Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
—No puedo hablar mucho —dijo su madre sin más preámbulos cuando el auricular cobró vida —. Tengo a Bill Hopkins aquí y necesita que le limpien el aura. Deberías verla: tiene líneas de energía dentadas por todas partes. Bill ha estado terriblemente deprimido…
—Mamá —Connie la interrumpió, jadeando —. Lo tengo.
—¿Qué es lo que tienes, cariño? —preguntó Grace, seguido de un susurrado «Sólo será un minuto, Bill… es mi hija», por encima del auricular.
—¡El libro de sombras de Deliverance Dane! —exclamó Connie con el corazón golpeándole el pecho.
—Por supuesto que sí, cielo. Aunque sigo diciendo que no lo necesitas. —Grace suspiró suavemente —. Bueno, supongo que no te hará daño. Has estado tan preocupada por él… Puede ser agradable tener algunas pautas concretas cuando estás comenzando.
«Té», oyó Connie que Grace susurraba al expectante Bill, quienquiera que fuese, agitando la mano en dirección a la cocina en su casa achaparrada del desierto.
Frunció el ceño, desconcertada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Ayudar a Sam, por supuesto —contestó Grace, y Connie imaginó las frágiles cejas de su madre elevándose hasta formar dos sinceros arcos sobre sus ojos —. Francamente, estoy un poco sorprendida de que él se haya lastimado tan pronto. Entre vosotros dos debe de existir un vínculo terriblemente fuerte.
—¿Qué? —exclamó Connie con incredulidad.
—Habitualmente pasa bastante más tiempo antes de que se produzca el accidente. Pero siempre ocurre —dijo Grace con voz tranquila —. Nunca he tenido una buena explicación para ello. El Señor nos lo da y el Señor nos lo quita, eso era lo que decía siempre mi madre, como si fuese un precio que hubiera que pagar a cambio de poder ver en el interior de los demás. Tenemos el don, pero al principio nos produce dolor, jaquecas, habitualmente, y por último aflicción en aquellos que más amamos. Como sucede con todas las cosas, se presenta en ciclos; la intensidad varía, sujeta al estado de la Tierra. Al aproximarnos al final de este siglo, los ritmos se han vuelto más agudos. Yo sólo pasé dieciocho meses con el pobre Leo, mientras que papá y mamá estuvieron juntos veintitantos años. Y ahora está tu Sam, después de sólo ocho semanas—. Grace suspiró, apenada —. Mi pobre niña.
—¿Cómo sabes de Sam? ¿Cómo sabes siquiera su nombre? —inquirió Connie.
Estaba dispuesta a admitir cierto grado de intuición entre Grace y ella, pero se había mostrado más que circunspecta con su madre en cuanto a su relación con Sam. ¿Era ésa la razón por la que Grace había estado preguntando por él con tanta insistencia?
Grace dejó escapar el aire por la nariz con impaciencia al tiempo que en silencio articulaba: «Lo siento, Bill», y le indicaba con la mano que se sentara en el sofá de su sala de estar con vigas vistas en el techo.
—Escucha, Connie, cualquiera que sea la decisión que tomes, debes asegurarte de que todo sucede dentro de la casa —dijo con voz firme —. No hay ningún lugar más seguro que tu casa, tu propio terreno, por decirlo de alguna manera, ¿verdad?
—Pero, mamá, yo… —comenzó a decir Connie, pero luego se interrumpió —. Espera. ¿Estás diciendo que tú sabías que a Sam iba a pasarle algo?
Grace respiró con impaciencia, un gesto habitual en ella cuando pensaba que su hija estaba omitiendo deliberadamente alguna cuestión que para ella era clara e inequívoca.
—De verdad, Constance, a veces es como si te negaras a ver lo que tienes delante de las narices.
Connie se quedó helada, el auricular cogido en una mano que ahora, de alguna manera, parecía separada del resto de su cuerpo, flotando cerca de su rostro como una polilla. ¿Qué era lo que había dicho Grace?
Constance.
Su nombre completo.
Como muchas personas a las que sólo se conoce por sus apodos, Connie tendía a olvidar que tuviese alguna conexión con esa palabra. Liz y ella habían hablado del tema en una ocasión. ¿Cómo lo había explicado su amiga? Siempre que la llamaban «Elizabeth», pensaba que le estaban hablando a alguien que estaba detrás de ella.
Constance
. Una especie de nombre cursi, de zapatos —de — charol —y —calcetines plisados. Cuando era niña detestaba su nombre y, de todos modos, los amigos contraculturales de su madre que entraban y salían de la comuna de Concorde no eran muy amigos de los nombres completos. Aquellos que habían tenido hijos cuando Connie estaba creciendo les pusieron nombres hippies: Branch Water Alpert, que ahora era estudiante universitario en Brandeis, y Samadhi Marcus, un joven pedante y de derechas que vivía en Asheville y respondía por «John». Como si alguien pudiese culparlo.
