Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Connie bajó la vista a la superficie de la mesa y repasó el contorno de las iniciales que alguien había grabado en la madera, oscurecidas por décadas de brillo encerado. Recorrió los archivadores en su cerebro, buscando la respuesta que ellos querían. ¿Dónde estaba? Ella sabía que estaba en alguna parte. ¿Se encontraba bajo la «B» de «Brujería»? No. ¿O acaso estaba en la lista de la «G» de temas de «Género»? Abrió uno por uno cada cajón mental, sacando puñados de fichas, revisándolas y dejándolas luego a un lado. La burbuja de náusea volvió a ascender por su garganta. La ficha había desaparecido; no podía encontrarla. Ahora, todas esas historias acerca de estudiantes que fracasaban se referirían a ella. Le habían hecho la más sencilla de las preguntas y no podía dar una respuesta.
Iba a fracasar.
Una neblina de pánico comenzó a nublarle la visión y Connie hizo un esfuerzo por respirar con normalidad. Los hechos estaban allí, sólo tenía que concentrarse para verlos. Los hechos nunca la abandonarían. Repitió la palabra para sí: «Hechos». Pero… , un momento, no había buscado bajo la letra «R»: «Religión popular, período colonial». Abrió el cajón mental y ¡allí estaba! La niebla se disipó. Connie se irguió contra el duro respaldo de la silla y sonrió.
—Por supuesto —comenzó, sacudiéndose la ansiedad —. La tentación es empezar el análisis de la brujería en Nueva Inglaterra con el pánico que se desató en Salem en 1692, época en la que diecinueve habitantes del pueblo fueron ejecutados en la horca. Pero el historiador meticuloso reconocerá ese pánico como una anomalía y querrá, en cambio, tomar en consideración la posición relativamente dominante de la brujería en el seno de la sociedad colonial a comienzos del siglo XVII.
Connie observó que los cuatro rostros asentían alrededor de la mesa mientras planeaba la estructura de su respuesta según sus reacciones.
—La mayoría de los casos de brujería se produjeron de manera esporádica —continuó —. La bruja corriente era una mujer de mediana edad que estaba aislada dentro de la comunidad, ya fuese en términos económicos o por no tener familia, de modo que carecía asimismo de poder social y político. Es interesante señalar que las investigaciones realizadas acerca de las clases de
maleficium
—la lengua se le enredó en la palabra latina, pronunciándola con una o dos sílabas extras, y se maldijo interiormente por haber cedido a esa muestra de vanidad —del que se acusaba habitualmente a las brujas revelan cuán estrecho era, en realidad, el mundo colonial para la gente corriente. Mientras que una persona moderna podría suponer que alguien que pudiera controlar la naturaleza, detener el tiempo o predecir el futuro emplearía naturalmente esos poderes para causar cambios dramáticos a gran escala, a las brujas del período colonial se las acusaba de catástrofes más mundanas, como provocar enfermedades en las vacas, o agriar la leche, o de la pérdida de posesiones personales. Esta esfera de influencia microcósmica adquiere más sentido en el contexto de la primitiva religión colonial, en la que los individuos se encontraban completamente impotentes ante la omnipotencia de Dios.
Connie hizo una pausa para recuperar el aliento. Deseaba extenderse en su exposición, pero se contuvo. Todavía no.
—Además —continuó al cabo —, los puritanos sostenían que nada podía indicar de una manera fiable si el alma de una persona era salvada o no, y el hecho de realizar buenas obras no modificaba esa creencia. De modo que los sucesos negativos, como una enfermedad grave o un traspié económico, eran interpretados a menudo como señales de la desaprobación de Dios. Para la mayoría de la gente era preferible culpar a la brujería, una explicación que estaba fuera de nuestro propio control, y encarnarla en una mujer en los márgenes de la sociedad, antes que considerar la posibilidad del propio riesgo espiritual. En efecto, la brujería desempeñó un papel muy importante en las colonias establecidas en Nueva Inglaterra, como una explicación para aquellas cosas que la ciencia aún no había aclarado y también como chivo expiatorio.
—¿Y el pánico de Salem? —la estimuló la profesora Silva.
—Los juicios contra las brujas de Salem han sido explicados de numerosas maneras —dijo Connie —. Algunos historiadores han afirmado que fueron causados por la tensión generada por la presencia de distintas religiones enfrentadas en Salem, la aldea portuaria más urbana por un lado, y la región agrícola rural por el otro. Algunos han señalado como causa la envidia de larga data entre grupos familiares, con especial atención a las exigencias monetarias planteadas por un ministro impopular como el reverendo Samuel Parris. Y algunos historiadores han afirmado incluso que las niñas poseídas sufrían alucinaciones después de haber comido pan atacado por un hongo, que puede provocar efectos similares a los del LSD. Sin embargo, yo lo veo como el último suspiro de la religiosidad calvinista. A comienzos del siglo XVIII, Salem había dejado de ser una comunidad predominantemente religiosa para convertirse en otra más diversa, más dependiente de la construcción naval, la pesca y el comercio. Los fanáticos protestantes que se habían instalado originalmente en la región estaban siendo reemplazados por los inmigrantes recién llegados de Inglaterra, unas personas más interesadas en las oportunidades de negocio en las nuevas colonias que en la religión. Yo creo que los juicios fueron un síntoma de este cambio dinámico y, asimismo, fueron el último estallido importante de histeria relacionada con la brujería en toda Norteamérica. El pánico de Salem, en efecto, señaló el final de una era que había tenido sus raíces en la Edad Media.
