Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
La habitación donde se encontraba ahora, rodeada por otros demandantes que se movían en los bancos, exhibía un esplendor distinguido que no se conocía cuando Mercy era joven. En la parte delantera de la sala había un banco elevado, adornado con volutas, flanqueado a ambos lados por pesadas tribunas de madera para alojar a los miembros del jurado. Debajo del banco había dos mesas finamente talladas, para ser ocupadas por los abogados y el actuario, y luego, entre ambas mesas, a plena vista del jurado, banco y espectadores, un espacio vacío delante del estrado. Esa mañana ya había visto cuatro almas patéticas que habían permanecido solas en ese espacio, el penetrante foco de toda la sala observándolos como si estuviesen debajo de una pesada lente de aumento. Una oleada de náusea recorrió el estómago de Mercy y sintió que la frente se le perlaba de un sudor frío. Muy pronto sería su turno.
En la pared, detrás del banco del juez, colgaba un retrato de tamaño natural de un miembro de la realeza, vestido con ropas finas ribeteadas con piel, el pelo largo y rizado y pesados anillos en los dedos. Mercy volvió su atención a esa aparición; había estado contemplando ese cuadro durante la mayor parte de la mañana. Nunca había visto un parecido tan notable en una persona. Incluso desde el lugar alejado que ella ocupaba en la galería, los ojos del hombre parecían cálidos y amables, y su piel mostraba un saludable color rosa y blanco. En una ocasión se había sorprendido preguntándose cómo se sentiría ese pelo fino y rizado pasando a través de sus dedos como si de un peine se tratase: suave, perfumado con lavanda, imaginó. Avergonzada, se agitó en su asiento. «El parecido es asombroso, seguro», pensó. Si ese hombre caminase alguna vez por las calles de Marblehead, ella sin duda le conocería.
Jedediah estaría en el mar otros dos meses todavía. Los ojos de Mercy se ensombrecieron al pensar en el sentimiento de su esposo, en caso de que pudiese oír lo que ella tenía que decir. Aunque Jedediah sabía muy bien a lo que ella se dedicaba, era mucho mejor que estuviese lejos.
Hubo movimientos en el frente de la sala del tribunal y Mercy juntó los pies, apoyando el peso del cuerpo sobre el duro banco. El demandante fue conducido fuera de la sala, la cabeza gacha, las manos esposadas, por dos solemnes agentes de la ley. Un momento de actividad alrededor del banco del juez y las tribunas del jurado indicó el inicio del siguiente caso, y Mercy vio que el actuario mantenía una inaudible conversación con el juez, quien asintió y luego dirigió su mirada hacia ella. A Mercy el estómago le dio un vuelco y tragó con dificultad, la lengua súbitamente seca.
—¡Mercy Dane Lamson contra la ciudad de Salem en el condado de Essex! —dijo el actuario, y numerosas cabezas se volvieron para mirar en su dirección.
La piel se tensó alrededor de los ojos de Mercy en un gesto de momentánea sorpresa, ya que hacía tiempo que se había marchado de Salem y no conocía a ninguno de los rostros que ahora la miraban cuando se levantó de su asiento. ¿Cómo podía esa ciudad cambiada tener una memoria tan larga?, se preguntó mientras se dirigía hacia el estrado. El juez, un hombre grande y corpulento vestido de negro, con las mejillas del color amarillo enfermizo del sebo, la miró fieramente cuando llegó al rectángulo vacío en el centro de la sala. Mercy, en un nivel debajo de su mente consciente, confeccionó ociosamente la lista de hierbas que ese hombre necesitaría para tonificar su hígado agonizante. Seguramente le gustaba beber.
—¿No tiene abogado, entonces? —ladró el juez.
Mercy abrió la boca para decir algo, pero su lengua seca colgaba del velo del paladar, y sólo pudo toser levemente.
