Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Unos ligeros golpes sonaron en la puerta. Liz interrumpió su relato acerca de una cita particularmente espantosa que había tenido la semana anterior, alzó la vista con los ojos brillantes de entusiasmo y susurró:
—¿No piensas abrir?
Connie sonrió y dejó la servilleta en la mesa.
—¡Ya voy! —dijo.
En el umbral de la puerta, el jardín detrás de él una maraña negra de sombras y enredaderas, estaba Sam, con un pack de seis latas de cerveza en una mano y una pesada linterna en la otra.
—Buenas noches, señora —dijo con fingida solemnidad, ejecutando una rígida reverencia con el haz de la linterna alumbrando debajo de su barbilla —. Su sherpa local ha llegado.
Connie reparó en que Sam llevaba una camiseta en la que se leía ANARQUÍA EN EL REINO UNIDO, presumiblemente en honor al Día de la Independencia, y se echó a reír a su pesar.
—Sam Hartley —anunció, haciendo un gesto en dirección al comedor —, me gustaría que conocieras a Liz Dowers. Liz, éste es Sam Hartley.
—Es un placer —dijo él, gesticulando con la mano como si estuviera quitándose un sombrero.
Liz apareció en la puerta detrás de Connie, con una manta doblada sobre el brazo.
—El señor Hartley, supongo —dijo ella ejecutando una delicada reverencia, apartando la manta de picnic hacia un lado, como si estuviese arrastrando la larga cola de encaje de un vestido.
—¿No deberíamos irnos? —preguntó Connie —. Los fuegos artificiales comienzan a las nueve, ¿verdad?
Connie advirtió que Liz echaba un rápido vistazo a Sam y articulaba calladamente la palabra «agradable» dirigiéndose a ella mientras él estaba distraído con la linterna. Luego, cuando Sam volvió a alzar la vista, su amiga asumió una pose angelical.
Sus tres siluetas se internaron en la noche, seguidas por los ojos de
Arlo
, que brillaban a través de las hojas en la ventana de la sala de estar.
Los últimos zarcillos centelleantes cayeron como una lluvia sobre la curva más escondida del puerto de Marblehead. Unas cuantas sirenas dieron su aprobación desde los veleros anclados en el agua, sus gemidos mezclándose con el eco de las explosiones en lo alto y el suspiro colectivo de los habitantes de la ciudad sentados sobre mantas en los parques y las azoteas. Las bengalas rojas que circundaban el puerto comenzaron a chisporrotear, uniéndose a la nube de humo que se desplazaba sobre el paso elevado después de que los últimos fuegos artificiales parpadearon hasta desaparecer. Connie oyó aplausos y silbidos en el parque alrededor de ella y, por primera vez, sintió un cálido afecto por la comunidad donde estaba acostumbrada a vagabundear. Disfrutaba del anonimato de estar sentada en la oscuridad, apenas un par de ojos entre muchos, deslumbrada por las luces que iluminaban el cielo. Dejó escapar un suspiro contenido y sonrió a sus amigos, ambos recostados sobre los codos, las cabezas echadas hacia atrás para mirar el cielo.
—Asombroso —musitó Liz, y Connie oyó un ruido seco, el sonido de Liz al pellizcar con el pulgar la anilla de su lata de cerveza vacía.
La niebla de humo se fue disipando, disolviéndose poco a poco hasta que el cielo nocturno volvió a extenderse limpiamente encima de sus cabezas. A su alrededor, las familias enrollaban las mantas y reunían a sus hijos, iniciando el lento regreso a casa. Ellos tres permanecieron sentados, disfrutando de la quietud, en silencio.
Connie rodó sobre su espalda y bostezó, estirando los brazos por encima de la cabeza y sintiendo que los nudillos y los talones desnudos se hundían en la hierba húmeda que rodeaba su manta.