—Un análisis muy agudo —comentó el profesor Chilton sin abandonar su tono meditabundo y burlón —. Pero ¿no cree que ha pasado por alto otra interpretación importante?
Connie le sonrió, la mueca nerviosa de un animal que repele a un agresor.
—No estoy segura, profesor Chilton —contestó.
Ahora estaba jugando con ella. Connie rezó en silencio para que el tiempo se acelerase más allá de las provocaciones humorísticas de Chilton, que la catapultase al instante al Abner’s Pub, donde la estarían esperando Liz y Thomas, y donde ella finalmente podría dejar de hablar por ese día. Cuando estaba cansada, a veces las palabras salían juntas de su boca, dando tumbos en un orden que ella no alcanzaba a controlar del todo. Mientras observaba la sonrisa astuta de Chilton le preocupó estar alcanzando ese nivel de fatiga. Su estúpido disparate sobre el
maleficium
era un claro indicio de ello. Si sólo permitiese que ella continuara…
Chilton se inclinó hacia adelante.
—¿No ha considerado la posibilidad de que las acusadas fuesen simplemente culpables de brujería? —preguntó; enarcó las cejas mientras la miraba, los dedos formando un pequeño templo sobre la mesa.
Ella lo observó durante un momento. Un flujo de irritación, incluso de ira, la recorrió por dentro. ¡Qué pregunta tan absurda! Los participantes en los juicios por brujería durante el período colonial sin duda creían que las brujas eran reales, pero ningún estudioso contemporáneo había contemplado jamás esa posibilidad. Connie no podía entender por qué Chilton le tomaba el pelo de esa manera. ¿Era acaso su forma de reforzar el lugar tan bajo que ella ocupaba en la jerarquía académica? Sin embargo, no importaba cuán absurda fuese la pregunta: tenía que contestar, pues era Chilton quien la formulaba. Era evidente que él ya se encontraba demasiado lejos de su propia experiencia como estudiante de posgrado para recordar lo horrible que era ese examen. Si él fuese capaz de recordar, jamás bromearía con ella.
¿O tal vez sí?
Connie se aclaró la garganta, reprimiendo su irritación. Todavía no ocupaba una posición lo bastante alta en el universo académico como para permitirse expresar su exasperación. Ella no sólo advirtió lástima y conmiseración en los ojos entornados de Janine Silva, sino que registró también su gesto casi imperceptible, indicándole que debía continuar. «Salta a través del aro —decía el gesto —. Las dos sabemos que es lo que hay, pero tienes que hacerlo de todos modos.»
—Bien, profesor Chilton —comenzó Connie —, ninguna de las fuentes recientes que he consultado consideraban que ésa fuese una posibilidad real. La única excepción que se me ocurre es Cotton Mather. En 1705 escribió una famosa defensa de los juicios y las ejecuciones que se llevaron a cabo en Salem, con la firme convicción de que los tribunales habían actuado correctamente para librar al pueblo de las brujas practicantes. Esto ocurrió aproximadamente en la época en que uno de los jueces, Samuel Sewall, publicó una defensa pública de su participación en dichos juicios. Por supuesto, Cotton Mather, un renombrado teólogo, había actuado en los juicios… , contra los deseos de su igualmente famoso y teólogo padre, añadiría yo, Increase Mather, quien condenó públicamente los juicios de Salem alegando que estaban basados en pruebas no fiables. O sea, que Cotton Mather podría haber afirmado que la brujería en Salem era real, y que el asesinato de veinte personas estaba completamente justificado, pero sin duda había invertido mucho en no estar equivocado, señor.
Cuando Connie concluyó su exposición, observó que Chilton esbozaba una sonrisa traviesa desde el otro lado de la mesa. En ese momento supo que el examen había terminado. Había saltado a través del aro y éste había quedado detrás de ella. Naturalmente, ahora tendría que salir de la sala para esperar el veredicto oficial, pero al menos había dado con una respuesta. Ya no podía hacer nada más. Se sentía desvalida, agotada. El poco color que le quedaba en las mejillas iba desapareciendo y sus labios estaban blancos.
Los cuatro profesores intercambiaron rápidas miradas en su lado de la mesa antes de volver nuevamente su atención hacia Connie.
