El Libro de los Hechizos (17 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Si lo que sabía de Lemuel era correcto, entonces la mayoría de los libros que había en las estanterías debían de haber pertenecido a la abuela. Hasta ese momento, Connie había prestado escasa consideración al hecho de que el nombre de Deliverance Dane hubiese aparecido en esa casa; el carácter ahorrativo de los yanquis exige que no se tire nada que aún pueda ser remotamente útil, y así se van acumulando los desechos de familias sorprendentemente alejadas en el tiempo y el espacio. Pero ahora Connie se recreaba en la idea —la esperanza —de que si el nombre de Deliverance podía haberse alojado profundamente en la vieja Biblia familiar de la abuela, entonces tal vez persistiese allí algún otro residuo de la vida de ella. ¡Quizá la Biblia de la abuela era la misma que se mencionaba en el registro de los bienes testamentarios de Deliverance! Connie se quedó de pie en la puerta, con los brazos en jarras, paseando la mirada por los lomos de los libros.
Arlo
apareció junto a sus pies y le acarició la pierna con la pata. Ella se agachó para frotarle una de sus orejas color tierra.

—¿Pudiste atrapar esa serpiente de jardín de la que hablamos? —le preguntó al animal —. Es repugnante tener reptiles dando vueltas por la casa. Tienes que empezar a hacer tu parte del trabajo.

Arlo
no respondió, saltando en cambio sobre uno de los sillones con el tapizado raído. Connie suspiró, irritada, y decidió empezar por los libros más grandes.

Si el libro de recibos había sido incluido en la lista junto con una Biblia, posiblemente incluso la misma que ella había encontrado, entonces podía concluir que tenía aproximadamente las mismas dimensiones que una Biblia. Los libros que estaban en el estante inferior eran altas y densas tajadas de texto, de peso considerable, y Connie los sacó uno a uno. El primero era la Biblia en la que había encontrado la pequeña llave; parecía haber sido impresa en Inglaterra en 1619, y los bordes de algunas de sus páginas habían quedado pegados al ser afectados por el agua. Además, en el estante había otras dos Biblias, una de 1752 y la otra de 1866. La parte interior de la cubierta del ejemplar del siglo XIX contenía un cuadro parcial de los ancestros de Lemuel, todos ellos nacidos en Marblehead. En el libro de Mateo había una señal de lectura bordada que representaba el campanario de una iglesia, sus hilos comidos por las lepismas.

Luego había dos libros de salmos y, a continuación, lo que parecía ser un cuaderno de bitácora. Una mirada superficial al mismo sugería que había pertenecido al capitán de un buque de vela que transportaba abono de guano y miel de caña desde el puerto de Salem. Connie sacó luego un libro de himnos de la Primera Iglesia Congregacional del Mar (¿acaso la abuela se había marchado súbitamente con él?), publicado en la década de 1940. Irritada, dejó escapar el aire por la nariz y volvió a colocar el libro de himnos en el estante, donde encontró cierta resistencia y se oyó un suave crujido. Con cautela, Connie introdujo entonces un dedo detrás del libro, preparándose para una sorpresa desagradable: el esqueleto de un ratón o el caparazón de un escarabajo. En cambio, extrajo una diminuta muñeca hecha con cáscara de maíz, vestida con un retal de cotonía y un lazo de hilo desteñido alrededor del cuello. En el nudo de cáscara que era la cabeza, alguien había dibujado con lápiz de color una gran sonrisa anaranjada.

—Qué extraño —musitó Connie, haciendo girar la pequeña muñeca en las manos.

Al hacerlo, sintió un agudo pinchazo y apartó el pulgar para comprobar que de la yema salía una gota de sangre redonda y carmesí.

—¡Ay! —exclamó en voz alta.

Fijó la vista en el dedo herido y extrajo una fina aguja, aún enredada en hilo, de donde había permanecido guardada entre los pliegues del vestido de la muñeca. Se levantó y colocó la muñeca en la repisa de la chimenea junto a la fotografía de Grace y Lemuel, mientras aliviaba el dedo herido con los labios. Miró la muñeca con el ceño fruncido. Ella la miró con su sonrisa anaranjada. La diminuta muñeca parecía demasiado vieja como para haber sido un juguete de Grace y, sin embargo, estaba escondida detrás de un libro relativamente reciente. Supuso que habría sido de su abuela cuando era una niña. Tal vez Grace había jugado con ella, la había escondido y luego la había olvidado. Connie se lo preguntaría esa noche cuando la llamase por teléfono. Bueno, eso suponiendo que Grace estuviera en casa para atender la llamada.

Una hora más revisando los libros en la biblioteca de su abuela reveló sólo los volúmenes clásicos de la clase media de Nueva Inglaterra: selecciones de tapas duras del Club del Libro, gastados por la relectura y sin sobrecubiertas. Varios libros de historia del siglo XIX, tres o cuatro volúmenes de acertijos matemáticos, una guía de estrategias de
bridge
duplicado,
The Yachtman’s Omnibus
, un puñado de textos sobre horticultura y cultivo de jardines y, sí,
Declive y caída del Imperio romano
. Nada que hiciera referencia a su hipótesis y nada —aparte de la primera Biblia —perteneciente al siglo XVII.

