Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Connie permaneció inmóvil donde estaba mientras un helado viento nocturno rodeaba sus piernas enraizadas y esparcía las finas cenizas de color gris.
Marblehead, Massachusetts
Finales de abril
1760
En el interior de la taberna se oyó un gran estruendo, seguido de ruidosas carcajadas y muestras de alborozo. Por encima del bullicio rugía la voz de Joseph Hubbard, y los gritos de alegría se acercaban cada vez más a la puerta, hasta que ésta se abrió con un estallido y a través de ella fue arrojado un hombre joven vestido con un chaquetón andrajoso varias tallas más grande que él, el rostro confuso y los ojos inyectados en sangre.
—Pensaba pagar —dijo, arrastrando las palabras mientras se tambaleaba apoyado en las manos y las rodillas.
Prudence Bartlett tensó la mandíbula, y el frío de sus ojos se volvió unos grados perceptiblemente más helado mientras se inclinaba para sujetar al hombre por debajo del brazo. Con un poco de esfuerzo le ayudó a ponerse en pie, sus manos fuertes y nervudas lo cogieron por los hombros y lo mantuvieron en posición vertical hasta que dejó de tambalearse. El joven era poquita cosa, no mucho mayor que su Patty. Tenía el pelo lleno de arena y algunos mechones sucios habían escapado de su coleta y apuntaban en varias direcciones. Alrededor de la boca tenía una leve sombra de pelo, nada más. Prudence suspiró.
—Pensaba pagar —dijo nuevamente el muchacho, exhalando con el aliento una corrosiva nube de ron de Barbados.
Prudence cerró la garganta ante la pestilencia.
—Estás empapado en vicio —dijo ella.
La nariz del muchacho enrojeció y sus ojos y sus mejillas comenzaron a arrugarse en un sollozo.
Ella puso las manos sobre las mejillas calientes del muchacho y lo miró fijamente. Sus ojos tenían un brillo blanco por la concentración mientras enviaba instrucciones muy precisas a través de las palmas de sus manos, y sintió que el cuerpo del muchacho absorbía su empeño para propagarlo a través de su doliente torrente sanguíneo. La piel del chico adquirió un profundo rojo carmesí debajo de sus dedos y dejó escapar un leve gemido. Ella pronunció una breve serie de palabras en voz apenas audible y luego lo soltó.
—Vete a casa —dijo —, y no bebas más.
El muchacho alzó lentamente la mano para tocarse el rostro donde las brillantes estrías rojas ya comenzaban a desaparecer y parpadeó con la mirada limpia. Tragó, mirando a Prudence con cierta alarma, y luego, sin decir nada, se volvió y se alejó corriendo por el callejón en dirección a los muelles. Ella resopló, disgustada.
Al cabo del callejón, donde el muchacho había desaparecido al doblar la esquina, una voz gritó: «¡Agua va!», al tiempo que una lluvia de excrementos húmedos caía a la calle desde una de las ventanas altas.
—¡Estoy dando un paseo, maldita zorra! —gritó un estibador con los pantalones completamente salpicados.
Un olor fétido comenzó a impregnar el estrecho callejón, y Prudence arrugó la nariz con repugnancia.
Abrió la puerta de la taberna y examinó la escena que se desarrollaba en el interior, buscando al hombre con quien había quedado citada. El humo de las pipas y del gran hogar de piedra situado en un extremo llenaba la habitación con una nube densa, cubriendo a los grupos de hombres que estaban arrellanados en bancos bajos alrededor de toscas mesas de madera. El olor del lugar no era desagradable, humo de leña y cerveza amarga, estofado de pescado y chaquetones de lana cubiertos con costras de agua de mar. Prudence apoyó en la cadera el pesado bulto que llevaba y pasó una mano de forma inconsciente sobre el peto que rodeaba su cintura. El penetrante olor del estofado le hizo la boca agua, y se preguntó si podría persuadir al hombre, el tal Robert Hooper, para que llegase a un trato con ella.