De modo que Connie había dejado que el nombre se alejara de ella, relegándolo a un lado con la misma finalidad con que apartaba los zapatos cuando le quedaban pequeños año tras año. Lo había descartado tan completamente que ahora volvía a descubrir, con una incipiente sensación de asombro, que la palabra poseía un significado más allá de su función como nombre. Constance: perdurabilidad, fidelidad. El acto de permanecer firme, inalterable. Una forma de ser, o una condición a la que uno podría aspirar. Como gracia
[13]
.
Como salvación
[14]
.
—Oh, Dios mío —susurró, abriendo mucho los ojos con una súbita certeza.
«Por supuesto.» Y Sophia, «sabiduría» en griego, según había dicho Liz. Mercy. Prudence. Patience… Temperance, cuyo plácido rostro del siglo XIX la miraba desde el retrato que había en el comedor de la abuela, un vínculo silencioso que conectaba el linaje de las mujeres en su vida presente con el linaje de las mujeres que estaba buscando en el pasado. Sus apellidos habían cambiado con el tiempo y los distintos matrimonios, pero los nombres trazaban una genealogía que era innegable.
Connie contempló con asombro la palma de su mano, el pequeño hueco carnoso donde, de alguna manera, su voluntad se había manifestado en una luz azul blanquecina, dolorosa y punzante, cuando consultó el cedazo y las tijeras, o cuando apoyó la punta del dedo en la frente de Sam para aliviar el dolor de su sufrido cuerpo. Repasó los detalles de la vida de su madre, desechando el opaco desorden de la terminología
new age
, observando cómo la verdad cambiaba sus contornos bajo los cambiantes parámetros del lenguaje. Del mismo modo que todas esas mujeres —cada una de ellas encerrada en su propio momento de la historia y, sin embargo, también una variación de la propia Connie —describieron su oficio en términos específicos de su época. Tragó con dificultad, acercando el auricular a la boca y convirtiendo su voz en un susurro:
—Madre —dijo —, ¿sabes quién trazó ese símbolo quemado en mi puerta?
Connie oyó que Grace reía entre dientes, casi con presunción.
—Sólo te diré esto —dijo —. Nadie, y quiero decir nadie, quiere que estés más segura que yo.
El silencio se instaló entre ambas mientras Connie, de pronto, lo entendía todo.
—Pero ¿cómo…? —comenzó a decir, sólo para que Grace la interrumpiese.
—Lo siento mucho, cariño, pero realmente debo dejarte. No puedo hacer esperar más a Bill. Su aura es un completo desastre.
—¡Mamá! —exclamó Connie en tono de protesta, pero Grace la hizo callar.
—Ahora escúchame con atención: todo saldrá bien. ¿Recuerdas lo que te dije acerca de los ciclos naturales de la Tierra? ¿Que hay personas que los sienten simplemente como cambios en el clima? No estoy preocupada en lo más mínimo. Confía en tu instinto y sabrás lo que tienes que hacer. Es como —hizo una pausa, elevando la vista al cielo, buscando las palabras exactas —, es como hacer música. Está el instrumento. Está el oído. Y está la práctica. Junta todos esos elementos dispares y podrás tocar. También está la partitura, por supuesto. Puede guiarte, darte pistas, pero por sí sola, no son más que marcas en un papel.
La incertidumbre y el temor descendieron sobre Connie, como si estuviese parada en un arroyo poco profundo, buscando a través del agua turbia algo brillante y precioso que hubiese caído allí.
—Pero hay tantas cosas que no entiendo —susurró, apretando con tanta fuerza el auricular contra la oreja que ésta comenzó a enrojecer intensamente.
—Tú ves un misterio —dijo Grace con voz segura —, pero yo veo un don—. Antes de que Connie tuviese oportunidad de responder, su madre gritó: «¡En seguida estoy contigo, Bill!», y luego se volvió hacia el teléfono, diciendo —: Te amo, cielo. Cuídate.
En el auricular se oyó un clic y Grace desapareció.
—Pero duele —dijo Connie a la línea muerta, flexionando la mano libre y sintiendo un leve hormigueo eléctrico debajo de la piel.
Boston, Massachusetts
28 de junio
1692
La rata había dedicado la mayor parte de su último cuarto de hora a lavarse la cara, frotándose con las patas detrás de las orejas y sobre las mejillas cerdosas. Era un animal gordo y ocioso, y ahora que sus orejas estaban lisas y brillantes, volvió su atención hacia la rosada cola que se enrollaba alrededor de sus patas, los dedos hábiles abriéndose paso desde la base hasta la punta, eliminando pulgas o restos de barro, atrayendo el extremo de la cola hasta colocarlo debajo de los pelos del bigote para encontrar la lengua. El estrecho cuadrado de luz natural en donde estaba agazapada, una astilla de sol que se filtraba a través de la abertura con barrotes que había en lo alto y donde podían verse los pies y los cascos de caballos que pasaban, arrancaba un brillo inteligente de sus duros ojos redondos. Mientras trabajaba con ahínco en la cola, un débil gemido surgió del rincón más oscuro de la celda, y el montón de paja hedionda donde la rata estaba sentada se agitó bajo unos pies que se estiraban. El animal, asustado, saltó del cuadrado de sol para completar su higiene en otra parte.
