Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Era un diminuto clavo oxidado, de cabeza cuadrada y forma irregular. El clavo parecía pequeño y cansado, como si hubiese estado trabajando mucho tiempo. Había sido escupido por la madera podrida de la jamba la primera vez que empujó la puerta principal de la casa de su abuela. Con éste aferrado en el puño, Connie salió al jardín delantero.
Las sombras de la tarde comenzaban a congregarse debajo del cortinaje de las enredaderas, y Connie se detuvo de puntillas, con los dedos desnudos sobre las lajas enmohecidas del porche. Debajo del musgo húmedo, sus pies notaban la piedra fría y dura. Apartó los zarcillos de la glicina que caía sobre la puerta, con las flores opacas y finas como el papel a causa del calor, y encontró la herradura colgando en un ángulo agudo. Connie contempló el amplio círculo quemado en la puerta.
«Dominus adjutor meus. Alfa. Omega. Agla.»
Cerró el puño con fuerza alrededor del diminuto clavo y apretó los dientes.
—¿Por qué no? —dijo en voz alta.
Empujó la herradura hasta alinearla con la sombra oxidada en la pintura de la casa y luego apretó el clavo con el pulgar contra la blanda madera. Connie retrocedió, cruzando los brazos sobre el pecho, y alzó la vista hacia la casa, que le devolvió la mirada con algo parecido a la aprobación.
—Bendita sea —dijo irónicamente a
Arlo
, que había aparecido junto a sus pies.
Marblehead, Massachusetts
Mediados de julio
1991
A
pesar de dedicar todos sus esfuerzos a sentirse cómoda en la casa de su abuela, a menudo Connie se descubría confinada —escondida casi —en la cocina. Se podía culpar a la antigua nevera de su órbita severamente limitada, con su tentadora tapa retirable, la única fuente de aire fresco en el denso calor de pleno verano. Ella mantenía sus notas restringidas al escritorio de su abuela en la sala de estar, acampaba en la cama con dosel por la noche y pasaba de prisa por el resto de la casa. En la cocina, sin embargo, acostumbraba a demorarse, haciendo correr el agua en el fregadero y cortando verduras sobre la encimera. Allí se sentía con un mayor control de la situación; su pequeño espacio presentaba una tarea asequible y finita en la rehabilitación de la invendible casa de su abuela, y sus vetustos artefactos al menos gesticulaban hacia un mundo exterior del siglo XX, el mundo donde Connie aún sentía que vivía. Esa mañana se encontró inclinada sobre la nevera, con un delgado brazo sosteniendo la tapa abierta y la barbilla extendida encima de la niebla errante que surgía de las profundidades del antiguo aparato, permitiendo que el aire fresco avanzara lentamente hacia la base húmeda de su pelo y las pequeñas hendiduras detrás de las orejas.
Esa mañana se sentía tranquila, centrada. Sus planes para el día estaban en su sitio, y a Connie no había nada que le gustase más que tener sus planes bien fijos en su sitio. Su frágil sensación de seguridad se veía reforzada cuando se instalaba en la pequeña cocina, con su sencilla puerta de tela metálica que daba al patio trasero y sus frascos de cristal muertos. Había desarrollado el hábito de abrir un par de frascos cada mañana y vaciar su contenido, negro y disecado, sobre una pila de abono en el rincón más alejado del jardín. Luego dejaba los frascos vacíos, enjuagados y secándose, con las tapas abiertas, formando filas en el porche trasero. Le gustaba contemplar las filas desde detrás de la puerta de tela metálica, reconociendo que el creciente montón de abono y los menguantes estantes de la cocina formaban su propio sistema de calendario particular. Ahora, el estante inferior estaba vacío, y Connie incluso había eliminado hasta la última mota de polvo fregándolo con un paño húmedo y sintiendo, mientras lo hacía, el alivio de una pequeña tarea terminada.
Cerró la nevera con cierto pesar y se volvió hacia las estanterías, eligiendo los frascos para la purga de esa mañana. Tres frascos de tamaño medio descansaban a nivel de la vista con las etiquetas arrugadas por el paso del tiempo, y Connie los bajó uno por uno, encajándolos en la curva de su brazo alrededor del vientre. Cuando cogió el último, los nudillos chocaron contra un objeto desconocido hasta el momento, que extrajo hasta el borde del estante. Era una caja de metal común y corriente, pequeña, gris, con cierre de fiambrera. Connie la dejó allí mientras llevaba los tres frascos hasta la pila de abono, y unos minutos más tarde regresó limpiándose las manos húmedas en los fondillos de sus tejanos cortados.
