Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Más allá de las hierbas y las flores, el jardín que se encontraba más cerca de la casa parecía invadido de verduras y hortalizas. Las hojas verdes y velludas, anchas como bandejas, oscurecían las incipientes masas informes de calabazas de verano y melones. A la derecha, debajo de una amplia abertura en la enredadera que crecía por encima, una maraña de plantas colgaba en el lado opuesto de la casa, exhibiendo unos frutos pesados y grandes como el puño de Connie debajo de las hojas. La joven se acercó para mirar y, ante su sorpresa, comprobó que se trataba de tomates. Pero no eran como los tomates de una tienda de comestibles: éstos eran frutos multicolores, de un rojo intenso, de un verde listado, de un amarillo brillante, y sus formas eran extrañas y redondas. La base de las plantas de tomates era tan densa y ancha como el tronco de un árbol pequeño, como si ésa fuese la única planta de tomates en el mundo que no moría al final de cada verano.
Arlo
estaba cavando en la sombra, debajo de una de sus hojas.
Liz apareció junto a Connie, sus pasos silenciosos sobre el sendero de piedra cubierto de musgo.
—Este jardín es una locura. ¡Mira esos tomates! —exclamó —. Son enormes—. Liz se interrumpió, percibiendo la quietud de Connie, y la miró desde un costado, tocándola en el hombro —. ¿Estás bien?
Ella se volvió hacia Liz, sintiéndose todavía un poco descentrada y ofuscada por la vívida ensoñación. El rostro de su amiga brillaba de excitación por el hallazgo, y Connie dudó antes de compartir su estado de ánimo extrañamente reflexivo.
—Sí, estoy bien —dijo, esbozando una sonrisa en consideración a Liz —. Sólo un poco cansada. ¿Ves esas endibias? ¡Podemos preparar una ensalada para la cena!
Grace había mencionado que la casa era vieja, pero nunca había indicado
cuán
vieja: era prácticamente antediluviana, construida a mano por un artesano que empleó las mismas técnicas que se utilizaban en Inglaterra desde finales de la época medieval. Las ventanas eran pequeñas, con paneles en forma de oblea unidos con plomo. Sus ojos se abrieron maravillados al contemplar la fachada, jamás mirada siquiera por un conservacionista. La casa silenciosa le devolvió la mirada, marchita y distante.
Apartó la cortina que formaban las flores de glicina y acarició la puerta con las yemas de los dedos. En una época, probablemente la puerta estuvo pintada de blanco, pero ahora mostraba un tinte verde oscuro, producto del moho y el paso del tiempo. Connie trató de imaginar a su madre viviendo allí cuando era una cría, y la imagen se estremeció, incongruente. Grace, Sophia y Lemuel, su abuelo, un taciturno hijo de Marblehead a quien Grace jamás mencionaba, todos moviéndose unos alrededor de los otros en pequeñas burbujas de subjetividad, cruzándose dentro de esa casa. Grace era demasiado vivaz, demasiado activa para pertenecer a ese lugar.
Tal vez ésa había sido la razón de su marcha.
El jardín y la casa parecían pertenecer tan completamente a su propio mundo abandonado que la presencia de cualquier persona, animada o no, se percibía como un grave error. Connie hundió una mano en el bolsillo de sus tejanos buscando la llave que su madre le había enviado por correo y quitó con el pulgar la costra de suciedad que cubría el ojo de la cerradura. La llave se deslizó dentro de ésta y, después de una leve resistencia, giró emitiendo el chirrido del metal largamente cerrado. Con una leve presión del hombro, Connie empujó la puerta hasta abrirla.
La jamba cedió a regañadientes y levantó una nube de polvo. Connie tosió y respiró con dificultad, apartando de su rostro esa neblina sucia. Cuando la puerta se abrió, oyó un sonido metálico encima de su cabeza, y algo pequeño y frágil cayó tintineando a sus pies sobre el suelo de piedra.
Clavada encima del umbral, casi completamente oscurecida por la glicina, Connie descubrió una herradura dentada, oxidada casi hasta convertirse en una sombra. Uno de los clavos de cabeza cuadrada que la mantenían sujeta a la madera hinchada y podrida se había descolgado, dejando que la herradura pendiera en un peligroso ángulo. Connie se guardó en el bolsillo el clavo hecho a mano y entró en la casa, que la esperaba.
La casa contenía exactamente la clase de aire que Connie hubiese esperado encontrar en un cofre cerrado y recuperado del fondo del océano: leñoso, salobre y rancio. La mayor parte de la luz de la tarde quedaba oculta por las densas capas de hojas trenzadas que había frente a las ventanas. Connie esperó a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. El interior de la casa se congregó a su alrededor saliendo de la penumbra, una imitación perfecta de una casa del primer período, anterior a 1700, con muebles de las generaciones posteriores añadidos de forma gradual a lo largo de los siglos. Excepto que la casa no era una imitación.
—¡Dios mío! —exclamó con incredulidad —. ¿Cuánto tiempo lleva esto aquí?
