Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
El actuario se aclaró la garganta, la nuez de Adán oscilando visiblemente en el cuello, y los murmullos de los presentes en la iglesia cesaron.
—¡Deliverance Dane contra Peter Petford por difamación! —anunció, y la plebe presente estalló en un creciente gorjeo de comentarios que se prolongó durante cinco minutos.
—¡Basta! —gritó Appleton y las voces se aquietaron sin acallarse del todo. El juez estudió a la concurrencia con ojos desdeñosos, fijando su mirada autoritaria en cada uno de los rostros vigilantes. Cuando estuvo seguro de que la atención de la sala volvía a centrarse en él, continuó —: Señora Dane, ahora prestará su declaración.
Una mujer joven se levantó de la fila delantera de testigos alisándose las faldas. El vestido era de un pulcro gris paloma, y tanto el cuello como el modesto tocado eran dudosamente nuevos y blancos para una mujer de su posición. Un grueso nudo de pelo marrón descansaba en la nuca, apenas visible debajo de la cofia, y sus suaves mejillas brillaban cálidas y saludables. Appleton sabía que en el pueblo se hablaba de esa mujer, pero nunca antes la había visto. La joven exhibía una expresión plácida como un velo que cubría la inconfundible seguridad que irradiaba su rostro. Appleton pensó que, en algunas mujeres, esa seguridad podía ser confundida con el orgullo.
Ella alzó los ojos hacia él y, por un momento, se sintió bañado por su frescor. Mientras la joven sostenía su mirada, Appleton notó que la bulliciosa sala retrocedía a su alrededor, y una inusual sensación de hormigueo, como un rayo de sol que penetrase en su frente. Luego sintió como si su dedo putrefacto se sumergiese en una corriente fría y burbujeante, y el entumecimiento posterior eliminó el dolor sordo y ardiente. Sin ser consciente de lo que hacía, Appleton dejó escapar un suspiro de alivio. El momento pasó inmediatamente y el juez sacudió la cabeza, parpadeando, sintiendo que el ruido de la sala volvía a presionar a su alrededor. Flexionó el dedo dentro del zapato y éste no protestó. Miró fijamente a la mujer.
Deliverance Dane tenía una leve y sagaz sonrisa en los labios. Metió la mano en el bolsillo que llevaba sujeto al cinturón para sacar un trozo de papel doblado. A continuación, extendió el papel en sus manos y comenzó a leer en voz alta con un tono suavemente modulado:
—«Yo declaro y afirmo que, en vísperas del año nuevo, el mencionado Petford me pidió que fuese a ver a su hija, que estaba enferma, pues estaba convencido de que la niña estaba afectada por algún mal. Me apresuré a acudir a la casa del mencionado Petford, donde encontré a Martha, su hija, de unos cinco años, que sufría dolor en la cabeza y estaba casi muerta por causa de la fiebre. Preparé una solución medicinal para la mencionada Martha, quien la bebió para luego tranquilizarse y dormirse. Mientras la niña dormía, el mencionado Petford profería insultos y se lamentaba de que seguramente a la pequeña le habían hecho alguna clase de brujería, ya que hacía sólo una semana se encontraba bien.
» Me acosté a dormir en el suelo junto a la cama de la pequeña. Unas horas más tarde me despertaron los horribles gritos de Martha mientras se encogía con fuerza y decía: “Oh, tengo calambres… , oh, estoy ardiendo”, y se rasgaba las ropas. La cogí en mis brazos mientras se agitaba de un lado a otro en sus convulsiones. Luego dejó escapar un último suspiro y murió.
» El mencionado Petford, terriblemente afligido por la muerte de su única hija, gritó qué bruja había asesinado a Martha y me lanzó una mirada extraña. Yo le dije que nadie había matado a su hija, sino que era la voluntad de Dios, y luego me apresuré a regresar a Salem.
» Hace unas semanas, en virtud de esto, Susanna Cory le dijo a mi esposo Nathaniel que había oído decir que Petford le había dicho al señor Oliver que yo seguramente había escrito mi nombre en el libro del demonio. Ese hombre ha dicho muchas crueldades injustas sobre mí, a pesar de que yo sólo preparé una medicina para su hija, destruyendo así mi buen nombre y mi reputación, y desde entonces he sentido conductas airadas en el pueblo.»
Mientras la joven leía su declaración, los ciudadanos reunidos en la iglesia escuchaban absortos, jadeando boquiabiertos ante el drama de su testimonio. Cuando hubo acabado, la sala se estremeció por la controversia mientras los asistentes sopesaban su declaración, reduciendo el bullicio a un murmullo cuando el actuario se levantó de su escritorio.
La señora Dane le entregó su declaración, bajó la vista al suelo y regresó a su asiento en el banco. Los susurros se arremolinaron a su alrededor, pero ella no mostró indicios de que los escuchase.
