Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Ella estaba sentada con los codos apoyados en la barra, tamborileando excitadamente en su coronilla con los dedos. Sam estaba sentado junto a ella en un taburete, y sorbió la espuma de su jarra de cerveza. En el extremo opuesto de la barra, un pequeño grupo de hombres de mediana edad, vestidos con ropa impermeable de color naranja y zapatos náuticos, bromeaban y reían a carcajadas mientras entrechocaban sus jarras de cerveza de Cape Cod. La barra estaba débilmente iluminada, adornada con banderines de regatas y fotografías en tono sepia en las que aparecían hombres con gafas de montura de carey, sonriendo bajo un sol de hacía cuarenta años.
—Ésta es una de las diez tabernas marineras más importantes del mundo —dijo Connie, recordando una de las digresiones en la carta que su madre le había enviado, junto con la llave de la casa.
Al sugerir que Connie visitara ese lugar mientras estaba viviendo en la casa de su abuela, Grace recordó su adolescencia holgazaneando en esa famosa taberna marinera, observando cómo la policía sacaba de las orejas a los chicos del lugar para llevarlos a sus casas. Parecía que el paso del tiempo había aplacado parte de la atmósfera escandalosa del lugar, aunque el grupo de lobos de mar que ocupaban el extremo de la barra intentaban compensar animosamente el vacío de ese pasado esplendor.
En un movimiento impulsivo, Connie había llevado a Sam consigo de regreso a Marblehead. Le había invitado a una copa para agradecerle que la hubiese ayudado durante toda la tarde y él, naturalmente, había aceptado. No había que hacer ninguna llamada telefónica antes, no había que cambiarse de ropa. Al mirar su perfil de reojo junto a ella en la barra, Connie estudió la textura de la piel de Sam mientras él lamía el resto de la espuma que había quedado en su labio superior. Era rica y satinada, los corchetes de la sonrisa alrededor de los ojos quemados en su sitio por el sol.
—Ajá —dijo él, rascándose la barba incipiente y mirando a los marineros con mayor cautela —. Pero la fecha… —insistió —. Estoy un poco oxidado en cuanto al siglo XVII. Explícamelo otra vez.
—Hum… —Connie suspiró y bebió un trago de cerveza —. Hoy ha hecho tanto calor… —Extendió los brazos sobre la barra delante de ella, sintiendo el reflujo estimulante de la tarde mientras se relajaba —. Habitualmente no bebo cerveza, no me gusta, pero esto es perfecto.
—Connie —la pinchó Sam, golpeando ligeramente su codo con los nudillos.
Ella hizo una pausa, la jarra de cerveza suspendida en el aire a medio camino de la boca aún abierta. Los ojos de Sam se encontraron con los suyos, cálidos y ansiosos.
—De acuerdo —dijo ella un minuto después, sonriendo —. La fecha—. Giró en su taburete para quedar frente a él —. Todo comenzó en enero de 1692, cuando la hija del pastor de la aldea de Salem, Samuel Parris, cayó enferma. Su nombre era Betty. Era muy joven, tenía nueve años, y su padre no sabía qué le ocurría. Al parecer, ese pastor era un tío un tanto conflictivo. Algunos de los habitantes del pueblo estaban de su lado, pero otros pensaban que les exigía demasiado dinero. A lo largo de los años, Parris había hecho toda clase de exigencias poco convencionales, incluyendo leña gratis, un título de propiedad para su casa parroquial…
—¡Un título para su casa parroquial! Qué descaro —la interrumpió Sam, el tono teñido de sarcasmo, llevándose una mano al pecho en un gesto de falsa conmoción.
—Sí, ¿verdad? —dijo Connie, echándose a reír y apoyando una mano sobre el brazo de Sam —. ¿Quién creía que era, ese tío? De modo que, en la época en que Betty cayó enferma, el pastor ya se había hecho con unos cuantos y firmes enemigos. En cualquier caso, según todos los datos, los habitantes del pueblo eran gente bastante dura.
Connie hizo una pausa para beber un sorbo de cerveza.