—¿Y
bien
? —tronó el juez. Mercy se irguió, alisándose las faldas con ambas manos y luego acomodándolas sobre el lustroso estrado delante de ella.
—No, señor, no lo tengo —respondió.
El juez carraspeó ostensiblemente y a los oídos de Mercy llegaron unas risitas ahogadas desde la esquina de la sala donde estaba la tribuna del jurado. Ella sostuvo la mirada en los cálidos ojos que miraban hacia abajo desde el retrato del joven de la realeza. La sala se quedó en silencio. Mercy percibió una nube que se alejaba desde las altas ventanas en el lado derecho de la habitación, dejando tras ella un cuadrado amarillo de sol sobre las mesas de los abogados. Los cristales de las ventanas comenzaban a cubrirse de escarcha.
—¡Continúe, mujer! —rugió el juez, y ella sintió que la fuerza de su impaciencia la golpeaba como una ráfaga de viento caliente.
—Tiene que hacer su exposición ahora —susurró el actuario, que había aparecido a su lado. El hombre asintió con un gesto alentador.
—¡Oh!, por supuesto —dijo Mercy, insegura.
A continuación desplegó un grueso rollo de papeles que había escrito en su casa, periódicamente, durante las últimas semanas. Los papeles temblaban en sus manos, y deseó que se quedaran quietos. Se aclaró la garganta y los asistentes se inclinaron hacia adelante, con las orejas abiertas, esperando a que hablase.
—«Yo, Mercy Dane Lamson, natural de Marblehead, solicito por este medio que la ciudad de Salem en el condado de Essex restituya el buen nombre de mi madre, Deliverance Dane, que todos los cargos infundados sostenidos anteriormente contra ella sean aclarados por el tribunal, aliviando así a nuestra familia de la vergüenza y la desgracia. La mencionada infamia ha resultado en dificultades para llevar a cabo negocios y transacciones, hasta el extremo de que dispongo de escasos medios para mantenerme a mí y a mi familia, lo que nos deja desacomodados y en la indigencia, negándosenos el favor y la amistad de nuestros prójimos.»
Cómo odiaba tener que decir esas cosas. Qué desgraciado se sentiría Jedediah al creer que ella pensaba que él no hacía bien las cosas. Las mejillas de Mercy se tiñeron de un rojo profundo mientras los asistentes intercambiaban murmullos en respuesta a su petición.
—El señor Saltonstall en representación de la ciudad, por favor —dijo el juez, señalando a un elegante hombre mayor que estaba sentado a la mesa de los abogados, a la izquierda de Mercy.
El caballero se levantó con un leve gruñido, ajustándose la peluca gris que se asentaba, algo inclinada, sobre su cabeza. Su postura era ligeramente encorvada, pero era un hombre delgado, y sus ojos brillaban con el fervor de alguien mucho más joven. Mientras trataba de leer la intención en su rostro, Mercy descubrió una vaga familiaridad en sus rasgos, aunque hacía años que se le había escapado el contexto para descifrarlos.
—Señora Lamson —comenzó a decir el señor Saltonstall, apoyando ambas manos en la mesa que tenía delante —. Teniendo en cuenta que los problemas relacionados con la reputación son difíciles de cuantificar, ¿podría quizá proporcionar usted al tribunal algún otro detalle?
—¿Señor? —preguntó ella.
—Tiene usted esposo, ¿verdad? —preguntó el señor Saltonstall.
—Así es —contestó ella, perpleja.
—¿Y dónde está su esposo hoy? —inquirió el abogado, exagerando el gesto de estirar el cuello para mirar por encima de la multitud allí reunida.
—Está en el mar —contestó ella con las cejas muy juntas.
—¡Ah! —dijo el abogado, cruzando las manos detrás de la espalda y avanzando hacia el espacio delante del estrado que ocupaba Mercy —. Un marinero. Un trabajo duro. Pero puede proveer.