Mientras observaba, un brillante meteorito cruzó el cielo como un rayo, una diminuta bola de fuego atravesando la atmósfera. Connie sonrió mientras decidía —de manera egoísta —guardárselo para sí. Pensó que detectaba un fugaz resplandor azul en el horizonte donde había desaparecido el meteorito, pero un instante después se apagó.
—Es tarde —dijo finalmente —. Deberíamos regresar.
—¿Qué pensáis hacer mañana, chicas? —preguntó Sam, la voz emergiendo de la oscuridad. El parque se había vaciado y ya sólo podían oír las olas en el muelle, lamiendo la cara rocosa del parque.
—Playa, ¿verdad, Connie? —preguntó Liz con voz soñolienta.
—Playa —confirmó ella, haciendo un esfuerzo para incorporarse —. Vamos, Liz —dijo, tirando de la pierna de su amiga —. Sam tiene que volver a su casa.
Liz profirió un gemido de queja pero finalmente se levantó, y entre ambas recogieron la manta de la hierba y comenzaron el meandroso regreso hacia Milk Street.
La linterna de Sam excavaba un limpio cono redondo a través de la densa noche, iluminando cada guijarro y cada hoja que había caído en el camino.
—De todas formas, Grace opina que soy muy corta de miras —estaba diciendo Connie —. De modo que pienso que debería volver a repasar mis notas. Mi madre sugirió que quizá Prudence lo había llamado por otro nombre…
—Connie —dijo Liz con voz firme —, todo eso está muy bien, pero mañana te tomarás el día libre. Iremos a la playa, nos tenderemos al sol, flotaremos en el agua y luego pasaremos el resto de la noche en el bar más marchoso que podamos encontrar. Sam, ¿estás conmigo en esto?
Él se echó a reír mientras movía el haz de luz de la linterna sobre las puntas de sus pies y luego formaba nuevamente un largo óvalo anaranjado en el camino.
—Por supuesto —asintió.
—Sabía que este tío me gustaría —dijo Liz.
La luz de la linterna iluminó la enmarañada masa del seto que señalaba el límite de la casa de su abuela y luego se derramó sobre el portal, entre los matorrales. El brazo de Connie invadió la luz para quitar el cerrojo y los tres entraron, abriéndose camino a través de los penachos de hierbas que asomaban entre las lajas del sendero.
—Realmente te mereces un día libre —comenzó a decir Sam mientras el óvalo anaranjado se deslizaba sobre las lajas hasta la puerta de la casa.
Un instante después, los tres se quedaron paralizados. Liz profirió un grito aterrado.
—Oh, Dios mío… —susurró Connie mirando horrorizada la puerta.
Connie se levantó el suéter hasta la barbilla, temblando. Liz se acurrucó en el pórtico junto a ella, las rodillas apretadas contra las de su amiga, los ojos fijos en la silueta de Sam, que hablaba tranquilamente con dos hombres corpulentos. Las manos gesticulaban y los movimientos se proyectaban en un nítido relieve a causa de las luces azules y rojas que giraban en lo alto del coche de policía aparcado en la calle, y cuyo resplandor penetraba a través del denso follaje de las enredaderas y salpicaba el frente impasible y silencioso de la casa.
—Estoy segura de que lo resolverán —murmuró Liz, aunque Connie sabía que su amiga estaba tratando de tranquilizarse y también de tranquilizarla a ella.
—Lo sé —dijo, pasando un brazo por encima de los hombros de Liz con una ligera presión. Pero mientras abrazaba a su amiga sintió que se le aceleraba el corazón. Vio que Sam señalaba en su dirección y las dos formas corpulentas se acercaron a ella a través de la noche.
—¿Es usted Connie Goodwin? —preguntó uno de ellos.
El otro agente se movió con cautela por el jardín, iluminando con su linterna las ventanas del frente de la casa. El agente que estaba con Connie era prácticamente calvo, y su nariz presentaba el aspecto amoratado de los bebedores empedernidos. Las potentes luces giratorias bañaban su rostro con un brillo diabólico que probablemente no mereciera. Connie se levantó y Liz hizo lo propio.