—Más o menos como en la actualidad, de hecho —reflexionó, y Sam sonrió de medio lado —. Bueno —continuó ella —, el caso es que el reverendo Parris llamó a un médico, pero el médico no pudo averiguar qué le pasaba a la pequeña Betty.
—De todos modos, en aquellos tiempos un médico tampoco podía hacer mucho, ¿verdad? —preguntó Sam.
—Eso es cierto —convino Connie —. Una de las cosas más extrañas acerca de este período en concreto es que es anterior a la revolución científica. Carecían del método científico y, por tanto, no podían conocer la diferencia que existía entre correlación y causalidad. El mundo debía de parecerles una enorme e incomprensible sucesión de hechos azarosos y actos de Dios.
—Ésa es la razón de que, siempre que me sorprendo sintiendo nostalgia por algún período de la historia, pienso en los antibióticos —dijo Sam jocosamente —. Continúa.
Connie sonrió.
—Muy bien. Es probable que el médico (creo que se llamaba Griggs) la sangrara para purgarla, algo que seguramente hizo que su estado empeorase. Era aproximadamente la época en que los médicos comenzaban a aparecer como una profesión respetada, y de ellos se esperaba que hubiesen tenido una educación formal. De modo que, quizá, el médico simplemente estaba echando balones fuera, tratando de salvar su reputación. ¿Quién sabe? En cualquier caso, el médico le dice a Parris que la niña no está enferma, sino que ha sido embrujada. Y, entonces, el pastor comienza a afirmar en sus sermones que el mal ha llegado a Salem. Él cree que su hija está siendo castigada porque el pueblo se ha vuelto pecaminoso y le dice a todo el mundo que el mal debe ser expulsado.
» Naturalmente, es posible que Parris también estuviese echando balones fuera. Algunos historiadores piensan que el reverendo alimentó las acusaciones para ocultar el hecho de que se había convertido en un personaje muy impopular. No obstante, muy pronto todo el mundo comenzó a hablar de brujería, y otras niñas del pueblo empezaron a padecer ataques del mismo modo que Betty. Abigail Williams, la sobrina de Parris, que vivía como criada en la casa del párroco, es una de las más famosas. Arthur Miller la utilizó como la protagonista de su obra
Las brujas de Salem
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—Y así comenzó también el pánico por la brujería en Salem —concluyó Sam —. ¡Maldita sea!
Entrelazó los dedos e hizo crujir los nudillos.
—Correcto —dijo Connie —. Y todos sabemos lo que sucedió a continuación. La esclava del reverendo Parris, una muchacha llamada Tituba, es acusada de embrujar a las niñas. Los historiadores polemizan acerca de Tituba; nadie hasta ahora ha sido capaz de afirmar con certeza si era negra o si, por el contrario, era una nativa americana. En cualquier caso, ¡lo importante es que Tituba confiesa! La muchacha dice que el diablo se presentó ante ella, vestido con una larga capa negra, y le prometió que podía llevarla volando a su casa en Barbados si accedía a trabajar para él—. Connie bebió otro trago de cerveza —. En este sentido, algunos historiadores han señalado la gran semejanza que existe entre el reverendo Parris y la descripción que Tituba hizo del diablo. No es de extrañar: la pobre no tenía otra manera de expresar lo que realmente pensaba de ese hombre.
Sam sonrió.
—En cualquier caso —continuó Connie —, el reverendo le dice que puede obtener el perdón de Jesús si ella le cuenta qué otra persona en el pueblo ha accedido a trabajar para el diablo. Entonces Tituba nombra a un par de mujeres, dos mendigas locales, que obviamente afirman ser inocentes. Pero las afligidas niñas apoyan las acusaciones hechas por Tituba. Muy pronto las cosas escapan a todo control. Durante los meses siguientes son acusadas cientos de personas que viven en el condado de Essex, y alrededor de veinte de ellas mueren en la horca. Un hombre, Giles Corey, incluso fue aplastado entre piedras mientras el tribunal intentaba obligarlo a que hiciera un alegato en su defensa.
