Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Saltonstall se paseó con aire pensativo al tiempo que asentía.
—¿Y qué olor tenía? —preguntó mirando al acusado.
—Muy fétido —dijo Petford.
—¿Y la niña bebió la medicina? —continuó Saltonstall, en esta ocasión mirando directamente a los hombres del jurado. Estaban sentados juntos, con el ceño fruncido, y Palfrey asentía.
—Ella la bebió —dijo Petford —y, de pronto, fue zarandeada por unas manos invisibles, como si le estuviesen golpeando en la cabeza y los hombros.
Ante esta revelación, la multitud se quedó sin aliento, y todas las miradas se dirigieron hacia el lugar donde estaba sentada Deliverance Dane.
—¿Vio usted que ella la golpease? —preguntó entonces Saltonstall.
—No vi las manos, pero vi cómo su cuerpo se retorcía y también oí sus gritos.
—¿Y qué hizo entonces?
Petford se quedó callado un momento, con la mirada fija en sus manos. Apretó los labios y alzó el rostro por primera vez hacia los presentes en la iglesia. Todos lo miraban, expectantes. Las agujas dejaron de tejer.
—Yo estaba tan asustado que no me podía mover, y le rogué a la señora Dane que hiciera algo para que mi hija no sufriera ese tormento. Pero entonces ella me miró fijamente, levantó los brazos por encima de la cabeza y murmuró cosas que no tenían ningún sentido, mientras sus ojos brillaban como carbones ardiendo. Mis brazos y mis piernas estaban paralizados, como si me hubiesen atado con unas bandas invisibles. Los gritos de Martha se acallaron, cayó de espaldas en la cama y ya no volvió a moverse. ¡Entonces supe que ésa debía de ser la brujería que había matado a mi Martha, que esa Deliverance Dane debe de ser una bruja malvada!
En ese instante se produjo una conmoción cuando la joven se levantó de un salto y gritó:
—¡Se atreve usted a mentir a toda esta asamblea! ¡Me siento agraviada! ¡Ella estaba embrujada, pero no por mí!
El público estalló en una confusión de gritos y patas de sillas que rascaban el suelo de madera, mujeres que gemían y entrelazaban las manos. Appleton se levantó entonces de su sillón y ordenó:
—¡Señora Dane, siéntese y guarde silencio!
Vio que el esposo de Deliverance la cogía de la mano y la obligaba a sentarse. La joven tenía las mejillas encendidas y sus ojos azul claro se volvieron aún más pálidos.
Saltonstall agitó las manos pidiendo calma, enfrentando los ojos de los presentes con una mirada perspicaz. Los gritos se apagaron gradualmente hasta convertirse en un ruido sordo y Saltonstall asintió con autoridad.
—Sí —resumió —, la niña estaba embrujada, ¿cómo lo supo la señora Dane?
—No lo sé —dijo Petford —, pero fue ella quien la embrujó.
Saltonstall se dirigió al centro de la sala y se detuvo de espaldas al acusado con los brazos cruzados.
—¿Ha oído hablar de otras personas igualmente atormentadas? —su pregunta resonó en el fondo de la iglesia.
—En estos meses desde la muerte de Martha he oído contar muchas otras historias acerca de la maldad de Deliverance Dane, de gente que enferma cuando ella les echa un maleficio —afirmó Petford con voz más firme.
Saltonstall se adelantó para quedar justo enfrente de los hombres que integraban el jurado, las manos entrelazadas detrás de la espalda.
—¿Es usted un embustero, señor Petford? —preguntó con la mirada fija en el teniente Davenport, el presidente del jurado.
—No lo soy —afirmó Petford.
—¿Lo jura ante este jurado y los aquí presentes? —preguntó Saltonstall sin moverse de la posición que ocupaba delante del jurado.
—Lo juro —respondió Petford.
—Muy bien —dijo Saltonstall —. Puede usted retirarse.
Petford regresó temblando al banco donde había estado sentado mientras la asamblea reanudaba el debate acerca de los méritos del caso. La señora Dane permanecía sentada, inmóvil, con la espalda recta, las manos entrelazadas con las de su esposo, simulando ignorar la vasta marea de malos sentimientos que lamía sus pies.
Appleton se volvió para dar instrucciones al jurado en sus deliberaciones, pero se detuvo, desconcertado. El odio hacia la señora Dane que vio retorciendo el rostro del señor Palfrey le confirmó cuál sería el veredicto.
Cambridge, Massachusetts
Mediados de junio
1991
E
xiste la clara posibilidad de que se trate de un nombre —señaló Manning Chilton mientras hacía girar el pequeño trozo de pergamino en sus manos.
—¿Un nombre? —repitió Connie, y cambió de posición en la dura silla de madera que estaba frente al escritorio de su tutor, raspándose la parte posterior de las rodillas, una después de la otra, con el asiento.