—Prue —la saludó la voz ronca del tabernero, quien asintió con la cabeza desde el otro lado de la habitación.
—Joe —dijo ella, saludándolo a su vez. Se abrió paso hacia él a través de la bulliciosa sala, apartando las manos errantes de unos cuantos borrachos vestidos con mugrientas ropas de pescadores —. ¿Has visto a un tal Robert Hooper hoy? —preguntó al llegar finalmente a la mesa del tabernero. Estaba sentado con una jarra a su lado, acompañado de una mujer joven y risueña, con el adorno de encaje que escapaba del corpiño de la ceñida chaqueta y las mejillas un poco más rojas de lo que la naturaleza había pretendido.
Joseph Hubbard se rascó la barba y apoyó la otra mano sobre su rodilla extendida. Su voluminoso vientre se proyectaba por encima de la cintura de los pantalones, y llevaba el chaquetón abierto. Sus ojos oscuros brillaban debajo de las cejas grises e hirsutas.
—¿Es el Robert Hooper de la colina del campo de entrenamiento militar? Tiene una casa muy grande y elegante, recién construida.
—El mismo —dijo ella, escudriñando el lugar en busca de un hombre que respondiese a esa descripción. La taberna Goat and Anchor no era conocida precisamente por contar entre su clientela con gente que vivía en la zona de la colina.
Joe soltó una carcajada.
—Tiene negocios contigo, ¿verdad? —preguntó, bebiendo un trago de su jarra.
—Sí —dijo Prudence —. Lo esperaré, entonces.
Vio que había un banco vacío junto a la pared y dejó su paquete sobre la mesa. Tomó asiento, alzó la mano para acomodarse la cofia, volviendo a colocar en su sitio algunos mechones rebeldes, y estiró las mangas de su vestido para alisar las arrugas. Después de todo, seguro que Robert Hooper iría vestido a la moda.
—¡No te necesita para su esposa, eso seguro, pobre desgraciado! —exclamó Joe mientras llamaba a una de las chicas que servían las mesas. La mujer que estaba sentada junto a él se echó a reír con un chillido estridente e irritante al tiempo que se cubría la cara con un abanico. «Tampoco era tan joven, después de todo», pensó Prudence —. Sin duda tú podrás arreglarlo—. Joe rió con ganas —. Espero que soluciones el problema de esa señorita.
Prudence frunció el ceño, resentida por lo que Joe quería dar a entender con sus palabras.
—¿Cómo le va a la señora Hubbard con la pequeña Mary? —preguntó con toda intención.
La chica que servía las mesas dejó una jarra de cerveza delante de ella y luego esperó mientras miraba a Joe Hubbard.
—Bastante bien. Ya tiene casi dos años. Nos mantiene ocupados. —Vio que la muchacha lo estaba mirando y negaba levemente con la cabeza. Luego la chica se alejó sin haber cobrado la cerveza. Joe sonrió —. A tu salud, Prue —dijo, alzando su jarra de cerveza en dirección a Prudence.
—Y de la tuya —contestó ella, haciendo lo propio con su jarra. «He traído al mundo a doce de sus hijos —pensó mientras lo miraba con ira—, y no todos con la señora Hubbard.»
Prudence sacó una pequeña pipa de cerámica del bolsillo junto con el folleto arrugado que llevaba consigo desde hacía varios días. Alisó el papel sobre la dura superficie de la mesa y lo contempló mientras llenaba la cazoleta de la pipa con una pizca de tabaco y luego la encendía con el candil de la mesa. «Se compran libros antiguos —decía el folleto impreso —. Dinero en metálico por los raros y únicos. Preguntar por el señor Hooper en la siguiente dirección.» Prudence dio una calada, las mejillas pálidas ahuecándose alrededor de la pipa, mientras el tabaco fuerte llenaba sus pulmones y calmaba poco a poco sus nervios crispados.