Cogió la pequeña caja entre las manos y la abrió. En su interior encontró un montón de tarjetas, la primera de las cuales decía «Pastel de limón» con una escritura estrecha y apretada que Connie recordaba, aunque vagamente, como perteneciente a su abuela. Se echó a reír para sí. «Manteca de cerdo», leyó, sacando la lengua con un gesto de disgusto, aunque en la cocina no había nadie que la viese. Dejó la caja a un lado y revisó las tarjetas, examinando las recetas manuscritas de su abuela para una cocina de los años cincuenta casi revolucionaria: gelatina de tomate, solomillo de cerdo, cazuela de judías y salchichas ahumadas. Connie disfrutó de una oleada de malvado placer mientras contemplaba la posibilidad de conservar esas tarjetas para la ahora vegetariana Grace, enviándole por correo un recordatorio concreto de su infancia en Nueva Inglaterra. Echó un vistazo al reloj y guardó las tarjetas con las recetas en el bolsillo trasero de los tejanos, cogió su bolso y salió de la casa en dirección al Ateneo de Salem.
Una serie de llamadas por la tarde a las diversas sociedades históricas rivales de North Shore le confirmaron a Connie que, efectivamente, había existido en Salem algo llamado «biblioteca social». La biblioteca, fundada a finales del siglo XVIII como un apéndice de un club social masculino, se había mantenido durante algunos años gracias a las exorbitantes cuotas abonadas por sus miembros y a las donaciones de libros adquiridos por acaudalados comerciantes de Salem en sus viajes al extranjero. En 1810, sin embargo, la biblioteca social se fusionó con la biblioteca filosófica, una entidad privada para la ciencia y la tecnología, y formaron el Ateneo. Connie estaba sorprendida y encantada al descubrir que el Ateneo de Salem había prosperado durante el siglo XIX, y mientras las fortunas de los constructores de barcos de la ciudad se derrumbaban y su importancia como puerto era primero eclipsada y luego superada por Boston, Baltimore y las Carolinas, el Ateneo había seguido su camino dichosamente ignorante de su creciente irrelevancia para las letras norteamericanas. Mientras el Volvo se detenía trabajosamente frente al edificio del «nuevo» Ateneo, erigido en 1907, Connie sintió —y no por primera vez —un afecto íntimo por el compromiso por el statu quo que sustenta el aguerrido impulso yanqui hacia la moderación.
Connie se acercó al escritorio situado en el lado izquierdo de la soleada y bien equipada sala de lectura, vacía de lectores salvo por la presencia de un hombre mayor que estaba sentado en el porche trasero bebiendo una limonada con un brazo apoyado en su bastón. En el escritorio había una joven matrona que estaba anudando unas hebras de hilo en la parte inferior de su labor de punto.
—Perdón —susurró Connie, y la joven alzó la vista con una sonrisa, dejando el tejido a un lado, y se levantó para estrecharle la mano.
—¡Usted debe de ser la señorita Goodwin! —dijo la bibliotecaria, y Connie se sorprendió de que hablase con un tono de voz normal. La mujer incluso tenía una taza de té apoyada sobre la mesa; el penetrante aroma del limón se filtraba a través del aroma familiar a madera y libros de la biblioteca —. ¡Hablamos por teléfono esta mañana! Soy Laura Plummer.
—Hola —dijo Connie con una sonrisa, disfrutando de la calidez de la mujer. En las bibliotecas privadas, naturalmente, uno tenía que tratar con niños pequeños y visitantes mayores más que con estudiantes graduados neuróticos. Debía de resultar más fácil mostrarse amable.
—Usted había preguntado por la posibilidad de ver parte de nuestra colección original, ¿verdad? —dijo la mujer, acompañando a Connie al archivo.
—Sí —asintió ella —. He estado tratando de seguirle la pista a un almanaque en particular (al menos, estoy bastante segura de que se trata de un almanaque), y tengo razones para creer que fue donado a la biblioteca social.
—Aquí tenemos un buen número de almanaques —dijo la mujer, encendiendo las luces al mismo tiempo.
Connie sintió la misma clase de placer y seguridad entre las estrechas estanterías llenas de libros que había experimentado últimamente en la cocina de su abuela. Se estremeció de emoción al pensar que cualquiera de esos lomos marrones anónimos podía ser el libro de Deliverance. Incluso podía estar a menos de una hora de dar con él.
—Hemos llegado —dijo la señorita Plummer. No era mucho mayor que ella, pero Connie tenía problemas en identificar a una mujer tan pulcra y ordenada, con su cuello Peter Pan y la falda plisada, como «Laura». La mujer señaló una corta pared de libros que discurría detrás de las estanterías —. La biblioteca social sólo existió durante quince o veinte años antes de que se formara el Ateneo. Y su fondo, aunque impresionante en su época, era modesto según los estándares modernos. En su mayoría se trata de sermones impresos, un puñado de novelas, unos cuantos almanaques, guías de navegación y cosas por el estilo. Si necesita ayuda estaré en el escritorio de recepción.
La mujer se alejó con una sonrisa y Connie dejó caer el bolso a sus pies, entrelazando los dedos y estirándolos delante de ella con un crujido anticipatorio.
