Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
—Sí, todos esos números de catalogación están almacenados en la biblioteca de colecciones especiales —dijo —. Tengo que darle un pase para poder acceder. ¿Documento de identidad?
Connie le entregó su tarjeta de identificación y observó mientras el bibliotecario escribía su nombre en una pequeña tarjeta verde. A juzgar por el tipo de letra, el mismo formulario debía de estar en uso al menos desde la década de 1920.
Mientras escribía una serie compleja de códigos, el joven dijo:
—Generalmente sólo pueden entrar allí los miembros del cuerpo docente de la facultad, pero usted está en camino de serlo, de modo que no debería ser un problema. —Deslizó el formulario a través del escritorio, indicando con la goma la línea donde debía firmar —. Muestre esto cuando llegue a la entrada, junto con la lista de números de catalogación que quiere buscar. Es posible que le hagan firmar en el registro, pero como es verano, probablemente no habrá problema.
—Genial —dijo Connie en un tono carente de entusiasmo —. Gracias.
El joven bibliotecario amagó un saludo con el lápiz y volvió a concentrarse en sus traducciones mientras Connie arrastraba los pies hasta el catálogo de fichas. Al llegar allí, hizo una pausa y enumeró mentalmente la suma total de detalles que había reunido acerca del libro.
Junius Lawrence había legado el libro de sombras de Deliverance, junto con el resto de la colección del Ateneo de Salem, a Harvard cuando murió en 1925, eso lo sabía. Connie se quedó de pie, con los brazos cruzados, delante de la pared cubierta de diminutos cajones de madera. Misterio número uno: ¿cómo estaría registrado el autor? Parecía poco probable que fuera Deliverance quien figurase como autora del libro, especialmente ante la eventualidad de que éste fuese anterior a 1650. Era probable que los autores fuesen varios, quizá docenas de personas, dependiendo del tiempo que el libro hubiese estado en uso. Incluso la autoría de conocidos textos sobre ocultismo se veía a menudo oscurecida a través de varias capas de traducción y mito; los pocos ejemplos europeos existentes eran atribuidos a figuras o profetas bíblicos, muchos de ellos apócrifos.
Misterio número dos: el título del libro. Hasta el momento había sido descrito, en diferentes momentos de la historia y desde diferentes puntos de vista, como libro de recetas, un libro de recetas de remedios, un almanaque y —según el término empleado por Manning Chilton —un libro de sombras o grimorio. Los propios parámetros del libro parecían cambiar, alterando su perfil dependiendo de quién lo describiera. Ninguna de las fuentes había hecho referencia a un título en concreto. Era probable que el libro no tuviese ninguno.
De modo que Connie no tenía ningún título, ningún año de publicación específico, y ningún nombre de autor por los que buscar. Lo que sí sabía era la antigüedad aproximada del libro y el año exacto en el que había sido donado a la Universidad de Harvard. Pero a menudo las bibliotecas, a diferencia de los museos, no llevan un registro de la fecha de adquisición de un libro determinado. ¿O sí? A modo de prueba, Connie buscó
La cabaña del tío Tom
, sólo para ver cómo estaban catalogadas las diferentes ediciones. Como había sospechado, las entradas no ofrecían información relativa a la adquisición del libro, sólo detalles acerca de la edición y las fechas de publicación. Connie maldijo en voz baja. Únicamente para no dejar ningún cabo suelto, buscó para ver si había algún encabezamiento de palabra clave o tema para «colección del Ateneo de Salem», pero no encontró nada.
A continuación dedicó algunos minutos a inspeccionar distintos cajones con temas diferentes, anotando las ubicaciones de unos cuantos candidatos provisionales, frustrada y consciente de que su método, en el mejor de los casos, era indiscriminado. Un almanaque publicado de forma privada, y datado en la década de 1670, en la biblioteca de colecciones especiales, sin ningún autor incluido. Un libro sobre hierbas medicinales, también sin autor, con una fecha de publicación estimada, aproximadamente, 1660. Un antiguo libro de texto de medicina, publicado en Inglaterra en la década de 1680, cuyo autor era un profesor de Oxford. Pensó en buscar bajo el epígrafe de guías y libros de alquimia, pero desechó la idea: si Chilton no lo había encontrado después de todos esos años recorriendo ese paisaje intelectual, seguramente no estaba allí. Connie barajó otras escasas posibilidades, pero cuando apuntó los números de catalogación, reflexionó que tenía tantas probabilidades de encontrar el libro de esa forma como de tropezarse con un lingote de oro en mitad del campus.
Con el ánimo por los suelos, atravesó una serie de corredores de mármol abovedados hasta llegar al escritorio de las colecciones especiales. Presentó su lista de números de catalogación, su pase especial y su tarjeta de identificación de la universidad al aburrido bibliotecario, que ni siquiera se molestó en ocultar el juego del solitario en la pantalla de su ordenador antes de señalarle la puerta que llevaba a las estanterías.
