Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Connie se levantó, asintiendo, y deslizó el bolso sobre el hombro. Con una mano apoyada en el pomo de la puerta del despacho, la joven se volvió hacia él.
—Sólo por curiosidad, profesor Chilton —aventuró con tiento —, ¿hablará este año en la conferencia de la Asociación Colonial? Estaba tratando de decidir si yo debería asistir.
Connie lo miró, preguntándose si Chilton se daría cuenta de que estaba aludiendo a la sustancia de su conversación telefónica.
Durante un largo minuto, Chilton la observó como si estuviese cuadrando una ecuación mental. Finalmente, dio una calada a la pipa con sus finos labios, y luego dejó escapar una nube de humo a través de la nariz y sonrió.
—Ah —dijo —. ¿De modo que ha oído mi conversación? —Volvió a dar una calada a la pipa —. Llevo algún tiempo trabajando en un proyecto. Y sí, presumo que estará terminado para la conferencia de la Asociación Colonial.
—¿Qué clase de proyecto? —preguntó Connie, bajando ligeramente la mirada sobre el rostro de Chilton. La piel del profesor tenía un aspecto cetrino. Los pliegues alrededor de los ojos y la boca parecían más profundos de lo que ella recordaba.
—Ah… ya tendremos mucho tiempo para eso más adelante —dijo Chilton, la voz teñida de una despreocupación que no consiguió ocultar su evasiva —. Sé que está ansiosa por iniciar su propia investigación.
—Lo estoy —dijo Connie, mirándolo.
Chilton le sonrió, pero era una sonrisa carente de toda calidez o alegría. Ella hizo un esfuerzo por encontrar una palabra que describiese esa sonrisa, pero lo más cercano que halló fue «hambrienta».
Al día siguiente, el aire estival se cargó de humedad, y una densa capa descendió sobre la piel de Connie. La atmósfera en la casa de su abuela se volvió plomiza y espesa por el calor, de modo que la joven huyó a la calle principal de lo que pasaba por ser el centro de Marblehead. Ahora estaba dentro de la única cabina telefónica, con un pie que mantenía la puerta abierta y el auricular encajado entre el hombro y la oreja.
—Gracias, esperaré —dijo a la persona de voz soñolienta en el otro extremo de la línea. El auricular hizo clic y enmudeció mientras la mantenían en espera.
Al otro lado de la calle, un grupo de adolescentes con bañadores se apiñaban en una heladería, hojeando viejos ejemplares de la revista
People
y propinándose leves codazos entre sí. Con el antebrazo, Connie se secó el sudor del labio superior y se sorprendió mirando a los locuaces adolescentes con un sentimiento próximo a la envidia. O tal vez fuera nostalgia. Ya casi había olvidado que, en su vida, había habido una época en la que el verano era una estación para holgazanear y llenar horas largas y aburridas.
El auricular volvió a la vida.
—¿Nada? —contestó Connie a la voz que crujía en el otro extremo de la línea —. ¿Está segura?
El teléfono hizo unos ruidos extraños.
—¿Qué me dice de ortografías alternativas, como «D-e-i-g-n»?
El teléfono volvió a crujir mientras ella anotaba algo en el bloc que mantenía abierto sobre el estante de la cabina.
—De acuerdo —dijo con un suspiro de frustración —. Gracias.
Volvió a colocar el auricular en la horquilla y dejó la mano apoyada un momento en su caliente superficie de plástico. Connie consideró entonces la posibilidad de llamar a Grace. No había hablado con su madre desde que había llegado a la casa de su abuela, y ahora se preguntaba ociosamente qué tendría que decir Grace acerca de esas ensoñaciones vívidas y peculiares que habían estado invadiendo su conciencia durante las últimas dos semanas. Apretó los labios y frunció el ceño. Grace se preocuparía y le diría que no estaba durmiendo lo suficiente, para lanzarse luego a un largo discurso acerca de qué tés de hierbas podrían ayudarla; o creería que Connie estaba «conectada con su segunda visión» y querría hablar con ella acerca de la curación por el aura. De toda la gente que ella conocía, sólo Grace consideraría que tener alucinaciones era algo positivo. Obedeciendo a un impulso, Connie marcó el número de la casa de Santa Fe, dejó que el teléfono sonara cuatro o cinco veces y colgó en el momento en que el contestador de su madre comenzaba a decir: «¡Bendito sea este día, querida persona que llama!»
Connie resopló con exasperación y abandonó aliviada la cabina telefónica. La ardiente tarde parecía casi fresca después de haber estado dentro de aquella caja de cristal, semejante a un invernadero. Sintió que la capa superior de sudor se despegaba de su piel. Que se encargara entonces la sociedad histórica. No había registros de ninguna clase que mencionasen a una tal Deliverance Dane, o a una Deliverance Deign, ni a cualquier otra clase de Deliverance. Sacó la pequeña llave del bolsillo de sus tejanos cortados y la hizo girar en la tarde blanca. El metal brilló.