Su lugar en el estrecho parche soleado estaba ocupado ahora por un pie tembloroso, dos dedos sucios que se extendían hacia adelante desde una sucia media de lana. Alrededor de la media se ajustaba una pesada argolla de hierro unida a un pequeño trozo de cadena de las que se usaban en los barcos. El pie y el tobillo eran tan pequeños que la argolla aún tenía un espacio de unos dos centímetros libres en su interior, a pesar de que estaba ajustada en su posición más estrecha; la media de lana debajo de la argolla estaba oscurecida por manchas de óxido.
La niña a la que pertenecía el pie, una tal Dorcas Good, yacía de lado, acurrucada en un tembloroso ovillo en el extremo oscuro de la celda, brazos y rodillas apretados contra el pecho, el rostro cubierto por una enmarañada mata de pelo. Tenía los ojos muy abiertos, pero vacíos, y la boca chupaba uno de sus pequeños pulgares. En las últimas semanas, su lenguaje la había abandonado; aunque sólo tenía cuatro años y, según el decir general, había sido una niña vivaz y simpática, ahora estaba flaca y demacrada, y sus únicas expresiones eran los gemidos y los llantos propios de un bebé.
Una mano se acercó para apartarle el pelo, que una capa de sudor había pegado a la frente de la pequeña. El aire dentro de la celda era denso por el calor de principios de verano, y estaba viciado por el hedor de la paja y los cubos rebosantes de excrementos que les proporcionaban a las ocupantes de la celda. Deliverance Dane mantuvo la mano apoyada, un punzante hormigueo irradiando de la palma, sobre los ojos fijos de la niña, y susurró un conjuro, el que parecía resultar más eficaz a medida que pasaban los días. Los párpados de Dorcas se cerraron, se abrieron y volvieron a cerrarse, aislando lo que quedaba de su mente del horror en el que se hallaba inmerso su cuerpo. La respiración de la pequeña se hizo más profunda y cayó en un sueño tranquilo.
—Vuelve a dormir, ¿eh? —graznó una voz quebrada desde otro rincón de la celda.
—Así es. —Deliverance asintió, retirando la mano de la frente de la niña y apoyándola nuevamente en su regazo. Luego cambió de posición contra la áspera pared de piedra.
En los últimos meses había adelgazado, y sus huesos ya no encontraban un lugar cómodo donde asentarse. La carne había desaparecido, aparentemente, unos cuantos kilos de golpe, y ahora aparecían huecos entre los dedos de la mano. La alzó en el reducido cuadrado de luz y pudo ver el otro lado de la celda a través de los espacios entre ellos.
—Nunca he visto a nadie que pudiera dormir así —continuó diciendo la voz —. No es natural.
Deliverance suspiró al tiempo que cerraba los ojos. Ya había mantenido esa misma conversación con la señora Osborne demasiadas veces.
—Dios protege las almas de los inocentes lo mejor que puede de los tormentos del diablo —murmuró.
La voz se echó a reír, una especie de cacareo burlón que se disolvió en un acceso de toses entrecortadas. Cuando las toses remitieron, la inconfundible figura de Sarah Osborne se elevó en las sombras en el rincón opuesto de la celda y avanzó a gatas hasta que un rostro marcado por la viruela, rematado con una cofia del color del agua de fregar los platos, apareció a pocos pasos de donde estaba sentada Deliverance. Los labios resecos y agrietados se abrieron sobre unas encías punteadas de dientes, y Deliverance cerró la garganta contra el olor fétido que desprendía la boca de la mujer.
—La conozco, Livvy Dane —siseó ella —. Y a la madre de Dorcas también, aunque ella debe de estar encerrada en algún otro maldito agujero. Estuve a punto de contarles lo que habían hecho ustedes. Todos lo sabíamos.
Los ojos de Deliverance se desviaron lentamente hacia un lado, donde hicieron una pausa para contemplar el rostro de Sarah Osborne. La piel entre los ojos de la mujer mayor estaba agrietada y tensa; esa vieja arpía siempre había estado chalada. Su mente saltaba de una cosa a otra, intercalando gritos e insultos, y debido a esa zafiedad sólo había podido vivir gracias a la caridad de la gente del pueblo. Solía arañar las puertas de las casas, pidiendo una moneda o un trozo de pan, o poder pasar la noche en el cobertizo de las vacas para protegerse de los rigores del clima, y los habitantes del pueblo respondían invocando las virtudes cristianas de la caridad y la buena voluntad, al tiempo que deseaban silenciosamente que se marchara. Sarah Good, la madre de Dorcas, que se hallaba encerrada a varias celdas de distancia, aunque era más joven que la señora Osborne, estaba tan maltrecha como ella, y trataba de salir adelante en condiciones similares. Los ojos de la señora Good estaban vacíos y desenfocados para siempre, amarillos a causa de la miseria y el alcohol. En el pueblo se decía que Dorcas era hija de padre desconocido, y que Sarah había cumplido su pena en prisión por ese motivo, condenada y multada por fornicación.