—Si la señora Cory se encuentra presente, hará su declaración —exigió Appleton, reafirmando su control sobre la sala. Cómo detestaba a esos chismosos que agitaban sus dedos en el aire…
Una mujer de aspecto franco y de unos cincuenta años se levantó de su lugar junto a la señora Dane. Mantuvo la cabeza erguida, las manos firmemente apoyadas en las caderas, sin avergonzarse por los zurcidos y remiendos que salpicaban su vestido. Sacó un papel del bolsillo, se lo acercó a su ojo bueno y leyó en voz alta y con tono áspero y monocorde:
—«Yo declaro y afirmo que una tarde, cuando pasaba por delante de la casa de Petford, oí que el mencionado Petford le decía a la señora Oliver que Deliverance Dane de Salem era una bellaca y una bruja que había asesinado a su hija como parte de su compromiso de hacer el trabajo del demonio. Yo me detuve y le dije al mencionado Petford que ella no me parecía ninguna bruja, sino una mujer sabia. También le dije que había conocido a la madre de Deliverance y que ella también era una mujer juiciosa. La señora Oliver dijo entonces que una vez Deliverance le había comprado varias botellas y, cuando le preguntó para qué las quería, le contestó que era para leer el tiempo en ellas. Luego la señora Oliver y el señor Petford contaron otras historias sobre hechicerías que yo apenas si podía creer. Entonces fui a la casa de la antes mencionada Dane para contarles lo que estaban diciendo de ella.»
Después de haber dado su testimonio ante el actuario, la señora Cory miró con dureza al hombre que Appleton suponía que era Petford, un individuo de aspecto canallesco que estaba sentado en el banco opuesto con la cabeza entre las manos. La mujer se sentó y cruzó los brazos al tiempo que inspiraba con fuerza para demostrar su desacuerdo con el procedimiento.
—Muy bien —dijo Appleton —. Si Nathaniel Dane se halla presente en esta sala, prestará ahora su testimonio.
Un hombre joven y alto se levantó del lugar que ocupaba en el banco junto a Deliverance Dane. Vestía de manera sencilla y pulcra y tenía aspecto de oler agradablemente a hojas quemadas. En su semblante había una cualidad de vida al aire libre que hizo cavilar a Appleton que ese señor Dane debía de ser un excelente cazador de aves.
El hombre sacó un pequeño trozo de papel, miró a su esposa y luego hizo una pausa para tomar aliento. Appleton se percató de que los ojos del joven mostraban círculos oscuros debajo de ellos, y de que su rostro era de un amarillo blanquecino debajo del bronceado. La sala esperaba sus palabras.
—«Yo declaro y afirmo —leyó, pronunciando cada palabra con calma —que mi esposa no es ninguna clase de bruja, pero que el mencionado Peter Petford ha endurecido su corazón a raíz de la tristeza ocasionada por la pérdida de su hija Martha, y sólo buscaba culpables donde no los había.»
Dane comenzó a estrujar el papel antes de que Elias se lo quitase de las manos y luego volvió a sentarse junto a su esposa. Appleton sólo alcanzó a ver que el señor Dane rozaba la rodilla de su esposa con las puntas de los dedos, y en ese gesto de ternura la verdadera profundidad del miedo de Dane se desplegó ante él. No había duda de que era un asunto grave que dijesen que la esposa de uno era una bruja. Si ella no salía airosa en ese caso de difamación, los rumores no harían más que empeorar; una reputación por actos demoníacos podía no desaparecer nunca. «Que el cielo los ayude si Petford no es hallado culpable», reflexionó. Y pensar que la aflicción de un hombre débil podía destrozar a una familia joven como ésa… Appleton, confundido por ese cristalino sentimiento de piedad hacia la pareja que se sentaba delante de él, buscó ayuda nuevamente en el actuario. Elias lo alertó, articulando calladamente con los labios el nombre del siguiente testigo.
—Si la señora Mary Oliver se halla presente en esta sala, prestará ahora su testimonio —dijo Appleton con voz estridente.
Una mujer de mediana edad se puso de pie en el otro lado del pasillo de la iglesia, el rostro arrugado rebosante de un bigote manchado de tabaco. El solo hecho de mirarla hizo que Appleton pensara en pasteles de ciruelas escabechadas, y apretó los labios con disgusto. La mujer desplegó su propia hoja de papel, elevó la nariz unos centímetros y comenzó a hablar:
—«Yo declaro y afirmo que la mencionada Deliverance Dane era una conocida curandera y bruja también, de modo que decirlo no puede ser una difamación. Una vez, John Godfrey me dijo, en este mismo mes, que tenía un ternero que estaba malo y le pidió a la mencionada señora Dane que hiciera algo por el animal enfermo. Ella cogió orina del ternero, la metió en una botella y la hirvió en un caldero sobre el fuego, después de lo cual ella le dijo a Godfrey que el ternero se pondría bien aunque estaba embrujado. Y entonces el ternero se curó.»
Ante estas palabras, la asamblea jadeó ruidosamente, y una nueva oleada de murmullos recorrió la iglesia.
—¡Silencio! —gritó Appleton —. Continúe, mujer.
La señora Oliver parecía disfrutar con el efecto provocado por su testimonio, y estudió a su público con una sonrisa orgullosa.