Chilton le había sugerido también que consultase los registros de la iglesia local. Esa mañana se detuvo en la iglesia de Marblehead, y una amistosa matrona que lucía unas bermudas Lilly Pulitzer le informó de que la Primera Iglesia Congregacional del Mar estuvo afiliada a la Primera Iglesia en Salem hasta aproximadamente 1720, y que los registros de sus primeros miembros se conservaban en Salem. La tarde se presentaba tan pesada y lenta que Connie casi agradeció la excusa para viajar a la ciudad vecina. Cuando la búsqueda se reveló infructuosa, como ella esperaba que probablemente ocurriese, decidió retirarse derrotada a la playa. En el maletero de su Volvo la esperaban una sombrilla de rayas y una toalla, junto con un bañador y una novela de terror que había comprado en la tienda de artículos usados de la iglesia. El rostro reprobatorio de Chilton revoloteó delante de ella por un momento, y Connie echó chispas por los ojos. «Nadie puede trabajar con este calor», se dijo, y el pensamiento de Chilton se desvaneció. Se preguntó si a Liz le apetecería ir para darse un chapuzón. Entonces Connie recordó que era miércoles y su amiga estaría dando clases.
—Uno pequeño de chocolate y vainilla —le dijo a la adolescente que atendía en la heladería mientras sacaba del bolsillo un billete de un dólar arrugado.
La chica la miró, luego se volvió hacia el televisor que estaba sobre el mostrador, detrás de ella. Parecía que se trataba de la serie «Days of our lives».
—Ahora mismo estoy con usted —dijo la chica.
Cualquier otro día, Connie se hubiese mostrado impaciente con la muchacha, pero hacía demasiado calor incluso para eso. Metió los pulgares en los bolsillos traseros de sus tejanos cortados y esperó apoyada en el mostrador. Debía estar agradecida de que ella, al menos, no tenía que llevar un gorro rosa y blanco de rayas mientras trabajaba. Pero en su fuero interno Connie sabía que esa tarde no podía pasarla ociosamente en la playa. Si estaba posponiendo la limpieza de la casa de la abuela, al menos debía hacer algún progreso en su investigación. Hizo oscilar una chancla en el extremo del dedo gordo mientras le daba vueltas en la cabeza a la ausencia de Deliverance en los registros de la ciudad.
«Quizá eso significa que Chilton está equivocado. Quizá no se trate de un nombre propio. Tal vez sea otra cosa. Pero ¿qué?»
Cuando el programa dio paso a la publicidad, la chica se despegó de la silla y se acercó a la caja registradora.
—¿De qué tamaño me ha dicho que lo quería? —preguntó.
—Pequeño —dijo Connie, y luego añadió —: En un barquillo.
«La vida es corta —pensó —. Que lo sirva en un barquillo.»
—Claro —dijo la chica, sugiriéndole a Connie que le estaba haciendo un favor.
Ella la observó mientras esculpía bolas redondas de helado de los cubos metálicos que había en la nevera inferior, los brazos bronceados y nervudos por el esfuerzo. Debajo de su sombrero de rayas, la chica irradiaba la indiferencia no intencionada de la gente de pueblo. Dentro de un año o dos, su hermosura comenzaría a parecer un poco tosca y se le endurecerían las líneas de expresión alrededor de la boca.
—¿Desea algo más? —preguntó mientras le pasaba el cucurucho a Connie.
—De hecho —dijo ella, deslizando el billete a través del mostrador —, me pregunto si podrías darme la dirección de la Primera Iglesia en Salem.
La chica miró a Connie con gesto impasible, moviendo el chicle de un lado a otro de la boca. Masticó una vez, dos…
—Es miércoles —dijo.
—Sí —asintió Connie.
La chica la miró un momento más y luego se encogió de hombros.
—La uno quince —dijo sacudiendo el pulgar —, luego tiene que salir en Proctow.
—Gracias —dijo Connie.
La chica arqueó las cejas mientras señalaba el bote de café en el mostrador con la inscripción «PROPINAS». Connie introdujo una moneda de un cuarto de dólar y volvió a salir al día cegador.
Una hora más tarde, Connie se encontraba en la puerta de la iglesia, incapaz de discernir otras formas más precisas que las sombrías filas de bancos que avanzaban hacia la oscuridad del interior del templo. La puerta se cerró a su espalda, bloqueando el día de verano y encajonándola en el aire fresco, perfumado con madera y lustre de muebles. Había llamado a la puerta de la oficina que había al otro lado de la calle, pero estaba cerrada con llave. Una mirada a través de la ranura del buzón había revelado una pulcra oficina gris con todos los papeles guardados y las sillas vacías. Esperó mientras sus ojos se esforzaban por adaptarse a la penumbra. Los perfiles de unas ventanas altas y arqueadas comenzaron a revelarse a lo largo de las paredes, y los contornos de la habitación emergieron gradualmente de la oscuridad. Unos crujidos y sonidos ocasionales circulaban por la periferia, pero el interior lúgubre y resonante hacía que Connie no estuviese segura de dónde procedían.
—¿Hola? —llamó, y su voz sonó hueca en la cavernosa habitación.
