El Libro de los Hechizos (28 page)

Read El Libro de los Hechizos Online

Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
6.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces pensó en Josiah y en los intensos dolores que sufría en la espalda, empeorados cada día que pasaba por su trabajo descargando barcos en la pasarela. Prudence imaginó el chasquido de una cuerda deshilachada al romperse, el estruendo de los pesados toneles de madera liberándose de sus ataduras, rebotando por la pasarela en dirección a la aterrada forma de su esposo. No podía imaginar una vida sin Josiah a su lado. Cerró los ojos ante esa imagen. Su padre se había ido en un instante, arrastrado por el mar, y el padre de su madre también, derribado junto con todos los hombres de su familia. Si podía deshacerse de ese libro, quizá pudiera mantener a Josiah a salvo, preservarlo de la mano vengativa de la Providencia. Él nos da y Él nos quita. Prudence quería ese libro fuera de su casa, lejos de ella, donde no pudiese seguir mancillando a su familia.

Temblaba al pensar en lo que diría su madre si descubría su traición. Pero Mercy languidecía en su vejez; pasaba las tardes perdiendo el tiempo en el jardín, molestando a Patty en la cocina, echando la siesta debajo de un árbol con el perro. Hacía años que no abría el libro, y habían pasado muchos más desde que alguien había buscado su consejo por última vez. Mercy Lamson proseguía con su vida a través de los días, cada uno casi igual que el siguiente, hasta que, muy pronto, éstos tocaran a su fin.

Prudence pensó luego en Patty, quien había crecido casi siete centímetros desde Navidad. Su hija, una chica afectuosa y de andar grácil, tan hábil con el jardín y las gallinas de la familia, que, todas las mañanas, le obsequiaban con huevos maduros y redondos como pequeños melones. ¿Qué podría querer Patty con antiguas humillaciones y supersticiones? El dinero que contenía ese pequeño saco de cuero podía guardarse para una dote, o podían hacer alguna reforma en la casa de Milk Street. Patty, con sus mejillas pecosas de los días pasados al sol, los ojos azules brillantes y cálidos, no fríos y agobiados por las preocupaciones como los suyos. Cuando su hija alcanzara la edad que Prudence tenía ahora, el siglo XIX estaría a la vuelta de la esquina. A veces trataba de imaginar el mundo al que Patty, toda miembros torpes y tazas de té volcadas, sería arrojada, y cuando lo hacía veía el tiempo que fluía hacia adelante desde el punto inmóvil de la mesa de la cocina de su casa, inescrutablemente largo y distante. En ocasiones, la magnitud de esa imagen la abrumaba y la asustaba.

Prudence apretó los dientes y, dejando la pipa a un lado, cogió el saco de cuero con el dinero.

—Ya no me sirve —respondió simplemente.

Luego se levantó sin añadir nada más, guardó el saco de cuero en el bolsillo y, saludando brevemente con la cabeza al sorprendido Robert Hooper, atravesó el bullicioso salón principal de la taberna Goat and Anchor, salió por la puerta y entró en su futuro.

Capítulo 13

Cambridge, Massachusetts

Principios de julio

1991

C
onnie bebió un largo trago de su cóctel y, cuando volvió a dejar la copa sobre la barra, notó con irritación que le temblaban las manos. En el Abner’s Pub habían adquirido los grandes éxitos de Led Zeppelin en versión acústica, y el álbum había estado sonando durante toda la hora que Connie había permanecido sentada a la barra. Janine llegaba tarde, como de costumbre. Connie pensó que, si la profesora no cruzaba la puerta del pub en los próximos cinco minutos, era más que probable que se levantara y destrozara la máquina de discos con el taburete donde estaba sentada. Imaginó que levantaba el pesado taburete y golpeaba la cubierta de cristal del aparato, notando cómo se hacía pedazos bajo el peso del asiento de madera y oyendo cómo la música se convertía en un bendito silencio. Sonrió con satisfacción ante esa fantasía.

—Connie… , hola, hola —dijo sin aliento Janine Silva, instalándose pesadamente en el taburete junto a ella y dejando caer el bolso a sus pies —. Siento llegar tarde. ¿Qué estás bebiendo? ¿Un
old-fashioned
?

Alzó dos dedos en dirección a Abner, que estaba detrás de la barra, y éste asintió y dio media vuelta. Janine se apoyó sobre un codo y se colocó un par de gafas de leer de un brillante color púrpura en la punta de la nariz.

—Bien —dijo.

Connie, sentada aún de perfil a Janine, bebió otro largo trago de su cóctel y luego metió la mano en el bolsillo, sacó la llave que había encontrado en la casa de su abuela y la depositó con un ruido seco sobre la barra antes de mirar a su profesora.

—El mismo día que me mudé a la casa de mi abuela encontré una llave que no coincide con ninguna cerradura —dijo. Janine se mostró perpleja —. Y en un papel que había dentro de la llave encontré un nombre: Deliverance Dane.

Se llevó un dedo a la boca y se mordió la uña mientras Abner dejaba dos pesados vasos de cóctel, cubiertos con pequeñas gotas de humedad, delante de ellas y Janine deslizaba unos dólares sobre el mostrador sin decir nada.