—«En otra ocasión —comenzó nuevamente —, le pedí una medicina para mi pie dolorido. Ella me llevó a su casa y me aplicó un linimento en el pie que había preparado con hierbas machacadas, mientras leía en un libro. Le pregunté qué libro era ése y ella no me contestó; luego lo guardó en un estante muy alto y me preguntó si mi pie estaba mejor, y efectivamente así era.»
Los presentes en la iglesia estallaron en un nuevo torrente de comentarios mientras la señora Oliver apretaba los labios en un gesto de satisfacción. Le entregó el papel de la declaración a Elias con gran solemnidad, permaneciendo de pie un poco más de lo estrictamente necesario, y luego volvió a ocupar su asiento. Appleton la miró con repugnancia. Ya podía imaginarla relatando nuevamente ese testimonio menor a su vecina por encima del poste de la cerca con la autoridad de un juicio capital.
«Se lo dije, eso hice —imaginó que decía la mujer —. ¡Esa Dane lo pensará muy bien antes de cobrarme tanto la próxima vez que me duela el pie!» Vieja injuriosa.
—Señor Saltonstall —dijo Appleton, observando impaciente a la audiencia, que no dejaba de mascullar —, interrogará ahora al acusado.
Al fondo de la iglesia, un par de botas adornadas con hebillas grandes y relucientes bajaron del lugar donde habían estado reposando, cruzadas, sobre el respaldo de una silla vacía. Su dueño, vestido con unos pantalones de montar de adecuada riqueza y un chaquetón elegantemente ceñido en los codos y coronado por un ostentoso cuello de encaje que se extendía hasta casi rozar los hombros, se irguió en su metro ochenta y se dirigió hacia el frente de la sala. «Alguien debería tener unas palabras con el joven Richard Saltonstall —pensó Appleton —. Si tuviese la más mínima oportunidad, yo mismo le cortaría esos rizos.» El padre de Richard jamás se había comportado de esa manera. En cuanto Dios concede un favor a vuestros barcos, os olvidáis de mostrarle respeto.
—Gracias, señor —dijo el abogado con voz pulida y segura —. Será un placer—. Se volvió para mirar los bancos atestados y anunció —: ¡El señor Peter Petford, acusado, será sometido a interrogatorio!
El hombre de aspecto canallesco a quien Appleton había visto meciéndose y sosteniendo la cabeza entre las manos durante las declaraciones de los testigos miró a su alrededor y se levantó con gesto inseguro. Saltonstall le indicó que se sentara en una silla junto a la mesa y Petford lo hizo con visible preocupación. En una esquina Elias aguardaba con la pluma preparada para dejar asentada toda su declaración. Saltonstall miró a Appleton buscando su aprobación y éste asintió con la cabeza.
—Señor Petford, pequeño terrateniente —comenzó a decir Saltonstall —, ha sido usted acusado de diversos actos de difamación por contar mentiras muy graves y extender la animadversión hacia la señora Dane en el pueblo. Ahora se encuentra delante de la autoridad. Espero de usted la verdad.
—Soy un hombre evangélico —dijo Petford con voz trémula. Hundió la cabeza casi hasta los hombros y desvió la mirada. Appleton notó que las mejillas de Petford estaban oscuras y ahuecadas, la piel de la cabeza colgaba sobre su cráneo. Tenía un aspecto horrible, quebrado.
—¿Cómo fue que pidió usted a la señora Dane que visitase a su hija enferma? —preguntó Saltonstall, dirigiendo la pregunta de forma descarada a la plebe reunida en la sala. Estaba de pie, con las manos cruzadas detrás de la espalda, la voz retumbando en cada rincón de la iglesia.
—Había oído decir que era hábil preparando medicamentos para los enfermos —musitó Petford.
—¿Quién lo dijo? —exigió el abogado.
—La gente cuando reparó en ello —dijo Petford con voz insegura —. La señora Dane es conocida en el pueblo.
—¿Y Martha, su hija, se había puesto enferma?
—El lunes estaba trabajando en el jardín y el martes la enfermedad la había llevado a la cama. Una semana después estaba muerta.
—¿Muerta, cómo? —preguntó Saltonstall.
—No lo sé —susurró Petford —. Gritaba por el dolor y decía que le escocía todo el cuerpo. La ropa parecía molestarle como si estuviese hirviendo—. Su voz se interrumpió por un momento e hizo una pausa para carraspear —. Tenía ataques —concluyó.
—¿La señora Dane acudió inmediatamente a su llamada? —preguntó Saltonstall.
—Sí, lo hizo, y no expresó ninguna sorpresa porque la hubiese llamado —asintió Petford.
—Ella acudió a su casa para ver a la niña —confirmó Saltonstall.
—Así fue.
—¿Cómo atendió la mencionada Dane a la pequeña?
Petford hizo una mueca mientras pensaba.
—Me pareció que le sostenía la cabeza y le susurraba al oído, luego le dio de comer algo que sacó del bolsillo.
—¿Qué clase de medicina le dio a su hija? —preguntó Saltonstall.
—Un líquido de alguna clase, no sé lo que era.