Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Deliverance apretó los labios y alzó la vista hacia el rostro devastado de la señora Osborne con una mezcla poco caritativa de piedad y aversión; piedad por la vida que había tenido que llevar, y aversión por la certeza de que Sarah Osborne adornaría los magros cuidados que le dispensaba a la acurrucada y doliente Dorcas hasta que las sospechas que se acumulaban contra ella en el pueblo tomaran cuerpo en un hecho reconocido. Durante los meses que ambas llevaban encerradas en prisión, con los tobillos encadenados a la pared, esperando a que el gobernador Phips llegase a las colonias con una nueva carta constitucional y, con ella, un mandato legal para la celebración de un juicio, la señora Osborne había pasado sus escasos momentos de lucidez vigilando a Deliverance, al acecho, como una araña.
El gobernador había llegado de Inglaterra en mayo, y había decretado de inmediato que se constituyera un gran tribunal en Salem para el procesamiento y la contención de esa amenaza diabólica que se extendía como un reguero de pólvora. Durante meses, las niñas poseídas, entre ellas, Betty, la hija del reverendo Parris, habían señalado con sus dedos acusadores a todos los personajes imaginables. Y a algunos inimaginables también: a la prisión llegó el rumor de que incluso habían acusado a uno de sus antiguos pastores. Todo el pueblo estaba ansioso e intranquilo, y la banda de niñas asustadas, presas de las garras de violentos ataques, extendieron sus acusaciones hasta pueblos lejanos, incluso a Andover y Topsfield, buscando en vano alejar de ellas las miradas acusadoras de los habitantes de Salem. El tribunal se había reunido por primera vez a comienzos de junio y había condenado a Bridget Bishop a morir en la horca. Y así lo hicieron, apenas una semana más tarde, colgada de una cuerda y balanceándose ante una multitud jubilosa en la desolada cima de la colina occidental del pueblo. Hubo quienes afirmaron que la justicia aplicada a Bridget Bishop serviría para dar por cerrado el caso. No obstante, las mujeres acusadas seguían esperando en la prisión.
A pesar del calor que hacía en la celda, Deliverance se rodeó el cuerpo con los brazos, temblando. Entrelazó sus dedos finos y huesudos.
—Venga, señora Osborne —dijo, y la fatiga se hizo evidente en su voz —. Recemos juntas.
La pordiosera profirió una exclamación burlona, un estridente «¡Bah!», y se retiró hacia las sombras de la celda. Un momento después comenzó a murmurar incoherencias, pero entre el montón de sus expresiones sin sentido, Deliverance alcanzó a discernir que musitaba: «Ya no hay ninguna oración que pueda ayudarnos.»
Deliverance permaneció sentada durante algunas horas con las manos entrelazadas debajo de la barbilla y los labios moviéndose en una silenciosa plegaria. La pequeña Dorcas seguía durmiendo, sus miembros estremeciéndose en su sueño, la cadena que sujetaba su tobillo arañando ocasionalmente el suelo, mientras la señora Osborne acechaba desde su rincón, acomodando la paja sobre el regazo. Deliverance aún no había perdido su capacidad de asombro ante la lentitud con la que transcurría el tiempo en la cárcel. El diminuto cuadrado de sol se arrastraba a través del suelo replegándose hacia la pared más alejada, ahora extendido en un rectángulo alargado. Deliverance observó su progreso, esperando.
En el estrecho corredor al otro lado de la pesada puerta de la celda alcanzó a oír lo que creyó que podía ser el sonido de unas llaves tintineando unas contra otras, puntuado por las susurrantes voces de unas mujeres. Los sonidos se acercaron y sus sospechas se vieron configuradas cuando un crujido y un ruido metálico en la oscuridad anunciaron que estaban retirando el cerrojo de la puerta de la celda. Ésta se abrió entonces de par en par para revelar la presencia del carcelero, que sostenía una vela en lo alto sobre un grupo de tres o cuatro mujeres de mediana edad modestamente vestidas.
Una de ellas avanzó unos pasos y Deliverance la reconoció como a una respetada comadrona de Rumney Marsh, aunque no recordaba su nombre. ¿Era Mary? Deliverance alzó la vista y la miró, moviendo ligeramente la cabeza. Podría ser. Era difícil decirlo con una luz tan escasa. La mujer se acercó a ella; su rostro era una cautelosa máscara de neutralidad, aunque sus temblorosas aletas nasales delataban una desdichada percepción del hedor que inundaba la celda.
—Venga conmigo, Livvy Dane —dijo la mujer con voz tranquila mientras le tendía la mano —. El señor Stoughton quiere que la examinemos antes de mañana.
Mientras la mujer hablaba, el carcelero se agachó para abrir la argolla de hierro que sujetaba el tobillo de Deliverance. Ella se puso tensa cuando los dedos del hombre rozaron con un gesto de familiaridad la media que le cubría la pantorrilla. Retiró el pie debajo de sus faldas tan pronto como el tobillo fue liberado, y el rostro sucio del hombre la miró con lascivia desde donde estaba arrodillado con las llaves. Una de sus cejas se elevó visiblemente. «Yo puedo ayudarla —le había dicho hacía algunas semanas —. Sea complaciente conmigo y ya veremos, ¿eh?» Ella enfocó su mirada sobre el carcelero y envió una imagen prístina al centro de su cerebro. La imagen decía «arañas» y, un momento después, el hombre dejó caer el pesado manojo de llaves con un grito estrangulado y comenzó a rascarse los brazos y la cabeza.
