Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
La mujer llevaba el pelo recogido en dos exuberantes coletas que caían sobre los hombros, y de sus orejas colgaban dos pendientes en forma de media luna. En el pecho, asomando entre los pliegues de la blusa, se veía el tatuaje de una estrella de cinco puntas entrelazada con rosas y lirios. Connie reprimió una risita, y Sam le propinó un codazo para que no abriese la boca.
—Hola —contestó Sam a la sonriente mujer.
—¿Puedo ayudarlos en algo? —preguntó —. Hoy hemos organizado diversos eventos especiales, como ya saben. La lectura de las cartas del tarot comenzará dentro de media hora y, a las cinco en punto, alguien hará fotografías del aura.
—Sólo estamos mirando —dijo Connie, en el mismo momento en que Sam añadía:
—¿Puede decirnos, por favor, dónde están los libros?
La mujer enarcó una ceja dibujada a lápiz y su sonrisa se hizo más amplia.
—Claro. Están en la parte de atrás, a la izquierda.
—Gracias —dijo Sam, arrastrando a Connie consigo.
—Benditos sean —asintió la mujer.
Ambos se dirigieron hacia las estanterías en la parte trasera, donde se alineaban numerosos libros en rústica sobre Aleister Crowley
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, lectura del tarot, astrología y algo llamado «proyección astral».
—¿Dónde están las bolas mágicas? —preguntó Connie secamente, y Sam suspiró.
—¿No te parece interesante? —dijo, pinchándola —. Siempre me han intrigado las diferentes formas en que la gente decide lo que quiere creer. Quiero decir, mira esto, son cosas procedentes de todas partes: nudos celtas, filosofía oriental, la New Age… El pasado y el presente colapsados en un caos de opciones equivalentes, todas a la búsqueda de lo divino. Es realmente fascinante. Este curioso elemento pagano es una de las razones de que vivir en Salem sea tan interesante, incluso para un viejo agnóstico encallecido como yo.
Connie percibió una curiosidad auténtica brillando en los ojos de Sam y se arrepintió de inmediato de su propio malhumor.
—¿Un restaurador de campanarios agnóstico? Es una contradicción —dijo ella con los brazos cruzados sobre el pecho. Luego se tranquilizó —. Tienes razón, Sam.
Es
interesante. Lo siento. Supongo que me recuerda algunos de los aspectos más conflictivos de mi educación.
Connie acarició un chal de oración tejido que colgaba de una percha de alambre y se miró los pies.
Él la agarró por los hombros.
—Eh —dijo, inclinándose ligeramente hacia adelante para mirarla a los ojos. Ella alzó la vista con una media sonrisa —. No te preocupes.
Sam la miró fijamente; sus ojos verdes titilaban. Connie tragó con esfuerzo.
—¿Qué crees que Deliverance Dane o Mercy Lamson tendrían que decir acerca de todo este asunto? —bromeó ella, rompiendo el silencio fugaz que se había apoderado de ellos.
Sam se echó a reír.
—No lo sé. Apuesto —dijo, cogiendo una colección de relatos acerca de abducciones alienígenas —que éste habría sido el tema favorito de Deliverance.
Connie se echó a reír, alejándose de las estanterías. Pero de pronto se detuvo y retrocedió unos pasos con expresión de sorpresa. Enfrente de donde se encontraba, extendiéndose desde el suelo hasta casi rozar el techo, se alzaban estantes y más estantes repletos de hierbas en polvo y pociones en pequeños sobres de plástico con etiquetas escritas a mano.
—Caray —exclamó, acercándose para mirar más detenidamente. La selección incluía desde hierbas de cocina comunes, como orégano y ajedrea, hasta sustancias inorgánicas, como azufre molido y ampollas de mercurio líquido. Reconoció la mayoría de los nombres de las plantas, observando no sin cierta sorpresa que muchas de ellas parecían crecer en estado silvestre en el jardín de su abuela. Tocó los pequeños paquetes de plástico con la frente arrugada por profundos pensamientos. Esos estantes le recordaban algo.
Le recordaban a los frascos y las botellas que había en la cocina de su abuela. Las etiquetas desteñidas de la cocina eran como ésas, aunque absolutamente ilegibles después del tiempo transcurrido.
—Qué extraño —susurró, sacando un sobre de beleño de uno de los estantes y examinando la etiqueta. En el rincón inferior derecho había escrito a máquina con caracteres pequeños «
Recogido en Junio de 1989
».
Connie lo olfateó. Cualquier persona con el más rudimentario conocimiento de horticultura sabía que las hierbas comenzaban a perder su eficacia casi en el mismo instante en que eran recogidas. Incluso los libros de cocina eran muy explícitos en ese sentido; la diferencia de sabor entre las hierbas secas y las frescas era un hecho elemental en la cocina.
—Qué fraude —musitó al tiempo que volvía a dejar el paquete en su sitio. Se reunió con Sam, quien estaba examinando una colección de aros para la nariz debajo del mostrador de cristal en la parte delantera de la tienda.
