Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Connie levantó la cabeza y miró a un lado y a otro de la sala de lectura abovedada. Recordó la lista del testamento de Deliverance, una lente telescópica a través de la cual podía echar la vista atrás en el tiempo y atisbar en la sala de estar de una mujer remota. En sus manos sostenía un diario en el que constaba toda la segunda mitad de la vida de otra mujer, y Connie tuvo la sensación de que la conocía incluso menos. El frío sentido práctico de Prudence, su obstinada negativa a revelar sus sentimientos, no importaba cuán proscritos estuviesen culturalmente, producían en Connie un sibilante vacío de incomprensión. Quería lanzar el diario al otro lado de la habitación, aplastar sus frágiles páginas entre sus manos y hacerlas pedazos, sacudir a Prudence para sacarla de su reserva. Pero Prudence permanecía muy lejos de su frustración, aislada por un muro de doscientos años.
Una gota cayó de alguna parte y manchó el dibujo del diente de león en el margen de las notas de Connie. Se pasó el brazo por los ojos y apartó el libro antiguo que descansaba sobre la mesa.
Marblehead, Massachusetts
4 de julio
1991
F
rancamente, estoy un poco sorprendida de que te haya llamado —dijo Grace. Su voz sonaba tranquila, pero Connie pudo percibir una corriente subterránea de inquietud en la elección de las palabras.
—Sólo se mostró realmente interesado al enterarse de lo que había descubierto en el diario de Prudence —le aseguró Connie —. Sabía que ayer tenía una cita en el Ateneo, y también sabía que era fundamental que encontrase una mención al libro de recetas o, de lo contrario, no sabría dónde buscar a continuación.
—¿Cómo se lo tomó cuando se lo contaste? —preguntó Grace con cautela. Grace siempre sonaba cautelosa cuando estaba haciendo ganchillo. Connie se preguntó qué forma estaría surgiendo del veloz ganchillo de su madre mientras hablaba por teléfono. Imaginó a Grace sentada en la sala de estar, el auricular encajado en el hombro, el regazo cubierto con hilos multicolores que formaban una pila a sus pies.
Connie pasó ligeramente la yema del dedo por la superficie cuarteada del espejo de la entrada y suspiró.
—Para serte sincera, parecía bastante disgustado.
En realidad, «irritado» habría sido una palabra más adecuada que «disgustado». Manning Chilton la había llamado por teléfono esa mañana mientras Connie estaba sentada, bebiendo una taza de café y leyendo un ejemplar del periódico Local Gazette and Mail (titulares: «Fuegos artificiales programados para las 21 horas»; «La regata de veleros cuenta con un número récord de participantes»; «Pospuesta la reunión del Rotary Club»). Cuando Connie le contó a Chilton que no había encontrado ninguna mención explícita al libro de recetas en el diario de Prudence, y que no había descubierto nada aparte del hecho de que Prudence había sido una mujer bastante sombría que se había ganado la vida trabajando como comadrona, él exigió saber cuál sería su siguiente paso en la investigación. A Connie, ya bastante desconcertada por el hecho de que su tutor la llamara a casa, y más aún en vacaciones, la pregunta la había cogido totalmente desprevenida.
—¿Disgustado, cómo? —preguntó Grace.
Connie contestó con evasivas:
—Creo que sólo está entusiasmado, eso es todo. Es una fuente tan fascinante, y él realmente desea que las cosas me salgan bien… —Lo que era una forma diplomática de expresar lo que Chilton realmente había dicho, que era: «Por el amor de Dios, ¿qué es lo que ha estado haciendo, perdiendo su tiempo y el mío de esta manera?», y «Francamente, esperaba mucho más de usted». Connie se estremeció al recordar la conversación mantenida con su tutor.
—¿Disgustado
cómo
, Connie? —insistió Grace.
Ella volvió a suspirar, maldiciendo para sus adentros por haber deseado que Grace mostrara algún interés por su trabajo.
—Él… , en cierto modo, me gritó —admitió, y se apresuró a añadir —: Pero no fue nada importante en absoluto…
En ese mismo momento, Grace exclamó:
—¡Oh, Connie! —y dejó la aguja de ganchillo sobre el regazo con un gesto de irritación.
—No fue nada, mamá —insistió ella.
«Será mejor que se concentre en encontrarlo —había dicho Chilton —. De lo contrario, me veré obligado a dudar seriamente de su compromiso en el estudio de la historia y no podré asegurarle mi apoyo a su beca el año próximo.» El estómago de Connie se contrajo al recordar sus palabras, pero se dijo que Chilton sólo estaba tratando de mantenerla motivada, aunque sus técnicas para conseguirlo fuesen un tanto bruscas. Grace se limitó a expulsar el aire por la nariz, echando su cálido aliento a través del auricular, en la oreja de Connie.
—Realmente quiere que encuentre ese libro —dijo Connie —. Pero en este momento no tengo forma de saber qué hizo Prudence Bartlett con él, y por eso Chilton está disgustado. Yo debería haber estado más preparada.