Connie paseó la mirada por el cuarto de estar, fijándose primero en las plantas disecadas que colgaban en las ventanas y continuando luego hasta el escritorio Chippendale. Sus ojos se encendieron. Se acercó rápidamente al escritorio y pasó las manos sobre su madera de cerezo, densa y pulida, buscando no sabía muy bien qué. ¿Quizá un cajón que pudiera abrirse con la llave antigua? La había probado en la puerta principal y en algunos baúles que había en el comedor, sin éxito. En ocasiones, esos escritorios incluían un panel en la parte de delante, entre las dos cajoneras, que se podía retirar y escondía un lugar secreto para guardar papeles importantes. Sus dedos toparon con un ligero reborde debajo de la superficie del tablero y el pulso se le aceleró. ¿Un cajón oculto? Se agachó apoyándose sobre manos y rodillas para mirar debajo del escritorio. Ningún cajón, sólo un puntal, torpemente clavado en su sitio por alguien que no sabía cómo reparar el mobiliario colonial. Connie rió para sí. Era ridículo. En ese escritorio no había ningún libro escondido. Sólo contenía viejos recibos del verdulero, gomas de borrar desmenuzadas y unos cuantos recordatorios apuntados que su abuela había dejado antes de morir.

La luz del sol comenzaba a retirarse de las ventanas, replegándose progresivamente detrás de la oscuridad. En la media luz del atardecer, Connie siempre pensaba que detectaba movimientos en los rincones de la casa, justo más allá del alcance de su visión periférica. Cuando se volvía para enfrentarse a ello, desaparecía. Ratones, sospechaba, aunque no había caído ninguno en las trampas que había repartido a lo largo de las profundas grietas de las paredes y las tablas del suelo. Pronto estaría demasiado oscuro para echar un vistazo. A menudo sentía como si la casa estuviese acelerando la llegada de la oscuridad para que ella dejara de fisgonear entre sus secretos.

Connie cogió un fósforo de una caja que había en la vieja cocina del comedor y encendió el candil, bajando la mecha hasta que la lengua de la llama exhibió un resplandor redondo. En el comedor había varios baúles cerrados y un armario empotrado con platos y vajilla que Connie aún no había sido capaz de decidirse a limpiar. Llevó el candil hasta la repisa de la cocina y examinó la colección de barras y ganchos de hierro que se erizaban desde el amplio y desierto hogar de leña. Cuando se construyó la casa, el epicentro de la misma había sido ese hogar. En el fondo aún permanecían algunos restos de cenizas, frías y abandonadas. Colocó el candil en la repisa de la chimenea, apoyando el codo junto a él y mordiéndose un nudillo.

Connie pasó un dedo a través de la capa de polvo que cubría el estante de la vajilla y dejó un rastro desnudo sobre la madera en su recorrido. En algún momento tendría que lavar todos los platos y guardarlos en cajas, venderlos… La enormidad de esa desagradable tarea hizo que de inmediato se sintiese agotada, abrumada. Agarró una de las sillas que había junto a la mesa y se sentó, apoyando la barbilla en la mano mientras la oscuridad iba invadiendo la casa silenciosa. Al otro lado de la habitación, entre otras dos plantas colgantes marchitas, un retrato de tres cuartos de una mujer morena con los ojos azul claro le sonreía remilgadamente, ataviada con un vestido de cintura estrecha y hombros caídos propio de la década de 1830.

—¿Qué es lo que miras con ese aire tan presumido? —le preguntó Connie. El retrato, como era de esperar, no dijo nada. En cambio, dos pequeñas patas de perro se plantaron sobre su regazo y la nariz de
Arlo
se abrió paso debajo de su brazo.

Connie miró al perro y sonrió.

— Creo que ésa es una gran idea,
Arlo
—dijo, levantándose de la silla.

El intenso calor del día, aparentemente, también se había hecho sentir en otras casas de Old Town, en Marblehead, y la pequeña manzana del centro estaba casi llena de gente cuando Connie dobló en la esquina para dirigirse a la cabina telefónica. Las ventanas de la heladería estaban atestadas de adolescentes, todo codos y piernas, que disfrutaban del aire acondicionado. Calle abajo, el ruido surgía de la puerta abierta de un restaurante italiano donde se habían reunido los padres de los adolescentes. Los gritos de júbilo acompañaban las incidencias de un partido de béisbol en la tele. Un grupo de chicos pasó junto a ella con sus monopatines y
Arlo
se refugió detrás de las piernas de Connie.

—Calzonazos —le dijo ella. Luego abrió la puerta de la cabina telefónica, se colgó la toalla del hombro y marcó el número de Nuevo México.

Estaba absolutamente desprevenida cuando Grace contestó a la primera.

—¿Mamá? —dijo, incapaz de ocultar su sorpresa.

—¡Connie! Me alegra tanto haberte encontrado en casa… —dijo Grace Goodwin con voz risueña.