Ése era el primer día auténticamente estival de la estación, y el sudor se abría paso desde la axila a través de su caja torácica. Connie siempre sentía una ligera preocupación de que su aspecto desgreñado revelara su desorden interno. La asombraba que el profesor Chilton pareciera insensible a los elementos; ella jamás había visto sus zapatos manchados con sal en invierno o las palmas de las manos húmedas de transpiración. Ese día estaba sentado detrás de su amplio escritorio con sobre de cuero, la impecable camisa Oxford combinada con una pajarita perfecta. Dejó el trozo de pergamino en el escritorio y se apoyó en el respaldo del sillón mirando a Connie.
—Pero, naturalmente, como usted bien sabe, los puritanos eran bastante prejuiciosos en cuanto a los nombres tomados de las virtudes cardinales.
—Bueno, sí —admitió Connie —. Pero pensaba que, en general, eran partidarios de los nombres bíblicos: Sarah, Rebecca, Mary…
La atmósfera calurosa y seca que imperaba en la habitación consumía su concentración. «Con el dinero que hay en Harvard, bien podrían instalar aire acondicionado», se dijo. Un ventilador colocado encima de la librería de Chilton oscilaba bajo el sol de la tarde, agitando el aire pesado cerca del techo del despacho sin conseguir enfriarlo.
—Así es —dijo Chilton —, pero también mostraban una clara predilección por las virtudes, algo muy común, de hecho; fíjese, por ejemplo, en los nombres de Chastity (Castidad) o Mercy (Piedad).
—Pero ¿Deliverance? (Liberación, Salvación) —insistió Connie —. Nunca antes había oído ese nombre.
—Quizá no sea tan común como Mercy, pero no es desconocido —replicó Chilton, formando un pequeño templo con los dedos delante de él, con los codos apoyados en los brazos del sillón —. ¿Dónde me ha dicho que lo encontró?
—En casa de mi abuela. En Marblehead —contestó Connie, al tiempo que recuperaba el trozo de pergamino a través del escritorio de Chilton.
—Un acertijo —dijo Chilton. Detrás de las puntas de los dedos, sus ojos brillaban con interés, como si una deliciosa forma que Connie no había podido ver hubiese cruzado ante él —. Tal vez podría pasarse por su sociedad histórica para preguntar. O consultar los registros de la iglesia local para ver si hay alguna entrada de un nacimiento o una boda. Sólo para satisfacer su curiosidad, por supuesto.
—Quizá lo haga —asintió Connie, acunando el trozo de pergamino en su palma.
No le había dicho nada a Chilton acerca de la llave, en gran parte porque no podía explicar que estuviese donde la había encontrado. ¿Por qué habría escondido alguien una llave dentro de una Biblia? El hallazgo la había desconcertado desde que la había descubierto junto con su curioso trozo de pergamino. La llevaba en el bolsillo y la tocaba de vez en cuando, como si el significado pudiera filtrarse a través del metal.
—Connie —dijo Chilton, mirándola por encima de sus manos entrelazadas —, ¿dónde nos encontramos con la propuesta de tesis? Había esperado ver algo a estas alturas.
—Lo sé, profesor Chilton —admitió ella, encogiéndose. Al principio había dudado en llevarle su hallazgo, por temor a que todo el peso de sus expectativas descendiera sobre ella. Ahora podía verlas reunidas encima de su cabeza como una enorme nube, o un toldo lleno de agua de lluvia a punto de derramarse sobre ella —. Lo siento. He estado tan concentrada ordenando todas las cosas de esa casa…
Incluso cuando escuchaba sus propias palabras, la excusa sonaba muy pobre.
—Su responsabilidad es para con su investigación —comenzó a decir Chilton, empujando el sillón hacia atrás. El sonido del teléfono en el escritorio lo interrumpió en mitad de la frase. Irritado, miró el aparato, luego a Connie y nuevamente al teléfono —. Maldita sea —dijo —, ¿me perdona un momento? —y levantó el auricular.
Connie aceptó agradecida el indulto temporal y se volvió hacia los libros que revestían el despacho de Chilton, dejando que su mirada vagase por los lomos. Connie y Liz bromeaban a menudo diciendo que los estudiantes de posgrado eran unos invitados horribles en las cenas porque no podían dejar de leer los lomos de los libros.
Los estantes que estaban más próximos al escritorio contenían textos fundamentales de la historia colonial norteamericana, relatos del asentamiento de los colonos ingleses, de las primeras guerras indias, del colapso de la teocracia puritana. Ella tenía muchos de esos títulos. En los estantes superiores había libros de los que nunca había oído hablar:
Simbolismo alquímico en el psicoanálisis jungiano, La alquimia y la formación del inconsciente colectivo, Historia de la química medieval
…
—Soy consciente de ello —dijo Chilton quedamente en el auricular —, pero puedo asegurarte que el ensayo estará listo. Sí.
Connie mantuvo la mirada fija en los estantes repletos de libros. Detrás de ella oyó que Chilton se aclaraba la garganta. Al mirar por encima del hombro, sus ojos se toparon con los de él, y vio que estaba esperando con la mano cubriendo el auricular.
—¡Oh! —exclamó Connie, percibiendo el significado de ese gesto —. Lo siento.
Se levantó excusándose y abandonó la habitación.