Connie se estremeció.
—Ésa debía de ser una manera horrible de morir —comentó Sam.
—La historia cuenta que sus últimas palabras fueron: «Más peso» —señaló Connie con expresión pensativa. Bebió un poco más de cerveza y fijó la mirada en un punto más allá de Sam antes de continuar —: En mi opinión, es muy fuerte. Además, mientras Corey moría, alguien utilizó la punta de un bastón para volver a meter la lengua en su boca.
Hizo una pausa y luego pareció sacudirse esa imagen desagradable de la mente.
—Pero, aparte de eso —continuó diciendo —, ha habido un montón de explicaciones irreconciliables acerca de por qué la oleada de pánico se extendió de la manera en que lo hizo. En el siglo XVII aparecieron casos aislados de brujería en toda Nueva Inglaterra, pero el de Salem fue con diferencia el más letal de todos ellos. Nadie es capaz de entender del todo por qué la situación se descontroló de ese modo; si las niñas simplemente disfrutaban ejerciendo su poder principalmente sobre mujeres de mediana edad y hombres instruidos, una circunstancia que trastornó completamente a la jerarquía puritana, o si intervinieron otros factores. Pero ahora viene lo mejor. Antes de que se ejecutara a las brujas acusadas, todas ellas fueron excomulgadas.
Connie bebió otro pequeño sorbo de cerveza.
—De modo que cualquiera que figurase en ese registro de la Iglesia como excomulgado en 1692 es casi seguro que estaba implicado de alguna manera en los juicios por brujería. Probablemente porque serían ahorcados una semana más tarde.
—Pero ¿por qué los expulsaban primero del seno de la Iglesia? —preguntó Sam.
—Porque la brujería era en cierto modo una herejía —dijo Connie encogiéndose de hombros.
—¿De verdad? Yo pensaba que era más una especie de religión alternativa, como algo desvinculado de ella.
Uno de los marineros del grupo contó en voz alta un chiste subido de tono que iba sobre una rubia, un pez y el encargado de un bar. Los hombros de sus compañeros se agitaron por las carcajadas, y la encargada de la taberna —una rubia —puso los ojos en blanco y buscó otra jarra de cerveza para sacarle brillo.
—En realidad, no —respondió Connie —. Quiero decir, todo lo que he leído sugiere que, en primer lugar, en el siglo XVII la brujería era más una amenaza imaginaria que una actividad real y, en segundo lugar, los ministros de la Iglesia lo convertían en un escándalo porque constituía una profanación de la práctica cristiana, tomando prestados del catolicismo anterior a la Reforma todos esos sistemas piadosos y plegarias. Más que cualquier otra cosa, representaba a gente, especialmente mujeres, que trataba de concentrar demasiado poder en sus manos, un poder que los teólogos puritanos pensaban que sólo debía pertenecer a Dios.
—O sea, que estás diciendo que la brujería era sólo una proyección de las ansiedades sociales y nada más —dijo Sam cruzándose de brazos.
—Sí. —Connie bebió otro trago de cerveza —. Es bastante duro que a alguien lo maten a causa de la ansiedad social.
—¿Ya casi has acabado la cerveza? —preguntó él, observándola.
—Casi. ¿Por qué?
—Porque hay algo que quiero enseñarte. Ven.
Abandonaron la taberna y salieron a la noche, las sombras caían entre las casas de madera con los techos inclinados y formaban charcos azul marino en la gravilla. Connie se ajustó el suéter alrededor de los hombros y deseó haber pensado en cambiarse los tejanos cortados por unos enteros. En verano, el cielo nocturno de Cambridge estaba oscurecido por un brillo nebuloso y anaranjado de origen químico, y el asfalto irradiaba el calor que había absorbido durante el día. Al caer la noche, Marblehead se tornaba, en cambio, fresco y oscuro: las casas encajonadas en sombras, el frío del mar bañando la costa, las estrellas como diminutos puntos de hielo. Mientras Connie caminaba junto a Sam, adaptando su marcha a sus pasos largos, se dio cuenta de que podía sentirlo allí, a su lado en la oscuridad, inadvertido pero presente. Las puntas de los dedos y el pulgar de su mano derecha se frotaban, anhelando extenderse para coger la mano de él. Connie, en cambio, hundió los puños en los bolsillos de sus tejanos cortados y mantuvo la mirada fija en sus pies.
