y exhaló un largo y tembloroso suspiro. Ella lo observó, disfrutando de la revelada tensión de su cuerpo, asombrada al mismo tiempo por pensar en él de ese modo en semejante contexto. Él la miró mientras bebía el agua.
—¿Qué? —preguntó, apartando el vaso de los labios.
—Nada —contestó ella, y sintió una oleada de calor que nacía en la línea del pelo y le envolvía las orejas.
—¿Qué? —bromeó Sam, dejando el vaso nuevamente sobre la mesilla de noche y cruzando los brazos.
—Nada —repitió Connie mientras una sonrisa bailaba en sus labios.
Él extendió la mano, deslizándola por su nuca y atrayéndola hacia su boca. Cuando el beso hubo acabado, unos momentos más tarde, Sam apoyó la frente sobre la de ella y sus narices se tocaron.
—No esperaba que pasara esto —dijo él sin apartar la mano de la cabeza de Connie. Ella sintió el calor de sus dedos presionando la nuca y alzó una mano para apoyarla sobre su brazo doblado.
—¿Qué parte? —preguntó. A través de la piel tensa de la frente pudo sentir su ansiedad, sabiendo que a medida que pasaban los minutos lo acercaban al siguiente ataque y no había nada que ninguno de los dos pudiera hacer al respecto.
—Cualquier parte —reconoció él —, pero en realidad me estaba refiriendo a la parte en que te conocí.
Ella esbozó una sonrisa triste y tensa. Estiró la mano para acariciarle el lóbulo de la oreja sin decir nada.
—Escucha —comenzó a decir Sam —. Quiero que sepas una cosa.
—No te preocupes por ello —dijo Connie.
—No sabes lo que voy a decir —protestó él.
—Sí, lo sé —susurró ella, apretando la frente con más fuerza contra la de él. Permanecieron sentados así en silencio durante varios minutos, con los ojos cerrados, comunicándose sin necesidad de hablar. Luego Sam suspiró diciendo:
—Será mejor que vuelvas a atarme las muñecas.
Ella percibió el miedo que se ocultaba debajo de su tono indiferente. Asintió, encorvándose para besarle el dorso de la mano antes de deslizarla dentro de la correa de velcro que colgaba de la barandilla de la cama.
—Ajústalas bien —añadió él.
—Sam —dijo Connie, sujetándole ahora la otra mano —. No quiero preocuparte, pero es probable que no me veas durante un par de días.
—¿Por qué? —preguntó él —. ¿Ha surgido algo?
—Podrías decirlo así —dijo ella mientras terminaba de sujetar la mano izquierda —. Hay algo muy importante que debo hacer.
—¿Es por esa conferencia que mencionaste, a la que quiere llevarte Chilton?
Sam trató de alegrarse por ella mientras hacía esas preguntas. Siempre se interesaba por su trabajo, siempre hacía un esfuerzo para continuar como si estuviesen hablando mientras tomaban un café. El corazón de Connie se encogía de culpa cuando Sam lo hacía, pero él le juraba que prefería la normalidad de la conversación acerca del trabajo y las ideas a la reflexión permanente sobre el empeoramiento de su estado. Ella hacía esfuerzos por creerlo.
—Sí y no —dijo Connie, acariciándole el pelo —. Tal vez. Pero quiero que sepas que estaré pensando en ti todo el tiempo—. Se inclinó para susurrarle al oído —. Tengo el libro.
Los ojos de Sam se encendieron de entusiasmo y se incorporó en la cama apoyándose en las almohadas.
—¡Imposible! —replicó, boquiabierto —. ¿Y no lo has traído? ¡Tienes que traerlo! No puedo creer que hayas venido a verme y no hayas traído el libro.
Parecía realmente excitado. Un estallido de ternura y calidez se extendió por el pecho de Connie, lo que provocó que su respiración se volviera más profunda. Le sonrió.
—Lo verás… , pronto. Sólo tengo que hacer esto antes. —Apoyó la palma de la mano sobre su frente para que volviese a acostarse. Intentó transmitirle una sensación de ligereza, bienestar y somnolencia desde su mano hasta su piel, filtrándola profundamente hasta el cerebro, tratando de preparar su cuerpo para los temblores que (alzó la vista hacia el reloj y, mientras lo hacía, deseó haberlo hecho de un modo más sutil) probablemente se producirían al cabo de pocos momentos —. No te preocupes —musitó —. Todo esto se resolverá pronto. Muy pronto.
Mientras Connie hablaba, los párpados de Sam se volvieron más pesados, cayendo sobre sus ojos como una gruesa cortina de terciopelo. Una diminuta sonrisa jugó en sus labios y su cuerpo se relajó, las manos cayeron laxas en las ligaduras. «Tal vez pueda permanecer dormido durante este ataque», deseó ella mientras sentía cómo el estado consciente de Sam se desvanecía bajo la presión de su mano. Cuando sus ojos estuvieron completamente cerrados, Connie retiró la mano despacio y observó cómo su pecho subía y bajaba.
Una vez satisfecha, se volvió hacia la botella que descansaba sobre el alféizar de la ventana, le puso el tapón y la deslizó dentro del bolso. Luego dobló la toalla de papel y la depositó en silencio en la papelera que había junto al lavamanos.
Regresó a la cama, sacando la pequeña ficha sin título de su escondite en el bolsillo. La había encontrado en la misma caja que el conjuro en latín para cultivar tomates, entremezclada con sencillas recetas de mediados de siglo para preparar gelatina y diversos guisos. Al leer nuevamente su contenido, Connie meneó la cabeza, sonriendo con incredulidad.
La tarjeta incluía una secuencia de letras aparentemente disparatadas, dispuestas en forma de triángulo, y aunque Connie aún no podía creerlo del todo, sabía que incluso un niño pequeño sería capaz de reconocer lo que decía. El conjuro tenía este aspecto:
A B R A C A D A B R A
A B R A C A D A B R
A B R A C A D A B
A B R A C A D A
A B R A C A D
A B R A C A
A B R A C
A B R A
A B R
A B
A
Debajo del extraño triángulo había escrita sólo una instrucción. «Para eliminar la enfermedad, aplicar como conjuro en el cuerpo», leyó Connie en un susurro. Dobló la tarjeta hasta formar un cuadrado diminuto y se inclinó hacia adelante, rozando la frente de Sam con los labios mientras deslizaba el conjuro debajo de la almohada. Él profirió un débil ronquido mientras dormía y Connie lo miró con una expresión distendida en el rostro.
—Esto tiene que funcionar —se dijo a sí misma, pero quizá también al universo.
Luego cruzó la habitación en silencio y se marchó.
Boston, Massachusetts
18 de julio
1692
Un remolino de voces recorrió el sombrío corredor: una mujer joven en un discurso rápido y enfático con un hombre de aspecto hosco. Los presos encerrados en las estrechas y lóbregas celdas que flanqueaban el pasillo alzaron las cabezas aguzando los oídos. El volumen de las voces aumentó, luego disminuyó, y el sonido de unas llaves señaló la apertura de la puerta en el extremo más alejado del corredor. Unos rostros sucios se apretaron contra las pequeñas aberturas situadas en la parte superior de las pesadas puertas de las celdas: aquí, George Burroughs, un pastor destituido de su cargo en el pueblo, el pelo largo y enmarañado; allí, Wilmott Redd, una rolliza pescadera de Marblehead, su semblante habitualmente jovial, ahora enjuto y demacrado.