Deliverance cogió la mano de la mujer —era Mary Josephs, ahora lo recordaba claramente —y se levantó. Se tambaleó, insegura, mientras su sangre estancada bajaba hacia las piernas. La señora Josephs enlazó la cintura de Deliverance con el brazo y la condujo hasta el pequeño grupo de mujeres que aguardaban junto a la puerta de la celda.
—Iremos a la casa de los Hubbard —dijo la comadrona, y el grupo la siguió a través del corredor de la prisión, dejando que el carcelero, que seguía rascándose, cerrase la puerta de la celda mientras sus insultos resonaban tras ellas en el oscuro corredor.
Aunque la tarde había caído sobre las calles de Boston, la tenue luz golpeó el rostro de Deliverance con el brillo de la luna llena, y en ese momento tomó conciencia de cuánto tiempo había permanecido encerrada.
—De modo que el juicio es mañana, ¿verdad? —le preguntó a la señora Josephs, como si fuesen dos mujeres que hubiesen hecho un alto en sus labores para repasar los chismes del día.
—Así es —asintió ella.
—Entonces, esas niñas siguen sufriendo ataques… —señaló Deliverance.
Las mujeres se mantuvieron en silencio.
El grupo llegó al porche de una casa sencilla, como la de Deliverance en Salem pero más estrechamente unida a las de sus vecinos. Las mujeres la condujeron a la habitación del frente, donde una muchacha aproximadamente de la edad de Mercy estaba vigilando el fuego en el hogar. Cuando el pequeño grupo apareció ante ella, la joven echó otros dos troncos al fuego y subió por la escalera que llevaba al desván sin decir una sola palabra. «Le han advertido acerca de mí —pensó Deliverance —. O me tiene miedo.» Examinó la habitación y sintió que una creciente marea de tristeza inundaba su cuerpo. Ya habían pasado varios meses desde la última vez que había visto a su hija. Se preguntó cómo se las arreglaba Mercy para pagar su manutención en la prisión.
—Señora Hubbard, necesitaremos una vela, por favor —dijo la señora Josephs, enrollándose las mangas de la blusa sobre sus rollizos antebrazos. Luego se volvió hacia Deliverance —. Tengo que pedirle que se quite la ropa, Livvy. Y hágalo de prisa: muy pronto habrá caído la noche.
La mirada de Deliverance recorrió los rostros impasibles de las mujeres. Mary Josephs era la única a la que reconocía, aunque sabía que las otras también debían de ser comadronas. Imaginó que se habían puesto a disposición del tribunal en parte para asegurarse de que ninguna mirada inquisitiva se posara sobre ellas. «Es la historia de siempre: las mujeres, prontas para saltar y condenarse unas a otras», reflexionó. Se preguntó por qué ocurría eso. Las mujeres representaban amenazas para las demás que, de alguna manera, no representaban para los hombres. Cogió las cintas de la pechera del vestido y las desató, aflojando las sujeciones que lo mantenían ceñido. Resultaba extraño tener que desnudarse mientras la observaba una habitación llena de gente, con los brazos cruzados, una de ellas sosteniendo una vela humeante detrás de la mano ahuecada. Ahora llevaba cofia, enaguas y medias, consciente de que los puños, el cuello y el dobladillo de las enaguas estaban ennegrecidos donde habían quedado expuestos fuera del vestido. Se frotó la parte superior de un pie con los dedos del otro enfundados en la media.
—Las enaguas y la cofia también —dijo Mary Josephs, y Deliverance abrió mucho los ojos con una sensación momentánea de pánico.
No recordaba la última vez que había aparecido ante otra persona sin enaguas. Incluso en los momentos más duros de su confinamiento con Mercy, siempre había conservado las enaguas puestas, aunque estuviesen manchadas de sudor y sangre. En su juventud, Nathaniel en una ocasión le había suplicado para que se las quitase, y ella había puesto objeciones durante semanas una vez que estuvieron casados. Ahora, mientras se quitaba con esfuerzo la ropa interior de algodón sucia y manchada, la imagen de aquella noche apareció ante ella, la noche en que finalmente había cedido a los ruegos de Nathaniel. Había permanecido de pie, sólo con las medias puestas, el pelo suelto cayendo sobre los hombros, los brazos cubriendo su desnudez mientras el calor del fuego lamía sus nalgas expuestas. «Oh, Livvy, qué hermosa eres», había dicho él.