La galería recibió con muestras de regocijo ese comentario sarcástico y Mercy se enervó:
—Después de que enviaron a mi madre a prisión, fui rechazada durante varios años por jóvenes respetables que solían cortejarme con ánimo de casarse conmigo, hasta que fui considerada una solterona. Jedediah Lamson se esforzó por conseguir mi afecto cuando llegó de Inglaterra, en el año treinta y cinco de mi edad.
Las mujeres que estaban en la galería comenzaron a murmurar entre sí. Mercy sintió que a su espalda se agitaba una corriente subterránea de ansiedad femenina, mientras ella encarnaba uno de sus muchos temores secretos. Comenzó a manosear el agujero que tenía en la capa, pero luego acentuó la presión de sus manos en el estrado.
—¡Efectivamente! —proclamó el abogado, paseándose de nuevo por el espacio que había delante de Mercy —. Un hecho muy afortunado. Y antes de embaucar al señor Lamson, ¿cómo se ganaba usted honradamente la vida?
—Después del juicio de mi madre, mis vecinos y mis amigos me dieron la espalda —dijo Mercy con voz calma —. Me volví tan detestable a los ojos de todos los buenos súbditos que se negaban a emplearme en mi reconocido oficio, recibirme en sus casas, comer conmigo, hacer trueques conmigo o siquiera conversar conmigo. Desistí de seguir practicando mi oficio, convirtiéndome así en la paria de mi sociedad, y por tanto tuve que establecer mi hogar en otro pueblo, donde reanudé mi trabajo de sanadora aunque en un grado mucho menor.
Los susurros seguían circulando en boca de la gente sentada detrás de ella, prodigando ocasionalmente palabras y fragmentos enteros que Mercy alcanzaba a oír sin querer. «Desaparecido», creyó oír que decían, «niño pequeño» y «perturbado». Y también otra palabra, más repetida que todas las demás, la palabra que ella temía: «Bruja.»
—¿Qué es ese trabajo de sanadora del que habla? —preguntó el abogado, cruzando los brazos sobre el pecho y mirando fijamente a Mercy.
Ella miró a su alrededor, preocupada, y luego alzó nuevamente la vista a los cálidos ojos del retrato colgado de la pared.
—Con la ayuda de plantas y hierbas, preparo brebajes para los enfermos o para las mujeres que han dado a luz; soy capaz de percibir cuál es realmente el motivo de su aflicción, y doy consejo y alivio sus sufrimientos tan bien como puedo. Por ese trabajo recibo bienes a cambio o, a veces, dinero.
—¡¿Qué?! —exclamó el abogado, y acercó tanto su rostro al de ella que Mercy retrocedió ligeramente —. ¿Es usted una
hechicera
?
La acusación se derramó sobre su rostro, y Mercy comenzó a ver la insensatez que suponía explicarse ante ese hombre, con sus botones de plata y —olisqueó su aliento —su afición al rapé.
—Prefiero no darle un nombre a mi oficio —dijo Mercy, endureciéndose ante la oleada de náusea que aún circulaba por su estómago. Debajo de todas sus capas de lana y algodón, pudo sentir que un pegajoso brillo de sudor se acumulaba en sus axilas. El aire en sus pulmones se volvió más superficial.
—¿Acaso un hombre enfermo no estaría mejor atendido si consultara a un médico? ¿Alguien que estuviese adecuadamente entrenado en los movimientos de los humores y maquinaciones del cuerpo? —preguntó el abogado, dirigiendo la pregunta a la tribuna donde se encontraban los miembros del jurado.
Uno de ellos exhibía una sonrisa satisfecha y estaba sentado con la bota afianzada contra la pulida barandilla de la tribuna. «Un médico, a buen seguro», pensó Mercy. Educado en Cambridge, en la universidad. ¡Como si todo lo que necesitara saber viniese en un libro!
—Hay quienes prefieren eso —concedió ella.
