El Libro de los Hechizos (20 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Mientras hablaba, Chilton había unido sus manos formando un templo sobre la mesa, un gesto que siempre indicaba que estaba sumido en profundos pensamientos.

Aquella tarde, tras abandonar el club de la facultad, la mente de Connie había empezado a zumbar de excitación, oscilando entre el placer por la aprobación de Chilton y los planes para la siguiente etapa de su investigación. Estaba tan absorta en sus propios pensamientos que chocó con Thomas, su estudiante de tesis, cuando se acercó a ella por el sendero que discurría junto a la biblioteca de estudiantes.

—¡Ah! ¡Connie! —se quejó Thomas, frotándose el dedo del pie que ella le había pisado.

Connie se echó a reír.

—¡Lo siento, Thomas! —dijo, cogiéndolo de su huesudo codo para impedir que perdiese el equilibrio —. Acabo de salir de una reunión con Chilton a propósito de mi tesis. Creo que estaba demasiado concentrada pensando en ello.

Cruzaron juntos el patio de Harvard, Thomas cojeando a intervalos para recordarle a Connie la mortalidad de su herida mientras hablaban acerca del trabajo de verano que él había conseguido ordenando libros en la biblioteca.

—No puedo creer que no me hayas llamado —dijo Thomas con expresión dolida —. ¿Cómo conseguiré completar mis solicitudes a la escuela de graduados sin tu ayuda? Ya he comenzado a esbozar mi declaración personal y es un absoluto desastre.

Connie suspiró.

—Oh, Thomas. En realidad no quieres ir a la escuela de graduados, ¿verdad? Podrías graduarte y conseguir un buen trabajo en un banco o algo así.

Él la miró con el ceño fruncido.

—Eso es exactamente lo que me dijo mi madre. Ahora te pareces a ella.

—Lo siento. Supongo que me estoy haciendo mayor. En cualquier caso, no puedo llamarte. En la casa de mi abuela no hay teléfono.

—¿No hay teléfono? —repitió Thomas con incredulidad.

—Y tampoco electricidad —afirmó ella —. ¿Qué puedo decir? Este verano he vivido como una pueblerina. Y estoy segura de que la gente hace cola para comprar una casa con todos esos artefactos no eléctricos, incómodos y respetuosos con el medio ambiente. Probablemente nunca hayas visto una nevera que no funcione con electricidad, ¿verdad?

—¿Por qué no haces que te instalen uno? —sugirió Thomas —. Los teléfonos de disco no necesitan electricidad.

Connie se detuvo, miró a su estudiante y sonrió.

—Todo listo —gritó el hombre a través de la puerta abierta.

Connie aún estaba repasando sus notas en el escritorio y el sonido de la voz hizo que tomase conciencia de que la oscuridad comenzaba a congregarse en los rincones del salón. Siempre la desconcertaba el hecho de que la gente dijera que la oscuridad «cae». Para ella, en cambio, la oscuridad parecía ascender, reuniéndose debajo de árboles y arbustos, surgiendo de debajo de los muebles, llegando al cielo sólo cuando los espacios próximos al suelo estaban llenos. Se levantó, estirando los brazos y haciendo crujir los nudillos.

—Eso es genial —dijo, pasando la mano sobre el teléfono negro de disco que ahora ocupaba la diminuta mesa auxiliar que había junto a la entrada principal.

—Ahora la mayoría de la gente los prefiere inalámbricos, ¿sabe? —comentó el hombre, levantando la gorra y calzándosela otra vez.

—Sí —asintió ella —. Pero aquí no hay enchufes.

Él se encogió de hombros, aparentemente sin mostrar ninguna sorpresa por el hecho de que una casa de una ciudad habitada a finales del siglo XX careciera aún de electricidad.

—La factura le llegará por correo —dijo, volviéndose para regresar a la calle por el sendero de lajas.

—¡Gracias! —gritó Connie mientras el hombre se alejaba.

— Necesita alguna que otra luz aquí fuera —fue la evanescente respuesta y, un momento después, Connie se quedó sola.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que atendieran la llamada con gran agitación y la voz de Grace dijera:

—¿Hola?

—¿Mamá? —dijo Connie.

Se apoyó en la puerta entre la entrada y el comedor, observando cómo las sombras del anochecer se congregaban en los tiestos de las plantas marchitas que colgaban inmóviles en las ventanas, como arañas disecadas. Debería deshacerse de ellas. ¿Por qué no lo había hecho todavía?

—¡Connie, cariño! Qué placer. No esperaba volver a saber de ti tan pronto. ¿Cómo estás? —dijo Grace.

Por alguna razón, Connie imaginó que su madre estaba cocinando. La imaginó, con el pelo todavía largo, cada vez más gris, de pie con el auricular del teléfono apoyado en la mejilla en la cocina de su casa de Santa Fe. Imaginó que veía las manos de Grace cubiertas de harina y una mancha blanca que se extendía ahora por el auricular.

—Bien. ¿Qué estás preparando? —preguntó Connie, arriesgando una suposición.

—Samosas, pero no consigo darles la consistencia adecuada: la masa sigue agrietándose.