La joven se quedó remoloneando en el vestíbulo delante del despacho de Chilton, contemplando el techo sin ningún interés. Durante algunos minutos oyó murmullos detrás de la puerta, rotos de pronto por el sonido de Chilton alzando la voz, amortiguada pero claramente audible:
—¡Por Dios, cuántas veces debo repetirlo! ¡En septiembre, en la conferencia de la Asociación Colonial! —gritó.
Connie frunció el ceño. Chilton jamás alzaba la voz. Se alejó de la puerta del despacho y fijó la mirada en una pintura que colgaba en el otro extremo de la pared del vestíbulo. Era un paisaje de un verde empalagoso, con un medio tronco de árbol caído en primer plano. El cielo estaba ennegrecido con nubes de tormenta, oscureciendo una pesada luna amarilla en la parte izquierda del lienzo y un sol sangriento a la derecha. Escalofriante. ¿Quién querría tener que ver eso todos los días?
—Tienes mi palabra —dijo Chilton detrás de la puerta de su despacho —. Sí. Antes de que tomes la decisión, me gustaría que esperaras a ver lo que tengo que ofrecer.
Su voz volvió a convertirse en un murmullo y, aunque Connie se dijo que sólo se estaba concentrando en la pintura, sus oídos curiosos se esforzaban por oír el resto de la charla del profesor. Las palabras sonaban demasiado apagadas para poder discernirlas. «Sustancia —pensó que decía —antes que piedra.» Luego ya no pudo oír nada más. Pasaron varios minutos en silencio, la mirada de Connie viajando a través del río meandroso de la pintura hasta que éste describía una curva y se perdía en una imponente tierra salvaje. La pintura era tan detallada que casi podía reconocer las numerosas y variadas especies de plantas y enredaderas, agrupadas de manera incongruente, como si las plantas nocturnas y las diurnas pudieran coexistir de forma simultánea, floreciendo todas en el acto.
—No quiero que pierda el tiempo con tonterías —dijo Chilton bruscamente, haciendo que Connie se sobresaltara. La pintura había concitado su atención de tal manera que no había oído que se abría la puerta entre el despacho y el vestíbulo.
La joven regresó al despacho tras él, parpadeando para tratar de quitarse de la mente la inquietante imagen del paisaje. Se instaló en la silla al otro lado del escritorio de Chilton, desconcertada por lo que había oído por casualidad.
—¿Y bien? —dijo él, inclinándose hacia adelante.
Connie hizo un esfuerzo para apartar la atención de la imagen con sus asociaciones medio formadas. ¿Qué había sido? Algo acerca de perder el tiempo con tonterías. ¿De qué estaba hablando?
—Lo siento, profesor Chilton, yo… , es que hoy hace tanto calor… ¿Qué es lo que acaba de decirme? —preguntó Connie, odiando las palabras mientras salían de su boca. Ella siempre demostraba un gran entusiasmo por su participación en el departamento y se esforzaba por parecer concentrada siempre que se encontraba con Chilton. Las orejas le ardieron cuando la boca del profesor se abrió en una sonrisa desdeñosa.
—Tonterías… No queremos que nada la distraiga de su trabajo —reiteró.
—No, por supuesto que no —tartamudeó ella.
—Está bien tener esos otros intereses, pasar el verano limpiando y esas cosas —continuó Chilton —, pero no podemos considerar el verano como si fuésemos irreflexivos estudiantes universitarios, ¿verdad? —Chilton sólo recurría al plural mayestático en los momentos más profundos de irritación. A Connie, su grado de disgusto le pareció inquietante —. Mi niña, sólo tiene que concentrarse. En la academia, el verano es el momento en el que podemos dedicar una atención constante a nuestro trabajo. Odiaría ver que desperdicia las oportunidades que tiene delante de usted.
Connie meditó un momento, pues no estaba segura de estar interpretando correctamente su tono. «Mi niña», pensó. Janine Silva se pondría de los nervios si descubriera que Chilton se refería a Connie de ese modo vejatorio. Si era cuestionado, sabía que Chilton consideraría que estaba mostrándose alentador, incluso afectuoso. El hecho de que no aplicase esa clase de apodos a sus alumnos masculinos Chilton lo explicaría como un signo de la consideración especial que tenía hacia ella. La sonrisa del profesor se amplió, la condescendencia brillando en las comisuras. De manera inconsciente, Connie frotó la llave que llevaba en el bolsillo para tranquilizarse.
—No tengo intención de perder el tiempo este verano, profesor Chilton —dijo con frialdad.
—Por supuesto que no, querida. Es sólo que no deseo ver cómo las distracciones obtienen lo mejor de usted. Todo lo que necesitamos es una fuente primaria notable, inusual. Cuando siga adelante con su pequeño misterio, no pierda de vista su verdadero objetivo. De hecho… —Hizo una pausa, reclinándose en su sillón y estirando sus largos dedos hacia la pipa que descansaba en un cenicero de bronce sobre el escritorio. Mientras una cerilla ardía detrás de la mano ahuecada de Chilton, Connie sintió que la reunión estaba tocando a su fin. El hombre apagó la cerilla y acabó su idea —: Ese descubrimiento que ha hecho podría ser una casualidad favorable. Su fuente la espera. Todo lo que necesita es mirar.