Pasaron varias horas mientras Connie buscaba en el catálogo de fichas a Prudence Bartlett, Mercy Lamson y Deliverance Dane como donantes de libros, o quizá autoras, sin ningún resultado. Luego dedicó varios minutos infructuosos a buscar «almanaque» entre las fichas, aunque todos los ejemplos parecían pertenecer a series editoriales conocidas y tradicionales que proporcionaban pautas relacionadas con el clima y los cultivos para los granjeros. En la biblioteca había un ejemplar del
Almanaque del pobre Richard
, la obra satírica de Benjamin Franklin, pero ninguno de los libros era particularmente antiguo o manuscrito. Por último, invadida por la frustración, recurrió a leer los lomos y, finalmente, las cubiertas de todos los libros incluidos en la sección de almanaques de la colección, aunque sin éxito alguno.
Connie abandonó el archivo completamente abatida, el peso de su bolso de bandolera con sus abultados cuadernos de notas y bolígrafos clavándose en el hombro con más fuerza de la habitual. Enganchó el pulgar debajo de la correa y se acercó al escritorio de la señorita Plummer.
—Lamento interrumpirla —dijo, y la mujer alzó la vista, sonriendo. La sonrisa hizo que el peso del bolso de Connie se volviese menos acentuado y, por un instante, sintió que sus hombros se relajaban.
—¿Sí? —preguntó la bibliotecaria —. ¿Ha encontrado lo que buscaba?
Connie suspiró.
—Me temo que no. ¿Sabe si hubo algún momento en el que parte de la colección fuese vendida? Estoy segura de que el libro fue donado a esta biblioteca, y no puedo imaginar que alguien pudiera haberlo robado o algo así…
—Vendemos cosas constantemente —le confirmó la bibliotecaria —. Habitualmente se trata de novelas malas u otro libros que hemos tenido aquí durante algunos años. Como puede ver, en las estanterías no disponemos de mucho espacio. Comprobaremos los archivos—. La señorita Plummer se levantó y se volvió hacia un gran archivador que había detrás del escritorio —. Estoy segura de que lo encontraremos —le aseguró a Connie mientras abría un cajón.
«Eso espero», deseó Connie en silencio, preguntándose qué le diría a Chilton si esa pista también fracasaba.
—Aquí está —dijo la bibliotecaria, hojeando un archivo descolorido —. Nuestra mayor venta se produjo en 1877. Aquí dice que los libros que nunca habían sido sacados en préstamo de la biblioteca fueron subastados por Sackett —alzó la vista y añadió: «Eso es como el equivalente en Boston de Christie’s o Sotheby’s», antes de continuar — con el fin de recaudar dinero para el mantenimiento de la colección y la construcción del nuevo edificio de la biblioteca—. Cerró la carpeta de archivo otra vez y miró a Connie —. Me temo que no existe ningún registro de los títulos de los libros que fueron vendidos en las subastas, pero estoy segura de que Sackett todavía debe de conservar los registros en sus archivos. Usted sabe cuál es la actitud de las instituciones de Boston en relación con la conservación de archivos.
Connie recordó su experiencia en el Departamento de Validación de Testamentos del condado de Essex, y sonrió con un leve gemido.
—Muchas gracias por su ayuda —le dijo a la bibliotecaria, quien estaba deslizando nuevamente la carpeta del archivo en el cajón que había detrás de ella.
Cuando Connie ya se volvía para marcharse, la joven bibliotecaria, sentándose a su escritorio y cogiendo nuevamente su labor de punto, repitió con una sonrisa:
—Estoy segura de que lo encontrará.
Y, por alguna razón, Connie la creyó.
Mientras avanzaba a través de la tarde estival hacia el parque de Salem Common, con el bolso en bandolera golpeando contra un costado, los pensamientos de Connie volvieron a la conversación que había mantenido con Janine. Como estudiante universitaria, Connie había leído el libro de Manning Chilton acerca de la profesionalización de la medicina en la Norteamérica del siglo XVIII y entonces supo que lo que deseaba realmente era estudiar bajo su tutoría para obtener su doctorado. El profesor Chilton concebía la historia como lo haría un historiador intelectual, tratando la ciencia no como una serie de hechos que son verdaderos sea cual sea el período histórico al que pertenecen, sino como una manera de mirar el mundo que depende del contexto histórico. Sin embargo, a pesar de su enorme campo de acción, el trabajo de Chilton nunca pasaba por alto a los individuos que poblaban sus relatos. Médicos con sus escalpelos ensangrentados, comadronas irritadas, vendedores de láudano por correo, todos ellos cobraban vida en las palabras expertas de Chilton. En sus libros de historia, la gente se le antojaba a Connie tan real como los estudiantes que pasaban junto a ella en los pasillos de Saltonstall Court, o los mendigos que llenaban las calles alrededor de la universidad. Chilton parecía poseer un don especial para atisbar en el pasado desde el presente, como los viejos cubos con fondo de cristal que los pescadores introducían en el agua para observar las profundidades secretas que se extendían debajo de la barca.