—¡Prefieren! —exclamó el abogado y el juez sonrió —. ¡Es usted una farsante, mujer!
La galería estalló en exclamaciones y comentarios mientras Saltonstall la señalaba con un largo dedo, el encaje de la manga oscilando por el movimiento, y Mercy sintió que su paciencia se partía en dos.
—¡Si soy o no una farsante es algo que no debería importar aquí! —declaró Mercy con voz firme —. ¡Solicito al tribunal que limpie el nombre de mi madre, Deliverance Dane, por el bien de su memoria, por el mío propio y por el de mi hija pequeña, como hizo con los nombres de todas las otras almas desgraciadas condenadas a muerte en el juicio penal convocado por esta ciudad en 1692, cuyas calumniosas pruebas y malvadas mentiras quedaron bien fundamentadas por el propio juez Sewall!
Mientras hablaba, Mercy golpeaba con el puño el estrado frente a ella, su fuerza de voluntad congregándose en su vientre y descargándose a través de su brazo, sus ojos convertidos en hielo. La violencia del golpe produjo una grieta en la madera, casi partiendo la barandilla por la mitad. La multitud asistente se quedó en silencio.
Richard Saltonstall, impertérrito, regresó a donde estaba Mercy Lamson con los nudillos blancos por la ira y las aletas de la nariz temblando de furia.
—Es verdad que el tribunal penal, en su prisa por librar a nuestra comunidad de la influencia diabólica, quizá dio un crédito precipitado a las pruebas de espectros y niñas perturbadas —dijo, meneando la cabeza con tristeza —. Y es verdad, asimismo, que esas almas desgraciadas, entregadas ahora al cuidado de nuestro Dios piadoso y omnipotente, han visto desde entonces restituidos sus nombres por este tribunal, en beneficio y mejora de sus descendientes.
Saltonstall regresó a la tribuna del jurado, donde los doce pares de ojos de hombres vigilantes estaban fijos en la figura temblorosa de Mercy Lamson.
—Y también es verdad que sus circunstancias han sido míseras e insoportables después de la condena de su madre y, sin embargo… —Saltonstall hizo una pausa, volviéndose para examinar la galería.
Los presentes esperaron con el aliento contenido.
—Y, sin embargo, señora Lamson —repitió, y Mercy alzó la vista hacia el retrato con sus mejillas cálidas y rosadas y sus deliciosos rizos, todo plano y hecho sólo con pintura indiferente.
» Y sin embargo —dijo por tercera vez, volviéndose ahora para mirar sus ojos fríos —, esos desgraciados eran inocentes.
Boston, Massachusetts
3 de julio
1991
L
a sala de lectura de colecciones especiales, situada en el primer piso del Ateneo de Boston, estaba completamente vacía, y Connie miró su reloj por quinta vez en una hora, preguntándose si debería tomar ese retraso como una indirecta no demasiado sutil. El bibliotecario no hizo ningún esfuerzo por ocultar su irritación cuando ella pidió el libro que necesitaba.
—Muy bien, de acuerdo —susurró él —. Pero hoy cerramos temprano. Espere allí.
El hombre señaló la silla que se encontraba colocada exactamente en la pequeña parcela de sol debajo de la ventana, muy alejada del ventilador, y Connie sintió entonces una manta de calor que le ceñía la espalda. Un hilo de sudor descendió desde la ceja hacia el hueco en el costado de la nariz, y lo enjugó con un gesto de irritación. «Quince minutos más —se prometió —. Puedo esperar quince minutos más.» Su lápiz sombreaba las hojas en el dibujo de un diente de león que había hecho en los márgenes de su cuaderno de notas. Ahora su mente se relajó, colocando una pantalla transparente de ensoñación delante de la mesa a la que estaba sentada, donde vio proyectada una película perfecta de Sam, echándose el pelo mojado hacia atrás bajo la luz de la luna. Se permitió adentrarse un poco más en el sueño, curvando los labios.