—Sí —contestó.
—¿Es ésta su casa? —preguntó el policía.
—Sí. Bueno, en realidad, no. Era la casa de mi abuela, Sophia Goodwin. Ella murió.
Connie cruzó los brazos sobre el pecho, evitando mirar hacia la puerta principal.
—Es muy difícil encontrar su casa. Incluso el agente Litchman y yo tuvimos problemas para dar con ella, y eso que vivimos en Marblehead —dijo, buscando una página en blanco en una pequeña libreta.
—No hay señales de que hayan forzado la entrada, Len —señaló el otro policía, el agente Litchman, supuso Connie, desde la ventana del comedor. Estaba mirando a través de los cristales, ayudado de su linterna.
—De acuerdo —dijo el primero, apuntando algo en la libreta. Luego se volvió hacia Connie —. ¿Alguien sabe que está viviendo aquí?
—No lo creo —respondió ella con el ceño fruncido —. Mi madre, que me pidió que viniese a pasar el verano. Mis amigos, por supuesto… , y supongo que mi tutor.
—¿Tutor? —preguntó el policía.
—Estoy en la escuela de graduados. Mi tutor es el profesor con el que trabajo —explicó.
—Entiendo —dijo el policía, y apuntó algo más en la libreta.
Desde atrás les llegó un súbito torrente de ladridos furiosos, seguido del grito del agente Litchman: «¡Por todos los diablos!», y luego el ruido seco de su linterna al golpear contra el suelo.
—¿Tiene un perro? —le preguntó el primer policía (¿Len?) a Connie.
—Sí, se llama
Arlo
. Está dentro, ¡lo siento! —le gritó al agente Litchman, quien estaba maldiciendo en voz baja y buscando la linterna entre los matorrales.
—Es muy extraño que el perro no los haya ahuyentado —señaló el policía sin dejar de tomar notas.
—Sí —convino Connie, preocupada.
Sam se había unido a ellos y deslizó un brazo protector alrededor de su cintura.
—Agente… Cardullo —dijo Liz, leyendo la placa con el nombre en el uniforme del policía que les estaba interrogando —. ¿Tiene usted alguna idea de quién podría haber hecho esto? ¿Por qué querría alguien asustar a Connie? ¡Ella ni siquiera conoce a nadie aquí! —Su voz se elevó hasta convertirse casi en un chillido, y Connie apoyó una mano con suavidad en el brazo de Liz.
Todo el grupo se volvió hasta quedar nuevamente de frente a la puerta de la casa, e hicieron una pausa para mirarla.
En la puerta había un círculo de unos sesenta centímetros de diámetro recién quemado en la madera, y en su interior, un círculo más pequeño, como si fuese una diana, dividido con líneas a lo largo de ambos ejes. En la mitad superior se leía la palabra «Alfa», escrita con una letra despareja, arcaica incluso, con dos cruces o líneas cruzadas encima de ella. En el cuadrante superior izquierdo, en el borde exterior, habían escrito la palabra «Meus» con líneas cruzadas en cada extremo. En la misma posición, en el cuadrante superior derecho del círculo, aparecía la palabra «Adjutor», enmarcada asimismo por signos de número cruzados. En la mitad inferior del círculo, reproduciendo el patrón, figuraban las palabras «Omega» en el centro, «Agla» en el cuadrante inferior izquierdo, y «Dominus» en el cuadrante inferior derecho, cada una de ellas encerrada por signos de número cruzados.
—Debo decir —empezó el agente Cardullo, apoyando una mano sobre su pesado cinturón —que a veces vienen al pueblo algunas personas raras de Salem: chicos góticos y otros tipos parecidos. En ocasiones encuentras esta clase de cosas pintadas con aerosol en las paredes. Pentagramas y cosas así. Habitualmente, sin embargo, no vemos nada tan complejo como esto.