Se dirigió al comedor, estirando el cable del teléfono detrás de ella hasta que la obligó a detenerse delante de la estantería con la vajilla. Finalmente había dedicado parte de la semana anterior a quitar la gruesa capa de polvo de cada uno de los platos, que ahora brillaban en el oscuro rincón de la habitación. Connie cogió una jarra, la examinó —británica, siglo XIX, con una grieta fina como un pelo —y volvió a colocarla en el estante.
—De todos modos, tiene razón —prosiguió —. No tengo la menor idea de lo que hacer ahora. Prudence no dejó un registro testamentario y tampoco lo menciona en su diario. Si no consigo descubrir adónde fue a parar ese libro, tendré que replantearme todo el proyecto.
—Hum… —dijo Grace, con un tono de desaprobación apenas perceptible —. ¿Por qué crees que está tan interesado en tu trabajo?
—Todos los tutores están interesados en el éxito de sus estudiantes —repuso Connie, consciente mientras lo hacía de que sus palabras no sonaban en absoluto convincentes. Parecía que estuviera leyendo de un folleto.
—Las cosas deben de haber cambiado desde que estuve en la universidad. —Grace suspiró mientras Connie comenzaba a corregirla diciendo «escuela de graduados», y Grace añadió —: Por supuesto, cariño, escuela de graduados… ¿Es realmente tan importante?
Connie inspiró profundamente.
—Lo sé —dijo Grace antes de que la respuesta seca de su hija acabase de tomar forma.
Connie silenció un suspiro y decidió cambiar de tema.
—¿Piensas hacer algo para el 4 de julio? —preguntó mientras jugaba con una de las plantas muertas que aún colgaban en el comedor.
Su madre rió alegremente.
—No habrá perritos calientes ni fuegos artificiales, si es a eso a lo que te refieres. La cooperativa está organizando una venta de productos horneados y una mascarada para reunir fondos. Cualquier superávit se destinará a nuestro subcomité para la capa de ozono. Yo leeré las auras. —Connie no dijo nada pero pensó: «¿Y de qué color es mi aura en este momento, Grace?» —. ¿Sabes?, podría ayudar que pensaras acerca de ese libro de una manera diferente —dijo Grace, llenando el silencio de su hija.
—¿Ah, sí?
—Quizá esa mujer, Prudence, no pensaba en él como un libro de recetas. Es posible que emplease un lenguaje diferente para describirlo. Después de todo, vivió cien años después que su abuela. A veces, la gente ve las cosas de un modo diferente del de sus madres. —Connie pudo oír la sonrisa en la voz de Grace y, a pesar de sí misma, sonrió a su vez —. ¿Y cómo celebraréis la fiesta nacional? —preguntó su madre.
—Liz vendrá a pasar el fin de semana. Prepararemos la cena y veremos los fuegos artificiales con Sa… , con ese tío que conozco. Iremos a la playa, no atenderé las llamadas de mi tutor… , lo de costumbre.
Connie hizo girar una jarra ennegrecida que descansaba sobre uno de los arcones del comedor, trazando un círculo oscuro en la capa de polvo que la rodeaba.
—Al fin, el chico ha aparecido —señaló Grace —. ¿Aún no puedo saber cómo se llama?
Esperó mientras Connie sonreía en silencio.
—Oh, está bien. Bueno, eso suena divertido —dijo su madre con entusiasmo —. Ahora debo dejarte—. Hizo una pausa —. Pero, Connie —añadió, midiendo las palabras —, no estoy muy segura de qué decirte acerca de la situación con Chilton.
—¿A qué te refieres? Todos los tutores están encima de los casos de sus estudiantes. El semestre pasado me puse firme con Thomas. Es lo mismo —repuso ella, encogiéndose de hombros.
—No quiero decir nada. Sólo ve con cuidado, querida, eso es todo.
Connie entrelazó los dedos en el cable del teléfono y dijo:
—Lo haré, mamá. No te preocupes.
Y justo cuando colgaba pensó que había oído que Grace decía «azul».
Connie se sentó frente al escritorio Chippendale de su abuela, una pierna doblada debajo de su cuerpo, y repasó una vez más las notas que había tomado del diario de Prudence Bartlett. Había leído el documento completo sin encontrar ninguna referencia a Deliverance Dane o alguna indicación acerca de lo que podría haber ocurrido con el famoso libro. Su frustración con Prudence se agudizó. Día tras día, tras día, trabajando en el jardín, cocinando y ayudando a traer niños al mundo. Por supuesto, si resultaba frustrante leerlo, debía de haber sido mucho más frustrante vivirlo. Aunque esa toma de conciencia no contribuyó en absoluto a apaciguar la irritación de Connie. Prudence había sido una mujer formal, práctica, adusta incluso. Una mujer que había vivido de acuerdo con su nombre.
Mientras Connie trabajaba,
Arlo
se estiró sobre el vientre en la entrada, con el hocico contra la grieta que había debajo de la puerta y el pelaje fundiéndose con el color de las tablas de pino de Ipswich. En un momento dado comenzó a agitar la cola, al tiempo que unos leves gruñidos de excitación escapaban de los costados de la boca, y sus orejas se erguían. Connie volvió otra página de sus notas mientras sus muelas mordían de forma inconsciente el interior de las mejillas.