El silencioso interior de la casa se percibía como algo tan intemporal, tan intocado por el mundo exterior, que parecía irreal.
La puerta principal se abría a un diminuto recibidor frente a una escalera de caracol de madera tan estrecha y empinada que casi se la podía calificar de escalera de mano. En su orientación original, el grupo familiar debía de haber realizado la mayor parte de sus actividades —comer, cocinar, dormir, coser, rezar —en la planta baja, y utilizado el piso superior como un espacio extra para dormir y almacenar cosas. Cada tablilla de la escalera era de pino de Ipswich lustrado, con profundas depresiones producidas por generaciones de pies que habían subido y bajado por ella. El resto de la entrada consistía en una destartalada mesa estilo reina Ana, doblada bajo el peso de varios meses de correspondencia sin abrir, amarillenta y quebradiza. Encima de la mesa colgaba un sencillo espejo estilo renacimiento griego, con el cristal empañado por el polvo y las telarañas, el dorado desteñido y desportillado. En un rincón, debajo de la escalera, había una planta nudosa y marchita desde hacía años colocada en una maceta de porcelana partida por la mitad por una grieta marrón. El suelo del vestíbulo mostraba una zona podrida y abierta, y Connie se sobresaltó al ver una seta grande y gruesa emergiendo entre las tablas. Su ojo detectó un movimiento fugaz en su visión periférica y dio un respingo al atisbar la cola de una víbora de jardín que se deslizaba entre las sombras detrás de la planta en la maceta de porcelana.
Hacia la izquierda del vestíbulo había lo que parecía ser un pequeño cuarto de estar; Connie sólo podía discernir unas estanterías llenas de libros encuadernados en cuero y un par de sillones mal pareados agrupados alrededor de un hogar poco profundo. El tapizado raído prometía humedad, moho y ratones, impregnando el aire con un leve olor fétido. La obstinada mole de un escritorio Chippendale se agazapaba en un rincón, sus patas talladas aferradas al suelo. En las ventanas se veían más restos de plantas esqueléticas que colgaban perfectamente inmóviles. Las tablas del piso eran del mismo pino amarillo pesado que la escalera, algunas de ellas de casi sesenta centímetros de ancho, extendiéndose a todo lo largo de la casa y tachonadas con clavos de cabeza cuadrada.
A la derecha de la entrada, Connie descubrió un austero comedor, amueblado con otra mesa estilo reina Ana rodeada de sillas con respaldo en forma de escudo; de mediados del siglo XVIII, observó, maravillada, y a juzgar por sus siluetas habían sido talladas en Salem. Era evidente que esa habitación no había sido utilizada para comer, ni siquiera cuando su abuela vivía allí; en cada rincón disponible había pilas de periódicos, uno o dos baúles y algunos frascos cerrados ennegrecidos por el tiempo. En el comedor también había un hogar de leña, aunque éste era más antiguo que el del cuarto de estar; era amplio y profundo, erizado de ganchos de hierro y ollas de diferentes tamaños, y disponía de una cavidad de ladrillo en forma de colmena para hornear el pan. Connie supuso que el comedor había sido originalmente el vestíbulo, que era el término antiguo para la sala de estar y de trabajo, el corazón funcional de la casa. A la izquierda del hogar había estantes empotrados llenos de platos, jarros y botellas tan cubiertos de suciedad que no podía discernir sus colores. Unas pocas pinturas enmarcadas salpicaban las paredes, pero las sombras mantenían sus imágenes veladas. A la derecha del hogar había una puerta estrecha, con un cerrojo de hierro.
Connie estiró un brazo, buscando un interruptor de luz junto a la jamba de la puerta, pero no encontró nada. El aire era silencioso y estaba inmóvil, implícitamente poco acogedor, como si la casa se hubiese instalado en su propia descomposición y no quisiera ser molestada. Comenzó a avanzar de puntillas a través del comedor, cada uno de sus pasos dejando un círculo oscuro en la capa de polvo que cubría el suelo.
—No sé por qué camino de puntillas —dijo en voz alta, irritada ante su propia ansiedad. Durante el resto del verano, ésa era su casa. Apoyó el talón en el suelo, dirigiéndose resueltamente hacia la puerta con cerrojo. Ésta cedió después de una ligera persuasión y se abrió con un crujido.
Detrás de la puerta, en lugar del armario que esperaba, Connie encontró una cocina estrecha y confinada, añadida a la casa de manera informal en algún momento de los últimos cien años. A la derecha de la cocina había un profundo fregadero de porcelana protegido por otra ventana, cubierta de hojas y maleza. En la pequeña habitación había una cocina de leña de hierro, una nevera baja, un suelo cubierto con una capa de linóleo ondulado y una puerta de madera barata que comunicaba con el jardín de la parte trasera.