Deliverance dejó caer la arrugada prenda de algodón en el suelo y se miró el cuerpo desnudo con una especie de asombro. Unas sombras profundas discurrían a través de las costillas, debajo de sus pechos cansados, y los huesos de las caderas sobresalían en un ángulo extraño allí donde la escasa comida de la prisión había menguado su peso. Alzó las manos para quitar los alfileres del tocado que siempre llevaba, y lo dejó caer encima de la pila de ropa que se amontonaba a sus pies. Luego se inclinó para quitarse las medias, sacando uno a uno los pies de su interior. «Jesús misericordioso, Nathaniel, cómo anhelo verte otra vez», pensó mientras permanecía de pie, la cabeza gacha, el cabello gris cayendo sobre el rostro para ocultar el temblor encarnado que se había apoderado de ella.
Una de las mujeres, a quien no reconoció, le hizo un gesto para que subiese a la larga mesa de madera y se tendiese sobre ella. Deliverance lo hizo con piernas temblorosas, extendiendo los miembros bajo las manos de las comadronas. Cerró los ojos con fuerza, el cuerpo contraído de vergüenza, mientras los dedos entrenados de las mujeres buscaban en su piel la marca delatora. Sintió que hurgaban a través de los mechones de pelo en sus axilas, recorriendo sus flancos, moviendo el pequeño charco de calor de la vela de modo que brilló primero detrás de las rodillas y luego en las secretas profundidades que se abrían entre sus piernas. Otro grupo de manos examinaron el cuero cabelludo, moviéndose metódicamente desde la frente hasta las hendiduras detrás de las orejas.
Deliverance sintió entonces que la vela se demoraba entre sus muslos abiertos, la llama caliente terriblemente cerca de la suave piel de sus pliegues más secretos, y oyó que las mujeres discutían en susurros. «Excrecencia de piel sobrenatural», alcanzó a oír que decía una de ellas mientras tomaba notas, y en el extremo de la mesa sonaron murmullos de asentimiento mientras los dedos ásperos tanteaban y abrían. Los ojos de Deliverance se llenaron de lágrimas calientes y miserables, rebosando por encima de los párpados y deslizándose dentro de sus orejas. Entonces retiraron la vela. Cuando abrió los ojos vio el círculo de rostros que la miraban fijamente, todos ellos coincidiendo en un juicio condenatorio.
—Tiene usted una teta de bruja, Livvy Dane, y en la misma cúspide de su maldita feminidad —pronunció una de ellas.
Y, acto seguido, otra añadió:
—¡Yo digo que ha amamantado a familiares o criaturas satánicas! ¡Confiese!
Deliverance se incorporó apoyándose sobre los codos, con el rostro desfigurado por una furia ansiosa. «Eso no es más que un mito obsceno —pensó —. Mis familiares no son satánicos.» Pero, por supuesto, no podía decirles eso a las mujeres.
—¡Yo no he hecho nada semejante! —gritó, y todas se apartaron de ella, intimidadas por su vehemencia. Deliverance bajó entonces de la mesa y se puso nuevamente las enaguas con el rostro lívido de ira —. ¡No es usted más que una pobre infeliz, Mary Josephs! —exclamó —. ¡Ha traído a un montón de niños al mundo y aún no conoce el cuerpo de las mujeres creado por Dios! ¡Estoy hecha a imagen y semejanza de Dios, igual que usted! ¡Denme una vela y encontraré esa misma teta de bruja en todas ustedes!
Las mujeres se congregaron airadamente a su alrededor, las bocas abiertas mientras proferían insultos y recriminaciones, pero Deliverance había cerrado sus oídos a ellas. Mientras se ponía de nuevo la ropa y era conducida de regreso a la prisión entre las mujeres, que no dejaban de parlotear y agitar las manos, volvió su mente al juicio que habría de celebrarse al día siguiente. No obstante, más que en cualquier otra cosa, pensó en su hija.
Marblehead, Massachusetts
Principios de septiembre
1991
L
a superficie de la mesa del comedor estaba cubierta de notas y papeles. En el medio, estaba sentada Constance Goodwin, con la cabeza inclinada sobre un grueso manuscrito encuadernado con un cuero oscuro y oleoso cosido con un cordel resistente, sus páginas de un color marrón amarillento por el paso del tiempo y con el característico olor apolillado de la biblioteca de colecciones especiales de Radcliffe. El libro tenía aproximadamente el tamaño de una Biblia antigua, con unas cuantas hierbas prensadas y encogidas que sobresalían entre las páginas. Connie leía y había estado leyendo durante varios días. Al alcance de su mano había otro libro cuyo título parecía ser
Guía de hierbas y plantas autóctonas de Nueva Inglaterra
. Ese volumen también estaba abierto en una página ilustrada con un dibujo de una planta de matricaria. Junto al manuscrito había tres pequeñas fichas: una, con un título que aludía a los tomates, escrita completamente en latín; en la segunda se leía «Cura segura para la fiebre y los constipados», y la tercera carecía de título pero, en cambio, incluía una especie de crucigrama. Un bolígrafo golpeaba ligeramente y con ritmo regular contra su sien, pero el cuaderno de notas colocado al otro lado aún estaba en blanco, olvidado, a medida que se concentraba cada vez más en el texto que tenía delante de los ojos. Mientras leía, sus labios se movían sin emitir ningún sonido.