—Tal vez pensaron que la casa estaba abandonada, con todas estas enredaderas y sin luces —reflexionó el agente Litchman, reuniéndose con el grupo —. Quizá sólo fueran unos críos que buscaban problemas. Tal vez su perro realmente los asustó, de lo contrario, habrían entrado en la casa. ¿Falta algo del interior?
—Nada —dijo Connie, llevándose una uña a la boca y mordisqueándola con expresión pensativa —. De todos modos, ahí dentro no hay nada de valor que merezca la pena robar.
Sintió que su control comenzaba a abandonarla, su escudo de calma exterior se estaba agrietando.
—¿Tiene idea de lo que significan esas palabras? —preguntó Cardullo mirando a Connie.
—No —susurró ella.
El símbolo permanecía allí, inescrutable, el olor acre a madera quemada suspendido en el aire nocturno. El humo aún estaba fresco, como si la quemadura en la puerta hubiese bullido sólo momentos antes de que ellos llegasen. En el porche había unos pequeños montones de ceniza. Una lágrima caliente escapó de la esquina de uno de sus ojos y comenzó a descender por su mejilla.
—«Alfa» y «omega» son la primera y la última letra del alfabeto griego —dijo Sam. Connie sintió que acentuaba la presión sobre su cintura.
—«Dominus adjutor meus» es latín —añadió Liz con voz trémula. Cogió la linterna de manos de Sam y dirigió la luz a los símbolos grabados en la puerta —. Por supuesto, la «j» de «adjutor» debería ser probablemente una «i», si estamos hablando de la ortografía antigua. Traducido superficialmente significa «Dios es mi asistente», o posiblemente «el Señor es mi ayudante». «Asistente» es el uso más probable—. Miró la inscripción con el ceño fruncido —. No sé qué significa «Agla». «Aglaia» es el nombre de una de las Gracias, pero no creo que se estuviesen refiriendo a eso.
—Eh, eso está muy bien —dijo el agente Litchman al tiempo que le propinaba un leve codazo a su compañero —. Yo fui monaguillo y no podría haberte explicado eso.
—Pero ¿quiénes son «ellos»? —preguntó Sam.
Se volvieron para mirar a los dos policías, quienes intercambiaron una rápida mirada.
—Escuchen —dijo Cardullo después de una incómoda pausa, al tiempo que deslizaba la libreta nuevamente en el bolsillo trasero —. Ya hemos tomado sus declaraciones. Haré que un coche patrulla pase por aquí un par de veces la semana próxima, pero parece sólo un caso de vandalismo de jardín. Sólo unos críos creando problemas.
—¿«Vandalismo de jardín»? —repitió Sam con incredulidad —. ¿Lo dice en serio? ¿No cree que unos vándalos comunes habrían usado un aerosol? ¿O rotuladores?
Connie percibió la ira en su voz y captó con su mirada sus ojos encendidos. Negó con la cabeza de un modo casi imperceptible indicándole que no continuara. Discutir con la policía no contribuiría en nada a que se tomasen ese asunto más en serio.
—Lo siento, jóvenes, no sé qué más puedo decirles. Es una casa muy alejada y sin luces. Ustedes estaban fuera disfrutando de los fuegos artificiales, de modo que había mucho ruido y nadie estaba vigilando. Para mí es un caso claro de chicos malos y mala suerte —dijo Cardullo, y Lichtman asintió —. Aquí tienen mi tarjeta. Si tienen más problemas, nos llaman, ¿de acuerdo?
—Bien, gracias —musitó Connie, aceptando la tarjeta, y los policías se retiraron en dirección a la noche.
—¡Deberían instalar algunas luces aquí fuera! —gritó uno de ellos, y Connie sonrió débilmente. Las luces rojas y azules se desvanecieron, reemplazadas por el rojo intenso de los pilotos traseros.