—Resultó —Connie continuó, apartando su vaso vacío y cogiendo el lleno —que Deliverance Dane era una bruja de Salem indocumentada. A diferencia de todas las otras víctimas de aquella época, ella era una sanadora o una vidente, y dejó un registro de su trabajo.

—Pero, Connie, ¡eso es maravilloso! —exclamó Janine con los ojos muy abiertos —. ¡Es un gran logro para ti! ¡Hay gente que se pasa toda la vida buscando y nunca encuentra una fuente primaria como ésa! Además, en un área de investigación tan rica para la historia de las mujeres…

Janine se interrumpió al ver que Connie fruncía el ceño.

—Lo sé… —repuso Connie con voz contenida —. Pero ¡ahora Chilton me amenaza con quitarme la beca si no soy capaz de encontrar ese libro! Y, encima, luego aparecen esos vándalos en mi casa… —Respiró de forma entrecortada, conteniendo las lágrimas que comenzaban a humedecerle los ojos —. No sé qué hacer.

Janine apretó los labios con preocupación y apoyó con suavidad una mano sobre la de Connie para tranquilizarla.

—De acuerdo, de acuerdo, primero una cosa y después otra. En primer lugar —dijo —, te diré esto sólo porque somos amigas y espero que nunca salga de aquí.

Connie asintió, secándose los ojos. Su tutora se inclinó hacia ella y bajó la voz.

—Manning Chilton… —comenzó a decir, luego dudó un instante y bebió un pequeño trago de su cóctel, poniendo en orden sus ideas —. No hay duda de que Manning es un eminente académico y, por supuesto, su reputación en el departamento es intachable.

Las cejas de Connie se abatieron sobre sus ojos claros. Si la reputación del profesor Chilton quedara mancillada de alguna manera, todo el futuro profesional de Connie se vería comprometido. Janine volvió a aclararse la garganta, echando un vistazo alrededor del bar débilmente iluminado antes de acercar su taburete un poco más al de su alumna.

—Es sólo que esa investigación reciente… , bueno, está tomando un giro… idiosincrásico.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Connie, desconcertada. Sabía que Manning estaba planeando algo muy importante para su discurso durante la reunión de la Asociación Colonial el próximo otoño, pero ignoraba cuál era el tema de su disertación.

—Manning ha estado trabajando durante mucho tiempo en el uso del simbolismo alquímico en el psicoanálisis jungiano —dijo Janine con un tono de voz apenas audible por encima de la música y el murmullo de los estudiantes de la escuela de verano que ocupaban los reservados al fondo del local —. Estaba interesado en la alquimia como una forma de entender un mundo que razonaba por analogía más que por el método científico. Él pensó que el lenguaje de la alquimia podía aportar una interpretación psicoanalítica del pensamiento y el ritual mágico premodernos. Pero el último ensayo que presentó en la Asociación de Historiadores de las Colonias Americanas era un poco más… —Janine pareció hurgar en su mente buscando la palabra precisa —. Literal —acabó la frase —. Era más literal.

—¿Literal? ¿En qué sentido? —preguntó Connie, inclinándose hacia adelante. El suave aliento de Janine le rozó la cara con un ligero olor a menta.

—¿Has oído hablar alguna vez de un concepto alquímico llamado piedra filosofal?

—Por supuesto —asintió Connie, cada vez más desconcertada —. La piedra filosofal era uno de los principales objetivos de la alquimia medieval, ¿verdad? Una sustancia mítica que podía convertir el metal en oro, pero era también la panacea universal, capaz de curar cualquier enfermedad. No obstante, nadie supo nunca qué era exactamente, cuál era su verdadero color o de qué elementos se componía. Todas las descripciones de esa sustancia y las recetas para conseguirla estaban ocultas en acertijos. Sólo podía ser revelada por Dios.

—Exacto —dijo Janine —. Uno de los acertijos decía que se trataba de una piedra que no era una piedra, una cosa preciosa sin valor alguno, desconocida pero conocida por todos. Bien, la actitud contemporánea en relación con la alquimia es que se trata sólo del antepasado histórico de la química moderna. Y, en cierto sentido, es verdad, ya que a raíz de la alquimia los eruditos experimentaron por primera vez con materiales naturales para ver si podían cambiar su forma. Sin embargo, muchos académicos, Chilton entre ellos, han puesto de manifiesto los elementos religiosos contenidos en la alquimia medieval.

—¿Religiosos? —preguntó Connie.

—Así es. Los alquimistas razonaban por analogía. Según ellos, el mundo que nos rodea tiene un significado, y los modelos del universo reflejan los modelos de nosotros mismos. Es la misma clase de pensamiento que sirve de fundamento a la astrología: el movimiento de los planetas y las estrellas es un reflejo de nosotros mismos y, al mismo tiempo, nos influye, de modo que si lo interpretamos de manera correcta podemos revelar verdades acerca de la vida cotidiana. Los alquimistas comenzaron tratando de clasificar el mundo según una serie de categorías basadas en características similares. Por un lado tienes el sol, que rige el calor, la masculinidad, el progreso, la sequedad, el día, y luego tienes la luna, que es frío, feminidad, regresión, humedad, noche. Cada sustancia está compuesta por cuatro elementos básicos: tierra, fuego, aire y agua. Y hay cuatro características: calor, frío, humedad y sequedad. Todas las cosas de este planeta, pensaban ellos, podían describirse empleando esas categorías. El oro, por ejemplo, podría ser una combinación de sol, tierra, fuego, calor y sequedad, lo que describe su color, su textura, su utilidad, todo lo demás. Sólo estoy especulando, pero ¿sabes a lo que me refiero?