—¡Eh, capitán Grody! —llamó súbitamente una voz femenina desde la puerta del frente, y Connie, arrancada de su ensimismamiento, se volvió en el escritorio para ver a
Arlo
, la cola y las patas traseras formando un manchón de placer, instalado entre los brazos de Liz Dowers.
—¡Liz! —exclamó, levantándose del escritorio con expresión de sorpresa —. ¡Ni siquiera he oído tu coche! ¡Hola!
—Hoy es un día festivo, ¿sabes? —la regañó Liz, abrazando a su amiga con su brazo libre —. Se supone que no deberías estar trabajando.
—Eso díselo a Chilton —se lamentó Connie —. Incluso me ha llamado esta misma mañana sólo para decirme que soy una decepción total y que le estoy haciendo perder el tiempo.
—El profesor Chilton —anunció Liz con tono solemne — es un cabrón—. Connie abrió la boca para responder, pero Liz alzó la mano para rechazar cualquier muestra de desacuerdo —. Lo siento, pero es la verdad. Te hace trabajar demasiado, lo he visto durante años. Ven, acompáñame. Tengo algunos víveres en el coche.
Connie le sonrió a su amiga.
—No demasiados víveres, espero. Recuerda que no tenemos nevera.
— Ésa es la razón por la que también he traído hielo —repuso Liz.
—Bien —comenzó Liz mientras colocaba los tenedores junto a las servilletas en la mesa del comedor —, ponme al día. ¿Cómo va todo?
—No estoy muy segura de por dónde empezar —gritó Connie desde la cocina —. ¿Quieres conocer la historia del tema-destrozado-de-la-tesis-libro-desaparecido, completada con tutor-cabreado? ¿O prefieres oír los detalles del chico para que puedas acosarlo a preguntas como corresponde cuando llegue aquí?
—Hum, creo que ambas cosas, pero en realidad te estaba preguntando por la venta de la casa.
Connie apareció en el comedor sosteniendo un colador humeante entre dos manoplas de cocina y echó la pasta en un gran bol que esperaba sobre la mesa.
—Oh,
eso
…
—No has hecho nada, ¿verdad? —dijo Liz, cruzándose de brazos.
—No es cierto —contestó Connie mientras se quitaba las manoplas —. He instalado el teléfono.
Liz se inclinó para regular el candil sobre la mesa, su llama anaranjada elevándose para proyectar sus pequeños contornos en relieve y acabar irradiando un brillo cálido. Fuera, el cielo aún conservaba el pálido gris azulado del crepúsculo, pero el interior de la casa ya estaba invadido por la oscuridad.
—Avísame si tengo que buscarme otra compañera de cuarto para el otoño —dijo Liz, muy seria.
—¡Liz! —exclamó Connie —. ¡Por supuesto que no! Sólo estamos en julio.
—Lo sé, es un decir —musitó su amiga, evitando su mirada.
—No seas ridícula. De todos modos, ahora que no he encontrado el registro testamentario de Prudence Bartlett para saber adónde fue a parar el libro, ya no me distraeré con toda esta productiva investigación para mi tesis. Finalmente puedo dedicar mis días a limpiar, arreglar y vender la casa, dejar la escuela de graduados, unirme a la legión extranjera…
—¿Y ese tío? —preguntó Liz, ignorando el sarcasmo de Connie.
Ella replegó el labio inferior debajo de sus dientes delanteros y luego sonrió.
—Me dijo que acostumbran a lanzar los fuegos artificiales desde el paso elevado. Vendrá más tarde para llevarnos a un lugar que conoce.
—«Un lugar que conoce» —repitió Liz, agitando las manos a ambos lados de la cabeza mientras Connie se echaba a reír y le arrojaba una de las manoplas de cocina.
Las dos jóvenes se sentaron muy juntas en el extremo de la larga mesa del comedor, bajo la pequeña charca de luz que proyectaba el candil, enrollando la pasta en sus tenedores. Liz puso al día a Connie con anécdotas de sus alumnos de latín de verano («¡Uno de ellos llevaba un enorme teléfono móvil, y siempre lo dejaba sobre el escritorio! En cualquier caso, ¿qué clase de alumno de instituto tiene un móvil? ¿Acaso no son sólo para los banqueros?»), y adornaba su relato con historias acerca de su vida de verano en Cambridge.
Connie observaba a Liz mientras hablaba, disfrutando del sonido de una voz que no fuese la suya llenando las habitaciones austeras de la casa. Cuando circulaba por Marblehead —comprando comestibles, visitando archivos, tomando un café en un bar —, mantenía pinceladas de conversaciones, rozando brevemente su soledad contra la presencia de otras personas antes de retirarse de nuevo a la aislada caverna de la casa de su abuela. En ocasiones, bajaba la vista para descubrir a
Arlo
en su regazo, su mirada marrón recordándole que no había hablado en varias horas.