Lo que a Connie le llamó la atención de esa habitación, sin embargo, no fueron todos esos artefactos arcaicos, sino los anaqueles repletos de frascos y botellas de vidrio que cubrían las paredes, todos ellos llenos de polvos, hojas y líquidos inidentificables. Algunos de los frascos tenían etiquetas ilegibles a causa de las manchas resecas. En un rincón había una escoba antigua hecha con manojos de pequeñas ramitas unidas con hilo a una larga rama de fresno. La escoba parecía estar amarrada en su sitio por madejas de tela de araña.
Connie se quedó boquiabierta ante esa extraña colección que llenaba los anaqueles de la cocina. Grace siempre había insistido en que la abuela no era muy dada a cocinar, de modo que Connie no podía dar cuenta de todos esos frascos y botellas. Quizá había tenido una etapa dedicada al envasado de alimentos al final de su vida, y todos se habían secado y ennegrecido porque no estaban herméticamente cerrados. Al igual que Grace, la abuela había sido propensa a las fases, aunque a su manera. La única Navidad con ella que Connie era capaz de recordar, la abuela había aparecido en la granja de Concord, justo antes de su muerte, con suéteres tejidos a mano para Grace y para su nieta, el mismo modelo marinero en tres colores diferentes. Lamentablemente, Sophia tenía dominio idiosincrásico de la proporción hombro —brazo, y las mangas acababan a mitad del brazo en la izquierda y cubrían los nudillos en la derecha. Connie sonrió con afecto ante ese recuerdo.
En la cocina, el aire era seco y cerrado, con un palpable olor a descomposición, y todos los frascos estaban cubiertos por un grueso ropaje de mugre. Mientras Connie permanecía allí, con las manos en las caderas, su excitación por la casa desconocida moderada por una vaga inquietud, unos pasos suaves se acercaron a su espalda y miró, sorprendida, por encima del hombro. Se encontró con la cara radiante de Liz, que llevaba una sudadera convertida en un saco abultado de tomates y endibias.
Arlo
estaba a sus pies, orgulloso de sí mismo, con una raíz que sobresalía de su boca. Su cola barría densas capas de polvo en el suelo detrás de él.
—Hemos estado rebuscando algo para la cena —dijo Liz —. ¿Ésta es la cocina? —Pasó junto a Connie para dejar las verduras en el fregadero. Hizo girar el grifo y las cañerías dejaron escapar un resonante gemido, temblando y tosiendo secamente antes de escupir un chorrito de agua marrón —. Me alegro de que hayas metido jabón en el equipaje. Grace tenía razón, esta casa es una ruina.
Liz quitó el polvo del fregadero y limpió los tomates y las endibias que había cogido del jardín.
—Estaba pensando que podríamos comenzar por limpiar la cocina —dijo —, ya que aquí es donde tendrás que comer y, después de la cena, nos encargaremos de los dormitorios para tener un lugar limpio donde dormir. Además, ¿cuánto tiempo crees que nos llevará llegar a la estación de ferrocarril mañana? ¿Veinte minutos? Sólo quiero saber a qué hora debemos levantarnos por la mañana. Creo que esta noche podemos hacer bastantes progresos, de modo que, al menos, estés razonablemente bien para la próxima semana.
La charla animada y eficiente de Liz sacó a Connie de su estado de ensoñación, recordándole que la casa de su abuela podía parecer una grieta, una costura desechada en el tejido del tiempo, pero era una casa como cualquier otra, más vieja quizá, en mucho peor estado, pero aun así sólo era una casa. Connie se frotó las manos sobre los antebrazos, haciendo girar en su cabeza las encarnaciones de normalidad que había traído consigo como si fuesen talismanes: Liz, sus plantas, sus libros, su perro. Ése sería sin duda un verano inusual, pero, de hecho, no muy diferente de cualquier otro. Tendría que limpiar mucho más de lo que estaba acostumbrada, eso era todo. Tranquilizada por esos pensamientos, Connie se agachó junto a
Arlo
para quitarle la raíz de la boca.
—¿Qué es esto, pequeñajo? —preguntó, buscando con cuidado entre los dientes —. ¿Has encontrado una zanahoria silvestre?
El animal, obediente, dejó caer la raíz en la mano de Connie y luego la miró, esperando una alabanza.
Cuando ella vio lo que sostenía en la mano dejó escapar un grito, retrocediendo con un gesto de horror y dejando caer la raíz en el suelo. Sin pensarlo, se limpió inmediatamente la mano en los fondillos de los tejanos, frotándosela para quitarse cualquier residuo que pudiese haber quedado en la piel.
—¿Qué ocurre? —preguntó Liz —. ¿Tiene bichos?
—Oh, Dios mío —exclamó Connie entre jadeos. El pulso latía con fuerza en su cuello, y se obligó a inhalar lentamente para relajar la respiración —. No, no se trata de eso. ¡No lo toques!
Se arrodilló en el suelo de la cocina mirando fijamente el vegetal inerte que descansaba sobre una salpicadura de barro.
—¿Por qué? —preguntó Liz, mirando por encima del hombro de su amiga. Frunció la nariz ante su fealdad deforme —. ¡Puaj! ¿Qué es eso?