—Muy bien —dijo el profesor Chilton —. Por favor, señorita Goodwin, si es tan amable de salir un momento de la sala, nosotros discutiremos su actuación. Pero no se aleje demasiado.
Connie abandonó la sala de exámenes y caminó a través de las sombras del edificio de Historia, sus pasos resonando en el suelo de mármol. Se sentó en un sofá color lavanda en la zona de recepción central, disfrutando del sonido del silencio. Se hundió en los cojines haciendo girar el extremo de su trenza debajo de la nariz, como si fuese un bigote.
Desde el interior de la sala de conferencias, a varias puertas de distancia, le llegaban comentarios susurrados, demasiado apagados como para distinguir quién decía qué. Esperó mientras producía pequeños sonidos juntando las uñas de los pulgares.
Los rayos del sol del atardecer se inclinaban a través del suelo, esparciendo su calor sobre su regazo. Al otro lado de la habitación alcanzó a ver un movimiento fugaz cuando un ratón diminuto desapareció en la oscuridad detrás de una soñolienta planta en un tiesto. Connie sonrió débilmente pensando en las generaciones invisibles de vida animal que habitaban en alguna parte de las paredes del Departamento de Historia preocupadas tan sólo de los eventuales restos de galletas saladas, y casi envidió una vida tan simple. El silencio descendió sobre la sala de espera; lo único que Connie oía era su respiración poco profunda.
Finalmente oyó que la puerta se abría.
—¿Connie? Estamos listos.
Era la profesora Silva. Connie se levantó. Durante una fracción de segundo se enfrentó a la certeza de que el examen había ido fatal, había fracasado, tendría que dejar la escuela de graduados. Pero entonces vio que el amable rostro de Janine, enmarcado por una maraña de mechones rojizos, prorrumpía en una sonrisa satisfecha. Enlazó la cintura de Connie con un brazo y le susurró al oído:
—¡Después lo celebraremos en Abner’s!
Y entonces supo que realmente pronto todo habría terminado.
Connie volvió a ocupar su asiento en la sala de exámenes. Ahora, el solitario rayo de sol estaba más bajo, adornando apenas los cuatro pares de manos entrelazadas que rodeaban la mesa.
Compuso sus facciones en una aproximación cercana a la frialdad y la despreocupación profesionales. «A nadie le gusta una académica que muestra sus emociones», se recordó a sí misma.
—Después de mucho debatir —comenzó el profesor Chilton con el rostro serio —, nos gustaría felicitarla por el examen de calificación doctoral más sólido que hemos presenciado en los últimos tiempos. Sus respuestas han sido completas, detalladas y claras, y creemos que está más que cualificada para que presentemos su candidatura al doctorado. Está más que preparada para redactar su tesis.
El profesor Chilton hizo una breve pausa mientras Connie procesaba lo que acababa de decir, el veredicto abriéndose paso a través de todos sus estratos de preocupación.
De pronto sintió que el aliento escapaba de sus labios en un siseo excitado y apretó con fuerza los dedos en el asiento, en un esfuerzo por canalizar su evidente alegría hacia algo seguro, algo que no la pondría en evidencia.
—¿De verdad? —preguntó en voz alta, mirando alrededor de la mesa antes de poder contenerse.
—¡Por supuesto! —exclamó la profesora Silva, interrumpiendo al profesor Smith, quien había empezado a decir «Un trabajo realmente excelente, Connie».
—Muy competente —convino el profesor Beaumont, y Connie sonrió para sí.
Thomas dudaría de que Beaumont hubiese dicho incluso eso. La mente de Connie ya estaba adelantándose hasta esa noche, cuando su alumno de tesis la interrogaría acerca de las preguntas que le había formulado cada uno de los profesores.
Mientras el tribunal continuaba elogiando su actuación, Connie sintió que una mezcla de fatiga y alivio corría por sus brazos y sus piernas. Las voces de sus tutores se apagaban y se alejaban mientras una niebla de somnolencia invadía su mente. Estaba a punto de derrumbarse. Se encontró luchando para ponerse en pie, para dirigirse hacia la seguridad de sus amigos.
—Bien —dijo al tiempo que se levantaba —. No puedo agradecérselo lo suficiente, de verdad. Ésta es una manera maravillosa de acabar el semestre.
Todos los profesores se pusieron de pie con ella, le estrecharon la mano uno por uno y juntaron sus cosas para marcharse. Connie asintió mecánicamente a su agradecimiento y sus manos comenzaron a buscar el abrigo. Los profesores Smith y Beaumont abandonaron la sala juntos.
La profesora Silva alzó el bolso por encima de su cabeza.
—Vamos, pequeña —dijo, golpeando ligeramente el hombro de Connie —. Necesitas un trago.
Ella se echó a reír, dudando de que fuese capaz de resistir más de uno de los famosos cócteles
old-fashioned
de Abner’s.