—¿Sí? —contestó alguien y, nuevamente, el origen del sonido resultó indiscernible.
Connie miró a derecha e izquierda pero no vio a nadie.
—Lamento molestarlo —dijo —, pero ¿estoy buscando al pastor?
Se sintió irritada consigo misma por haber convertido la declaración en una pregunta.
—El pastor está en Vineyard —contestó la voz apagada e incorpórea —. No regresará hasta agosto.
Un dato inesperado. Connie hizo una pausa. Ésa era la oportunidad perfecta para ir a recuperarse a la playa. Pero entonces sintió el peso de la llave en el bolsillo, su contorno apretado contra el muslo.
—Bueno, en realidad no necesito verlo exactamente —aclaró Connie —. Sólo quería comprobar algo en los archivos de la iglesia.
—Aguarde un momento —dijo la voz, que ahora sonaba como si llegase desde algún lugar situado por encima de ella.
Connie oyó más crujidos leves, seguidos de una especie de gemido agudo, como el del sedal saliendo de un carrete de pesca, y una forma oscura se materializó con un golpe seco a medio metro frente a ella, justo en el pasillo central de la iglesia. Connie retrocedió sorprendida. Luego la figura adoptó la forma de un joven alto y delgado vestido con un mono manchado de pintura, con un cinturón de herramientas colocado alrededor de sus exiguas caderas. Acto seguido desenganchó el arnés de la cuerda, que ahora Connie vio que pendía de un andamio colocado cerca del techo, y se adelantó para estrecharle la mano.
—Hola —dijo, sonriendo burlonamente ante su expresión de sorpresa.
—¡Oh! —exclamó ella. Su boca se abrió y, cuando no salió ningún otro sonido, volvió a cerrarla. Su mano se alzó entonces para coger el extremo de la trenza donde colgaba sobre el hombro, como hacía a menudo cuando estaba nerviosa o excitada. La sonrisa del joven se hizo más amplia —. Hola —dijo Connie finalmente, soltando la trenza y estrechándole la mano.
La palma del joven estaba seca y firme y, de pronto, Connie tomó conciencia de lo transpirada y arrugada que se sentía.
—No creo que a Bob le importe que te enseñe los archivos —dijo el joven, incorporándola nuevamente a la conversación —. Casi nadie quiere echar un vistazo allí dentro.
Debajo de la nariz del joven, Connie alcanzó a ver un aro que le atravesaba la membrana, y sonrió, divertida. Probablemente tuviese una banda
grunge
. Connie lo imaginó explicándole sinceramente a alguna chica desdichada que realmente necesitaba tomarse en serio su música. Sofocó una risita.
—¿Bob? —preguntó, conteniendo la risa debajo de la lengua.
—El pastor de esta iglesia. Pensé que lo conocías.
Él la miró con curiosidad.
—Oh, no —respondió ella —, no le conozco. Soy estudiante de posgrado. Estoy empezando una investigación para mi tesis.
—¿Sí? —dijo el joven, conduciendo a Connie a través del pasillo en dirección a una escalera —. ¿Dónde? Yo fui a la Universidad de Boston para mi máster. Estudios de conservación.
Connie estaba sorprendida y, al mismo tiempo, avergonzada de sí misma: lo había tomado por un manitas.
—Harvard —contestó ella tímidamente —. Me dedico a la historia colonial norteamericana. Me llamo Connie.
—Conocí a algunas personas en ese programa, hace ya unos años. Pero si eres colonialista, entonces has venido al lugar indicado. —Sonrió. Si había advertido su equívoco, no lo demostró.
El joven la acompañó hasta una puerta oculta debajo de la escalera que conducía, supuso ella, a la galería del coro, y sacó un gran llavero de su cinturón de herramientas. Localizó una llave pequeña y ornamentada y la introdujo en la cerradura, empujó la puerta y le indicó que entrase. Connie sintió sus ojos sobre ella al pasar junto a él a través de la entrada, lo bastante cerca como para que la camiseta rozara su mono de trabajo.
La habitación carecía de ventanas, y estaba iluminada por un único tubo fluorescente que siseó al encenderse. En cada una de las paredes se apilaban filas y más filas de libros de consulta encuadernados en piel, clasificados en apariencia desde andrajosos a casi nuevos. A la derecha, metidos debajo de la curvatura de la escalera, había archivadores de madera con catálogos de fichas y, en el centro de la diminuta estancia, se veía una sencilla mesa de naipes flaqueada por sillas plegables.
—Bautismos —dijo el hombre, señalando una por una las estanterías —. Bodas, fallecimientos y (mi favorita) registros de afiliación. Ahí es donde encontrarás a todos aquellos a quienes se les permitía oficialmente unirse a la Iglesia—. Hizo una pausa —. Y a quienes se les pedía que se marcharan.
—Esto es increíble —exclamó Connie, examinando la habitación —. Me asombra que tengáis tanto material. ¡Y, además, intacto! —Apoyó la mano sobre el archivador de madera —. ¡Incluso con índice!