—¿Crees que debería quedarme con el aro que llevo ahora en la nariz o barajar otras opciones? —preguntó cuando ella se acercó, jugando con su aro —. Tienen pequeños clavos de ópalo, circonios cúbicos…
—Todas sus hierbas han caducado —se quejó Connie —. Son mejores si están frescas, pero debes utilizarlas dentro de los dos meses posteriores a que las hayas secado. De otro modo, no sirven. Las hierbas que tienen ahí atrás llevan secas por lo menos dos años. Es un engaño total.
—¿Han encontrado lo que estaban buscando? —los interrumpió la mujer de las coletas. Estaba colocando etiquetas con precios a unas tazas de café de «La ciudad de las brujas» color lavanda. Sus cejas perfiladas con lápiz estaban unidas encima de una mirada colérica. Connie se preguntó si acaso habría escuchado su conversación.
—Estamos servidos, gracias —le respondió, empleando esa expresión universal de Nueva Inglaterra que señala el fin de una transacción.
«Estar servido» puede significar que ya has terminado de comer, que no necesitas un vestidor, que ya tienes las direcciones, que el coche tiene el depósito lleno de gasolina… A menudo significa que no vas a comprar nada.
Una nube de tormenta se formó en los ojos de la mujer de las coletas, que les volvió la espalda, haciendo oscilar los pendientes en forma de media luna, y pegó unas cuantas etiquetas más en unas tazas de café en medio de un silencio helado.
— Vamos —susurró Connie, y cogió a Sam de un brazo. La invadió una sensación incómoda, pero cuando pasaron por debajo del suave gong de la puerta ésta comenzó a desvanecerse.
El cielo sobre Salem se había enfriado, y una mancha pálida y rosada se filtraba a través del campo azul grisáceo que se extendía en lo alto. Connie respiró profundamente y saboreó el gusto salobre del aire del atardecer, dejando escapar luego un largo y contenido suspiro.
—¿Piensas terminarte eso? —preguntó Sam, echando un vistazo al recipiente de comida tailandesa que ella llevaba en las manos. Los palillos de él aguardaban expectantes.
Connie se echó a reír.
—¿Qué os pasa a los chicos? —bromeó —. Todos los que conozco son capaces de ingerir su propio peso en comida. Tendrías que ver a mi estudiante de tesis. Tiene aspecto de pesar cincuenta kilos, pero cada vez que nos reunimos para almorzar repite dos y hasta tres veces.
Sam sonrió con la boca llena de fideos que había cogido del recipiente de Connie.
—Es sólo cuestión de suerte, supongo —dijo —. Hum… Los tuyos son más sabrosos que los míos.
Connie balanceó el pie descalzo sobre el extremo del muelle y contempló el puerto que se extendía debajo de ella. Había varios yates amarrados juntos, sus cascos cada vez más oscuros bajo el cielo rosado, y el relajante sonido de las campanillas resonando contra los mástiles viajaba a través de la superficie del agua. Trató de imaginar el aspecto que debían de tener los muelles cuando Salem era un bullicioso puerto marítimo, uno de los grandes centros comerciales de las colonias. Incluso para su mente entrenada, ese cuadro remoto le resultaba difícil de conjurar. Intentó entonces colocar un gran velero de madera de tres palos junto al muelle donde estaban sentados, trató de visualizar las pilas de baúles y las cajas con pollos vivos, los sacos de grano y galletas, los toneles de ron amontonados. Incluyó destartalados almacenes y tabernas alineados en filas prietas a lo largo del borde del largo embarcadero, con sus carteles de madera oscilando bajo la brisa que llegaba del mar. Hizo un esfuerzo para escuchar al capitán gritando órdenes a los marineros que trabajaban en los aparejos, pero lo único que alcanzó a oír fue el graznido de una gaviota posada en lo alto de un pilote de madera podrida en el agua, a unos diez metros de ella. Quizá Grace tenía razón. Tal vez realmente dedicaba demasiado tiempo al pasado sin reparar lo suficiente en el momento presente.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Sam, acercándose un poco más a ella en el muelle.
—Oh, no tenemos que ir a ninguna parte —repuso Connie con una sonrisa.
—Oh, por supuesto que sí —dijo Sam, poniéndose de pie y ofreciéndole la mano.
Connie lo siguió por un callejón oscuro que discurría a través del vecindario detrás del antiguo edificio de la casa de contratación mercantil y se sorprendió cuando se detuvieron delante de la Primera Iglesia, donde ella había visto a Sam por primera vez. Se habían acercado a la iglesia desde la dirección opuesta, y Connie experimentó el extraño vértigo que sentía cada vez que llegaba a un lugar conocido desde una dirección diferente. Sam abrió la puerta del templo con su llave y la sostuvo abierta para que ella entrase.
—Ahora que te he llevado por el mal camino durante todo el día —dijo Sam mientras la guiaba hasta la escalera que ella había visto cuando estuvo revisando los archivos de la iglesia —, ¿cuál es tu siguiente paso? Ya has visto el registro testamentario de Mercy Lamson, ¿verdad?