—Tendrías que añadirle más mantequilla clarificada.

—¡Ya lo hago, pero eso las vuelve muy grasientas!

Grace suspiró y Connie la imaginó soplando un mechón de pelo rebelde para apartarlo de los ojos. En Santa Fe aún habría luz natural, y Connie imaginó el fregadero de la cocina de su madre, el alféizar de la ventana atestado de cactus gordos y erizados de espinas e híbridos de tomillo. Cuando se mudó al oeste, todas las plantas de Grace habían adquirido un aspecto seco y espinoso. «Cambiar con los imperativos de la Tierra», lo llamaba Grace, fuera lo que fuese lo que eso significara. Grace tenía ideas realmente complicadas acerca de la relación entre clima y conciencia, tanto para las plantas como para las personas. A ella le gustaba afirmar que los campos electromagnéticos causados por los cambiantes modelos climáticos podían afectar directamente el aura de la gente, y cambiar incluso su personalidad o sus aptitudes. Connie escuchaba habitualmente esa idea con paciencia, aunque no comulgaba con ella. De hecho, Grace tenía ideas complicadas acerca de la mayoría de las cosas.

—Me comería una samosa en este preciso instante —señaló Connie.

Grace sonrió.

—Bien, cariño, cuéntame —dijo su madre —. ¿Cómo va el arreglo de la casa?

—Lento pero seguro —contestó ella, enrollando el cable del teléfono en el pulgar. El dedo se le puso rojo y Connie aflojó la presión —. He… comenzado a hacer algunos cambios, supongo.

—Instalar el teléfono ha sido una idea excelente —dijo su madre, y su voz viajó junto con el sonido de una cuchara de madera que revolvía una masa húmeda.

—¡Mamá! ¿Cómo lo has sabido? —rió Connie.

—¿Desde qué otro lugar podrías llamarme a la hora de la cena? Mamá solía tener uno, ¿sabes? Lo quitó en algún momento de los años sesenta. Demasiado fastidio, decía. Me ponía enferma de preocupación que pudiera pasarle algo y no fuese capaz de avisar a nadie. Obviamente, no cambió de idea.

—Debía de ser una mujer muy especial —dijo Connie.

—Oh, no tienes ni idea —respondió Grace y, por un instante, Connie percibió en la voz de su madre un eco de su yo adolescente —. ¿Cuánto tiempo te llevará dejarla lista para venderla?

—Ah…

Connie guardó silencio. Había dedicado tanto tiempo a su investigación que apenas si había comenzado a ocuparse de la casa. Pero, si era honesta consigo misma, su renuencia se debía a algo más que eso. Sus ojos se deslizaron más allá de la planta muerta en su agrietada maceta de porcelana, viajando hasta el salón débilmente iluminado con sus sillones. La semana anterior había restregado el bordado de la tapicería con un detergente suave para lana, y ahora lucían un cálido marrón rojizo, confortables y limpios. Después de cenar, Connie tenía intención de encender un pequeño fuego y quedarse leyendo allí hasta que el sueño la venciese. Se sentía extrañamente protectora de esa pequeña habitación, y no quería perturbar su atmósfera.

—Algún tiempo todavía —contestó finalmente.

—Connie… —comenzó a decir su madre, y su voz fue nuevamente la de una mujer de cuarenta y siete años.

—Estaba hecha un desastre, mamá. Me llevará más tiempo del que había pensado —insistió ella.

Grace suspiró.

—Ajá. Dime: si no has estado trabajando en la casa como habíamos hablado, ¿qué es lo que has estado haciendo? ¿Qué hay de esos dolores de cabeza que mencionaste?

Connie oyó el sonido de una cuchara que era dejada a un lado y la masa que era volcada en una tabla para cortarla. Sonó un pitido cuando la barbilla de Grace se apoyó en el teclado del teléfono.

—Mucho mejor —dijo, consciente mientras lo hacía de que, a pesar de que sus ensoñaciones habían permanecido vívidas, prácticamente no había reparado en el dolor de cabeza. El cambio había sido gradual, casi imperceptible, pero allí estaba.

—¿Lo ves? No necesitabas un médico —exclamó Grace.

—Sí —dijo Connie con indiferencia —. De hecho, he estado investigando para mi tesis —añadió, tratando de imbuir su voz de una pizca de autoridad.

—Oh… —dijo Grace, perdiendo todo interés.

—¿Recuerdas aquel nombre por el que te pregunté la última vez que hablamos? Hice un poco de trabajo de investigación sobre él y creo que me ha llevado a una posible fuente primaria para mi tesis.

—¿Una fuente primaria? ¿Qué clase de fuente primaria? —preguntó Grace. En su voz se percibía un matiz de suspicacia, pero Connie apartó ese pensamiento.

—Parece que, de hecho, Deliverance Dane podría haber tenido en su poder alguna clase de manual de instrucciones de brujería. ¿No te parece increíble?

—Increíble —repitió su madre con voz neutra.

—¡Eso contradice todo lo que los historiadores han afirmado siempre acerca de la relación entre las mujeres y la religión vernácula durante el período colonial! —exclamó Connie alzando la voz.