—Creo que sí —aventuró Connie, no muy segura de entender adónde quería llegar Janine —. Es tan extraño tratar de pensar en esos términos. El oro es sólo un elemento, ¿verdad?

—Sí, pero en la Edad Media no se sabía eso exactamente. El mundo era un lugar muy extraño antes de que descubriésemos los átomos y el ADN. Ellos intentaban deducir cuáles eran las características de sus componentes, no sólo trataban de entender mejor el mundo, sino que lo hacían para intentar
controlarlo
. La alquimia sostiene que esos elementos y características pueden ser manipulados por los hombres, provocando así que las sustancias cambien su forma más allá de la intención inicial de la naturaleza. Los alquimistas comparaban el crisol donde se fundían los metales con el cuerpo humano, que también transforma las sustancias: los alimentos y el agua se convierten en hueso y nervio. El esperma se transforma en el cuerpo, como una semilla en la tierra, produciendo algo de la nada. De modo que la búsqueda de la piedra filosofal, o la Gran Obra, requería de los elementos más puros y el grado más desarrollado del talento. Era como la búsqueda de la perfección, tanto en la sustancia como en el alma.

—Pero todo eso es pseudociencia —protestó Connie —. No ha sido tomado en serio en… —Hizo una pausa para pensar —. ¡Doscientos años al menos!

—Bueno, eso no es lo que Chilton argumentó —dijo Janine —. Yo asistí a la conferencia y puedo asegurarte que fue una auténtica conmoción. La disertación trataba de los diarios privados de químicos respetados de los siglos XVII y XVIII, Isaac Newton entre ellos, que también llevaron a cabo investigaciones serias acerca de lo que entonces se denominaba «vegetación de los metales». Se trataba de un concepto que conectaba la transformación de los minerales bajo el calor y la presión con el crecimiento de animales y plantas. Manning propuso que el material primordial en ese acertijo podía ser el carbono, la base de toda forma de vida, que por supuesto puede ser transformado bajo calor y presión en cualquier cosa, desde carbón hasta un diamante. Él afirmó que había una transmutación más del carbono que estaba más allá del alcance de la ciencia actual, pero que podría ser accesible mediante el empleo de técnicas propias de la alquimia.

—¿Técnicas? —repitió Connie.

Janine dejó escapar un leve suspiro.

—Connie, Chilton sostenía que la piedra filosofal podía tratarse de algo real. Él pensaba fundamentalmente que, después de todo, la alquimia no debía verse como una forma simbólica de considerar el pensamiento y la razón humanos, sino que debía ser tomada en serio.

Connie abrió unos ojos como platos e imaginó a su tutor en el estrado, una luz brillante —el proyector de diapositivas —salpicando a través de su rostro y, en sus ojos, una imagen de color rojo oscuro de una piedra. Estaba golpeando el atril con el puño y su boca se movía, pero el único sonido que ella alcanzaba a oír eran risas. Connie parpadeó y la imagen desapareció. Una mano se alzó para tocar la sien, que había comenzado a palpitar.

Janine se echó a reír y luego continuó hablando:

—A mí también me provocó dolor de cabeza. Bueno, el panel de expertos se lo pasó en grande. Lo acusaron de ahistoricismo en el mejor de los casos, y de necesitar unas largas vacaciones en el peor. —Janine exhaló el aire entre los dientes y bajó aún más el tono de voz —. El rector incluso mantuvo una conversación con él al término de la conferencia: le preguntó si la dirección del departamento le resultaba demasiado agobiante. Por cierto, esto es estrictamente entre tú y yo.

—Eso es sorprendente —dijo Connie, echándose hacia atrás en su taburete.

Le resultaba increíble. ¿Qué era lo que Chilton había dicho? «Me gustaría que esperaras a ver lo que tengo que ofrecer.» La amenaza de perder su cátedra en el departamento sería algo devastador para él.

—Bueno —continuó Janine —, ya conoces a Manning. Puedes imaginarte cómo se tomó su reacción. Fue un verdadero golpe para él—. Meneó la cabeza —. De modo que si se muestra más estricto de lo habitual contigo, ahora ya tienes una idea de a qué se debe su actitud. Creo que Chilton siente que necesita reparar eso en cierta medida. Limpiar su reputación. Si puede señalar a un discípulo competente que está realizando un trabajo serio e innovador, entonces…

Other books

A Dancer in Darkness by David Stacton
Feral Cities by Tristan Donovan
Hell on the Prairie by Ford Fargo
Dangerous Lines by Moira Callahan
Breed by Chase Novak
Hour of the Assassins by Andrew Kaplan