Pensó que aún estaba a tiempo de cambiar de idea. Después de todo, él no estaba allí. Quizá Hooper ni siquiera quería estar en ese lugar.
Miró el paquete que había dejado encima de la mesa y apoyó la mano sobre él durante un momento, frotando con el pulgar la envoltura de tela basta. Mientras lo hacía pensó en la suma que él mencionaba en la nota que le había mandado como respuesta a su solicitud. Más de lo que podría ganar en casi dos años de trabajo como comadrona. Pero el dinero no era la única razón de que Prudence decidiera vender el libro. Tenía otros motivos para querer deshacerse de él.
Un círculo de silencio se extendió en los alrededores de la puerta y Prudence alzó la vista para ver la causa: un hombre joven, vestido con una lujosa chaqueta carmesí con brillante abotonadura y largos y elegantes puños, estaba parado en la entrada de la taberna, echándose el pelo hacia atrás con una mano donde había quedado desgreñado al quitarse un sombrero de tres picos de fieltro nuevo. Pateó el suelo para aflojar el barro de sus botas de piel de becerro color mantequilla y examinó el interior de la taberna, buscando evidentemente a alguien. Prudence captó su mirada y alzó la barbilla. El hombre sonrió y se abrió camino hacia ella, el sombrero debajo del brazo, dejando una estela de silencio a su paso.
—¿La señora Bartlett, supongo? —dijo con una ligera reverencia.
—Puede usted llamarme Prue —dijo ella mientras el hombre se sentaba a la mesa. Todos los presentes vieron cómo se reunía con la comadrona en el rincón más próximo al hogar, procesaron la incongruente información y luego volvieron a dedicarse a la juerga.
—¿Es éste el libro? —preguntó el hombre con visible ansiedad, señalando el paquete que había debajo de los codos de Prudence.
Él intentó cogerlo pero se detuvo cuando ella comentó, como si lo hiciera sólo para informarle:
—Este lugar es famoso por su estofado. —Luego dio una calada a la pipa, lanzando el humo hacia un lado y lo miró sin pestañear.
—Ah —dijo Robert Hooper, volviéndose hacia la muchacha que servía, que se había acercado a ellos —. Por supuesto. Dos platos de estofado, por favor. Y el mejor ponche que tengan.
La muchacha inhaló con fuerza por la nariz a modo de respuesta y Hooper volvió a centrar su atención en el libro. Prudence lo deslizó a través de la mesa y, mientras él desataba su envoltura de algodón áspero, sus ojos recorrieron el rostro del hombre, reuniendo las impresiones que le suscitaba. Sus ropas eran nuevas, eso seguro, pero las llevaba con la timidez de alguien que no está acostumbrado a ellas. Se quejaba todo el tiempo de sus mangas de encaje y no dejaba de mover el sombrero que había dejado en el banco a su lado, sin saber muy bien cuál era la mejor manera de protegerlo. Su rostro era joven y entusiasta, no marcado aún por el desgaste de la bebida, las mujeres o la vida apacible. Su piel todavía conservaba el tono tostado de un hombre que tenía motivos para estar al aire libre, o en el agua. Cuando la mesera llevó el estofado a la mesa, Hooper cogió su cuchara de peltre y se inclinó para acercar la boca al cuenco. Prudence esbozó una media sonrisa y acomodó la pipa entre sus labios. Luego, él apartó el plato y cogió el libro.
—Asombroso —dijo, volviendo las páginas una a una —. Seguramente no está todo escrito por la misma mano.
Hooper la miró.
—No, por supuesto.
—¿Qué es esto, latín?
Volvió otra página y echó un vistazo al texto.
—La mayor parte está en latín, así es. Un poco de inglés, también, hacia el final. Y hay una parte que está en clave. No puedo decirle más que eso.