—Sí —respondió Connie, vigilando dónde apoyaba el pie mientras subían por el espacio confinado de la escalera circular —. Mercy dejó un libro llamado «recetas de remedios» a su hija Prudence.
—
Prudence
, Prudencia… —repitió Sam —. Vaya.
—Sí —asintió ella —. Son nombres contundentes.
—¿De modo que piensas regresar al Departamento de Validación de Testamentos en busca de la querida Prudence?
Sam hizo una pausa para tararear uno o dos compases, y su voz resonó mientras descendía por el hueco de la escalera. Los peldaños se volvieron más empinados y desprendían un olor mohoso, a escaso uso y avispas muertas. Sam no había encendido ninguna luz.
—Tal vez —contestó ella finalmente —. Quiero decir, sí, sin duda. Pero Mercy estuvo implicada en alguna clase de litigio en 1715, y me gustaría descubrir de qué se trataba. De modo que supongo que eso es lo que haré mañana. Visitar los tribunales. Luego volveré a examinar el registro de Prudence.
Estaba empezando a quedarse sin aliento debido a la ascensión por la escalera. De pronto, Sam se detuvo delante de ella y oyó que buscaba algo a tientas en su llavero.
—Aquí está —dijo, introduciendo una llave en la cerradura de la puerta que les cerraba el paso. Empujó con el hombro la pesada puerta de madera y se volvió para coger la mano de Connie. Ella dudó un momento, luego acomodó la mano en su palma —. Cuidado con la jamba de la puerta —dijo antes de sacarla al cielo del atardecer. Connie contuvo el aliento.
Se hallaban detrás de una frágil barandilla de bronce que rodeaba todo el campanario de la iglesia y, extendidas debajo de ella, Connie vio las luces de la ciudad de Salem, que comenzaban a parpadear ante la noche que avanzaba. Desde esa altura podían ver por encima de las arracimadas casas de ladrillo, las copas de los árboles y los frentes de las tiendas hasta el muelle donde habían estado sentados, hasta el puerto y más allá, hasta la pequeña península de Marblehead, acostada contra el mar oscuro. Encima de ellos, el cielo viró de un rosa pálido a un profundo rojo anaranjado, extendiendo su color sobre la ondulada superficie del agua.
—Oh —exclamó ella con los ojos muy abiertos ante el paisaje de la ciudad que se estiraba bajo sus pies.
Sam apoyó una mano sobre la de ella en la barandilla y sintió su piel cálida y seca contra los nudillos. La otra mano le recorrió el contorno de la barbilla hasta posarse junto a su cuello y su oreja, y cuando ella se volvió para hacerle una pregunta, los labios de Sam se unieron a los suyos en un profundo beso que duró hasta que la cortina anaranjada del sol poniente se cerró por completo para revelar las estrellas que brillaban en el cielo.
Salem, Massachusetts
Finales de octubre
1715
El remiendo llevaba allí al menos dos inviernos pero, por supuesto, tenía que ser ese día cuando la capa se desgarrase. Y ella, sin ningún material para zurcir siquiera para pasar el tiempo. Mercy Lamson frunció el ceño mientras metía el pulgar a través del ofensivo agujero, sintiendo la lana áspera que le raspaba la piel. Estaba tentada de agrandar aún más el agujero en el paño, desahogar en su capa andrajosa toda la ira que sentía. Pero lo pensó mejor. «Una capa nueva es demasiado cara», se dijo, frunciendo el ceño. Observó a las personas que ocupaban los bancos a su alrededor, casi esperando que hubiesen advertido su fugaz malhumor. Si lo habían hecho, nadie lo demostró. Las mujeres, sentadas aquí y allá, bordaban empujando sus agujas a través de pequeños trozos de tela. Los hombres murmuraban. Detrás de ella, un hombre a quien no conocía dormía profundamente, la cabeza apoyada contra el duro respaldo del banco, la boca abierta en un ronquido mudo. Dejó escapar un suspiro y se acomodó en su asiento, alisando los extremos deshilachados del agujero en cierta apariencia de orden. «Ya tendré tiempo suficiente más tarde para remendarlo», pensó.
Mercy examinó la sala donde había pasado las últimas horas, sus ojos claros viajando sobre cada centímetro cuadrado de revestimiento de madera en un pobre esfuerzo por mantener la mente ocupada. Habían pasado muchos años desde que había establecido su hogar en Salem, y su confusión había sido mayúscula cuando le dijeron que el caso sería presentado en el nuevo ayuntamiento, y no en la iglesia o en la sala del magistrado. Se alzaba en tierra comunitaria, como un tribunal de justicia inglés, o eso había oído. Un edificio de dos plantas, ladrillo bueno y nuevo, y no muy lejos de los muelles. «Aunque en Inglaterra un tribunal de justicia nunca olería a encerado y a nuevo», supuso ella. Mercy nunca había pensado demasiado en Inglaterra. No hasta que se casó con Jedediah.