—Mamá, he sido yo quien te ha llamado a ti —replicó Connie antes de poder contenerse.

—Oh, querida, tú siempre tan literal. ¿Cómo va todo? ¿Cómo has visto la casa? ¿Ya te has instalado?

Grace sonaba siempre tan positiva… Ese rasgo de su carácter solía irritar profundamente a Connie cuando era una adolescente. No obstante, ahora se encontró apreciándolo; notó que estaba sonriendo.

—Sí, gracias, pero tenías razón: la casa es un verdadero desastre. Francamente, me sorprende que aún se mantenga en pie. El jardín es un lugar salvaje.

—Sí, bueno, tu abuela siempre decía que las antiguas maneras de hacer las cosas eran las mejores. —Grace sonrió —. Supongo que en esa categoría también incluía la construcción de una casa. Pero dime, ¿cómo te sientes tú ahí?

—Es… diferente —reconoció Connie —. No es precisamente Cambridge, por decir algo.

—Ciertamente, no —convino Grace.

Connie se preguntó qué estaría haciendo Grace justo antes de que la llamara, ya que estaba tan cerca del teléfono. Cerró los ojos avanzando a tientas con la imaginación mientras trataba de hacerse una idea de la sala de estar con vigas vistas de la casa de adobe de su madre. Imaginó a Grace sentada en su profundo sillón estilo Misión, los tejanos remangados, los pies metidos en un amplio recipiente metálico lleno de un líquido aromático. Connie movió los pies de un modo inconsciente y sintió que le dolían las plantas.

—¿Qué has hecho hoy? —preguntó, tirando del cable del teléfono.

Su madre suspiró al otro lado de la línea.

—Oh, ya sabes, no mucho. He ido a caminar por el desierto con mi grupo de mujeres. Cuatro horas, subiendo y bajando por las rocas y ese tipo de cosas. Y llevaba alpargatas, lo creas o no —dijo Grace, riendo para sí —. Hablando de nuestros planes.

Connie sonrió, íntimamente divertida de que su suposición hubiese sido la correcta.

—Mamá —dijo, aventurando una conjetura —, ¿sabes algo acerca de una persona llamada Deliverance Dane?

—¿Quién? —preguntó ella con indiferencia.

Connie la imaginó con la cabeza apoyada en el respaldo del cómodo sillón, los ojos cerrados. En Santa Fe, el sol se estaría ocultando detrás del horizonte. En la calle, fuera de la cabina telefónica donde se encontraba Connie, un crío de unos diez años pasó pedaleando en su bicicleta y obligó al conductor de una camioneta a frenar de golpe haciendo chirriar los neumáticos. El brazo del conductor asomó a través de la ventanilla al tiempo que éste profería una serie de insultos que Connie no alcanzó a oír.
Arlo
rascaba la puerta de vidrio y Connie alzó un dedo para indicarle que debía esperar.

—Encontré ese nombre en un trozo de papel oculto en una llave que estaba dentro de una de las Biblias de la abuela —le explicó a su madre —. Creo que esa mujer podría haberse visto envuelta en los juicios por brujería que se celebraron en Salem. Hoy he estado revisando la casa para ver si encontraba alguna otra cosa, pero hasta ahora no he tenido éxito. Me preguntaba si tú sabrías algo.

Connie oyó que su madre se echaba a reír débilmente. El sonido persistió durante unos momentos.

—Oh, querida —dijo finalmente —, tú y tu historia. Ahora no te enfades —continuó diciendo Grace y, mientras lo decía, Connie se preparó para hacer exactamente eso —, pero ¿has considerado alguna vez que quizá prefieras pasar el tiempo pensando en personas que llevan muertas mucho tiempo porque te abruma conocer gente que vive en el presente? Concentrémonos en el ahora. Cuéntame qué estás haciendo.

Un estallido de furia explotó a través de los ojos de Connie, quien tuvo que hacer un gran esfuerzo para no colgar el teléfono.

—Mamá, es mi trabajo. Mi investigación es lo que estoy haciendo.

—Tonterías —dijo Grace suavemente —. Puedo decir por tu color que está pasando algo más.

Ésa era la forma que tenía Grace de decir que el aura de su hija había cambiado, y Connie tuvo que luchar para contener su irritación. Se apretó el puente de la nariz, juntando los ojos al tiempo que contaba lentamente hasta diez.

—¿Se trata de un chico? —preguntó Grace tímidamente antes de que Connie pudiese volver a hablar.

—En realidad, desde que me mudé aquí he estado experimentando unas ensoñaciones mucho más vívidas —dijo Connie, revelando ese detalle como una especie de ofrenda de paz —. Aparecen y después siento un fuerte dolor de cabeza. He pensado que quizá tendría que ir a un médico.

—Oh, no necesitas ningún médico —repuso Grace con un tono que no denotaba sorpresa alguna —. ¿De qué tratan esos sueños?

—De la abuela principalmente —dijo Connie —. Y de Lemuel, lo cual es muy extraño, ya que nunca lo conocí.

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