—En su nota me decía que este libro llegó de Inglaterra.
—Eso fue lo que me dijeron —explicó Prudence —. Una especie de almanaque familiar.
—Qué curioso —señaló él, pasando las manos sobre la encuadernación de cuero con una ternura que sorprendió a Prudence.
Sus dedos, comprobó, eran ásperos y callosos. Tal vez su veneración por los libros antiguos viniese de no haber encontrado ninguno propio.
—¿Y no tiene usted idea de su antigüedad? ¿Cuál es la entrada más vieja?
Ella lo miró enarcando una ceja y luego comió un bocado de su estofado sin decir nada. Ambos permanecieron un momento en silencio, Hooper contemplando una página cubierta de símbolos y líneas cruzadas, Prudence preguntándose cuándo llegaría el momento de hablar del dinero.
—No sé latín —confesó Hooper sin mirarla.
Ella lo observó con una actitud solícita, las manos entrelazadas debajo de la barbilla, pero en su interior dejó escapar un leve suspiro. «Todo el mundo tiene heridas que necesitan sanar —reflexionó —. Parece que todos me encuentran a mí.» Miró a ese hombre joven y próspero que estaba sentado delante de ella y percibió las zonas dañadas en su interior. La sola idea hizo que se sintiese cansada.
—Pero tengo intención de que mi hijo lo aprenda —añadió él, alzando la vista.
Prudence dejó que sus ojos claros se demorasen en su rostro sin decir palabra.
—¿Por qué busca libros antiguos para comprar, señor Hopper? —preguntó por fin, jugando con el mango de su cuchara de peltre.
Él sonrió, turbado.
—Mis negocios han mejorado últimamente —comenzó a decir —, ayudados en gran parte por una floreciente relación con algunas casas comerciales de Salem.
Bebió un largo trago de su ponche e hizo ademán de secarse los labios con la manga antes de contenerse. Un delicado pañuelo apareció entonces del interior de la manga y se secó las comisuras de los labios antes de volver a guardarlo.
—Yo fui… , es decir, unos caballeros me invitaron a que me uniese a su Monday Evening Club
[9]
. Y ahora, el club, formado por un grupo heterogéneo de caballeros ilustrados, sofisticados y de excelente gusto, ha decidido establecer una biblioteca social privada, en la que todos podamos beneficiarnos de nuestros intereses literarios y científicos. —Hizo una pausa, haciendo girar la copa de ponche sobre la mesa —. A todos nos han pedido que donemos ejemplares de nuestra colección.
Hooper la miró.
—Y usted no tiene ninguno —dijo ella, acabando la idea.
—He adquirido algunos libros excelentes, y tengo la esperanza de conseguir algunos más, aunque ninguno tan raro y fino como el suyo. —Se llevó la mano al bolsillo y colocó sobre la mesa, entre ambos, un pequeño saco de cuero. Parecía gordo y pesado —. Me pregunto cómo puede usted soportar deshacerse de él —dijo Hooper, observándola.
Una punzada de repulsión contrajo el estómago de Prudence mientras miraba el pequeño y abultado saco de cuero que descansaba sobre la mesa junto a su almanaque… , el almanaque de su madre, debería decir, ya que ella, aunque débil y frágil, aún vivía en su casa. Una visión del rostro avejentado pero hermoso de su madre apareció ante sus ojos, enmarcado por los susurros que la habían perseguido durante toda la vida. Mercy era más fuerte que ella, y llevaba su cabeza bien alta cada día. Prudence sabía cuán importante era ese libro para su madre, pero ella sólo sentía resentimiento hacia él. Su madre había vivido siempre en los márgenes de la sociedad. Todo el rencor que Prudence pudiera haber sentido por los vecinos que evitaban a Mercy, personas que incluso murmuraban cuando Prudence llevaba a Patty a la iglesia, lo acumuló ahora sobre la andrajosa encuadernación de cuero del libro.