—Antes de que me contrataran para hacer el trabajo de la cúpula, llevé a cabo algunos proyectos de restauración en Old Town —susurró Sam. Ella apreció su susurro, ya que demostraba que él también estaba conmovido por la quietud del pueblo.
—¿Qué clase de trabajos de restauración? —preguntó.
—Devolver las casas a su estado original, en su mayor parte —dijo él —. Mucha gente de Boston está comprando las viejas casas de pescadores y las deja como nuevas. Un par de veces me llamaron para que deshiciera todas las reformas que se habían acumulado en las casas a lo largo de los años; especialmente aquellas que, en las décadas de los cincuenta y los sesenta, fueron divididas en apartamentos. Cuando llegan los nuevos compradores quieren eliminar las placas de yeso de los techos, dejar expuestas las vigas originales, añadir cocinas nuevas y elegantes. Me han consultado en unos cuantos casos cuando los compradores realmente se preocupan por conservar el carácter histórico de la casa.
—Eso está bien, ¿verdad? —sugirió Connie.
—Bien para mí, porque necesito trabajar, y bien para ellos, porque consiguen una casa bien hecha. No es tan bueno si eres pescador o si tu apartamento es el que compra un banquero para tener un retiro de fin de semana —dijo Sam con tono airado. Connie sonrió —. Lo siento —añadió —. Es uno de mis discursos reivindicativos.
—No te preocupes —dijo Connie —. Yo tengo un montón de discursos de ese tipo.
—Pero no es por eso por lo que he sacado el tema. En una de esas restauraciones que hice en Old Town encontré algo muy interesante. Eso es lo que quiero enseñarte.
—¿Quieres decir que vamos a la casa de alguien? —preguntó Connie con una nota de alarma en la voz.
—No te preocupes —la tranquilizó él.
Giró súbitamente en una calle lateral sin nombre, tan estrecha que un coche apenas si podía circular por ella sin llevarse unas cuantas puertas de entrada a su paso. La casas eran pequeñas y estaban muy juntas, lo que hizo sospechar a Connie que en otra época habían sido establos, o una fila de cocheras antiguas y pequeños graneros como dependencias de las grandes casas que se alzaban en la siguiente manzana. Algunas de estas construcciones estaban pintadas con colores alegres y ridículos: ocre, bermellón, morado. En las diminutas ventanas había maceteros que rebosaban de pensamientos y tulipanes marchitos.
—No está lejos de aquí —señaló Sam, instándola a que apurase el paso.
Giraron en otra esquina y enfilaron la calle de casas a las que habían servido los establos. Éstas tenían chimeneas gemelas y ordenadas tejas de madera, y unas cuantas de ellas estaban rodeadas por modestos pero atractivos prados verdes salpicados de dientes de león. Aquí y allá, las casas aparecían separadas por cercas de madera, o por una pared de piedra medio derruida y cubierta de moho, ocultas unas de otras por robles susurrantes. Connie calculó que la edad de las casas oscilaba desde principios del siglo XVIII hasta mediados del XIX: casas de capitanes de barco, cuando no realmente de mercantes. La luz de la luna proyectaba un brillo gris blanquecino a través de la superficie de las hojas y la hierba, lo que hacía que las sombras fuesen aún más oscuras. Connie podía aspirar el aroma de la madera de manzano quemando en un hogar invisible; la sensación le trajo el recuerdo de estar sentada en la cocina de la comuna de Concord con Grace. Su corazón se aceleró ligeramente ante ese recuerdo, y Connie decidió que al día siguiente llamaría a su madre por teléfono. Entonces podría decirle que finalmente había visitado la taberna de los marineros; a Grace seguramente le gustaría oírlo. Y también podía hablarle de sus ensueños. Quizá.