—Tenías razón —dijo su madre por encima del susurro y el estiramiento de la masa bajo sus dedos —. Necesitaba más mantequilla clarificada.

—Mamá… —dijo Connie.

—Te estoy escuchando —repuso Grace.

—Ahora todo cuanto tengo que hacer es encontrar ese libro. Hasta el momento, los registros testamentarios parecen estar bastante intactos, de modo que tengo que seguir la pista del libro a medida que muere cada uno de sus dueños. Eso supone que cada generación considera que el libro es lo bastante importante como para mencionarlo en un testamento. Pero incluso aunque el libro se halle validado en un testamento junto a otros muchos libros, aún sería posible rastrear su movimiento dentro de la colección. Entonces, quizá, la suerte me sonría.

—Oh, cariño, no necesitas un libro viejo y polvoriento para que la suerte te sonría —suspiró su madre.

—Grace —dijo Connie, deslizándose hasta quedar sentada en el suelo junto a la entrada del comedor —. Éste es un hallazgo muy importante para mí. Podría representar un auténtico logro en la investigación. Podría crearme una reputación. ¿Por qué te resulta tan difícil entender que esto es importante para mí?

—Sé que es importante para ti, cariño. No estoy tratando de desmerecer lo que haces. Sólo me preocupa que toda esa energía que pones en tu trabajo, como lo llamas, no haga más que alejarte del camino para conocerte a ti misma.

Connie respiró profundamente, convirtiendo su ira en una pelota dentada debajo del diafragma, y luego exhaló el aire lentamente por la nariz. La oscuridad se había extendido por el comedor, engullendo las formas de la mesa y las sillas, borrando incluso los tiestos colgantes.
Arlo
se acercó desde donde había estado descansando debajo de la mesa y se echó en el suelo junto a Connie, apoyando el hocico velludo sobre su regazo.

—Me conozco a mí misma perfectamente bien —dijo ella, tratando de eliminar el tono irritado de su voz.

—No quiero fastidiarte, querida —la tranquilizó su madre —. Espera un momento, deja que meta esto en el horno.

Connie oyó un traqueteo cuando Grace dejó el teléfono sobre una encimera enlosada a dos husos horarios de distancia. Un crujido seguido de un chirrido indicaron la apertura del horno de Grace y el deslizamiento de una bandeja llena de samosas. Connie imaginó a su madre limpiándose enérgicamente las manos enharinadas en el delantal, ese que ella detestaba profundamente, el que llevaba escrito «OM ES DONDE ESTÁ EL CORAZÓN». El auricular golpeó contra algo y luego la respiración suave de su madre llegó a través de los cables del teléfono y bañó su mejilla. Connie sintió que su irritación se disipaba.

—Lo único que digo —insistió Grace —es que no puede hacerte daño que dediques algún tiempo a mirar en tu interior para ver qué está pasando allí. Eres una persona notable, especial, Connie, ya sea que encuentres o no ese libro. En este punto, sólo pienso que no lo necesitas, eso es todo.

Connie sintió que su labio superior se contraía y las mejillas se sonrojaban con agua salada. Tragó saliva y bajó una mano para coger una de las orejas de
Arlo
. Luego tiró de ella durante un momento sin decir nada.

—Ahora bien —prosiguió Grace, fingiendo ignorar el creciente silencio de Connie —, ¿ya estás preparada para hablarme de ese chico?

Connie inspiró profundamente, sonriendo contra su voluntad a través de la lágrima que se abría paso hacia un costado de la boca.

—No —consiguió responder.

—De acuerdo, supongo que puedo esperar. —Grace suspiró —. Pero tendremos que hablar de ello tarde o temprano.

Connie puso los ojos en blanco.

—De acuerdo, mamá —dijo.

Y luego colgó el teléfono.

Capítulo 10

Marblehead, Massachusetts

En algún momento del solsticio de verano

1991

«¡Eh, Cornell!», dijo una voz, y las palabras flotaron en tipografía palo seco a través del plano de la mente soñadora de Connie. Luego vagaron sobre la imagen de Grace —¿o se trataba acaso de la mujer del retrato que había en la planta baja? —, vestida con una bata de hospital y descalza en la nieve. La mujer del sueño extendió los brazos con la boca abierta, profiriendo un grito, pero de sus labios no salió ningún sonido. Arriba, el cielo mostraba un sol y una luna juntos, y luego la mujer desapareció debajo de una espiral de serpientes que se retorcían, reproduciéndose y extendiéndose a través de la nieve, acercándose hacia ella. En el sueño, Connie frunció el ceño al tiempo que contraía los miembros.

«¡Eh, Cornell!» Las palabras volvieron a aparecer, su forma visual disgregándose en pequeñas gotas de lluvia ante el sonido vibrante de algo que golpeaba con fuerza la puerta principal de la casa. El sueño se disolvió en madejas de pensamiento que se arrastraban tras ella mientras Connie era izada hacia el estado consciente. Se percató de la cama que había debajo de ella, de la presión de las patas del perro contra la parte posterior de su cabeza. Abrió un ojo.

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