Aunque estaba acostumbrada a las incomparables sensaciones físicas del trabajo de archivos, del polvo que cubría el interior de su nariz, o de la tortícolis producto de leer los lomos de los libros de costado, Connie no estaba del todo preparada para la sensación que tuvo cuando llegó a la sección de colecciones especiales. La mayoría de los libros más viejos poseían un olor característico a polilla, moho y cuero en descomposición. Incluso Harvard, con sus vastos fondos y su control de la temperatura interior razonablemente consistente, no podía aislar esos libros de la presión que ejercía el tiempo sobre sus frágiles encuadernaciones. La biblioteca había iniciado una campaña para microfilmar la mayoría de los volúmenes más delicados, apartando las obras originales de los dedos pringosos de los estudiantes curiosos, pero ésa era una tarea titánica. Ahora avanzó suavemente a través de estanterías que apenas si se veían perturbadas media docena de veces al año, y los libros que la rodeaban parecían llenar el aire con una aura intangible, como si cada uno de ellos hubiese absorbido una fracción de la esencia de las generaciones desaparecidas que los habían consultado. Connie se abrió paso por esa atmósfera cerrada, apartando vestigios de personajes —lectores, escritores, tenedores, anotadores —que se extendían en zarcillos desde cada lomo. Reprimió un escalofrío.
Llegó al primer pasillo de su lista y atisbó sus sombrías profundidades no sin cierta vacilación.
—Esto es ridículo —dijo en voz alta, tratando de disipar la acuciante sensación de que no se hallaba sola entre los libros.
Accionó el temporizador que había al final de las estanterías, inundando el pasillo con luz eléctrica e inaugurando un sonoro tictac que marcaba una cuenta descendente de quince minutos. Avanzó rápidamente por el pasillo al tiempo que pasaba la yema del dedo sobre los lomos de los libros, leyendo en un susurro los números de catalogación. La primera posibilidad de su lista afloró debajo de sus dedos y Connie sacó el volumen con mucho cuidado. Era un texto sobre hierbas medicinales, escrito aproximadamente en 1660. Una ilustración pegada en la parte interior de la portada mencionaba con una letra fina y acuosa que el ejemplar había sido donado a la biblioteca por un tal Richard Saltonstall en 1705. Si ese libro había permanecido en la biblioteca de Harvard desde 1705, no podía formar parte de la colección del Ateneo. Connie suspiró y volvió a colocar el libro en el estante. Trazó una línea sobre su lista, continuó avanzando a través de las estanterías, limpiándose los residuos de cuero rojo en los fondillos de sus tejanos cortados.
Su siguiente candidato estaba tres pasillos más abajo, y el tictac a su espalda se fue apagando bajo la influencia amortiguadora de los estantes llenos de libros, replegándose hasta un débil tac —tac —tac justo por debajo del nivel de su percepción. Accionó el temporizador del siguiente pasillo y esta vez encontró su botín en el estante más bajo. Dejó caer el bolso y se sentó en el suelo, deslizando el libro sobre su regazo. El ejemplar estaba cubierto por una gruesa pátina de mugre y Connie estornudó en el hueco debajo del brazo. La cubierta había sido roída durante décadas por los gusanos hasta convertirla en un enrejado, y reflexionó que debía ser doblemente cuidadosa o el libro podía deshacerse en sus manos. Lo abrió con una uña y pasó rápidamente las primeras páginas en blanco. Mientras lo hacía aguzó el oído; le parecía haber oído un crujido.
Connie permaneció sentada con el aliento detenido en la cima de los pulmones. Debajo del temporizador del pasillo oyó un débil latido, seguido de un sonoro clic. Dejó escapar el aire. Sólo era el temporizador que se desconectaba en el primer pasillo. Nadie más querría visitar ese archivo, especialmente en pleno verano. Hojeó el resto de la primera parte del libro hasta toparse con el grabado de un cadáver, abierto en canal en el frente, con los distintos órganos extraídos y etiquetados en latín. «Éste debe de ser el libro de medicina británico», pensó, decepcionada. Pasó las yemas de los dedos sobre el relieve del grabado, ligeramente asombrada ante el rostro muerto, despellejado, del cadáver en la ilustración, los labios estirados hacia atrás en una mueca silenciosa. La disección no era una práctica habitual en la década de 1680, época en la que se había escrito el libro. Se estremeció y continuó pasando las páginas. Estaba escrito totalmente en latín y, sin Liz que lo tradujese, no tenía ninguna manera de entender realmente lo que estaba leyendo, pero no parecía tratarse de un libro autóctono. Además, no podía detectar más de una mano en el texto, que estaba completamente impreso y parecía organizado de un modo académico.
Mientras este pensamiento atravesaba su mente, oyó otro clic, más fuerte y, en el mismo instante en que registraba el sonido, el pasillo quedó sumido en una oscuridad total.
—Maldita sea —musitó.
El temporizador debía de haber consumido los quince minutos. Cerró el libro, tanteando en la oscuridad para encontrar el hueco en el estante que indicaba la ubicación correcta del volumen, y luego se levantó. Avanzó a lo largo de las estanterías hasta que su mano halló el vacío, lo que significaba que se encontraba nuevamente en el pasillo principal. Su siguiente posibilidad, el almanaque anónimo, estaba a sólo un pasillo de distancia, y Connie continuó avanzando en la oscuridad hasta que sus dedos se posaron sobre el temporizador del siguiente pasillo. Hizo girar el pequeño mando y, cuando el aparato encendió las luces, Connie se sobresaltó al encontrarse con la figura sonriente de Manning Chilton.
—¡Oh! —exclamó ella, llevándose la mano al pecho en un gesto involuntario.
—Connie, mi niña —dijo él, cruzando los brazos sobre el pecho y apoyándose con aire jovial en una de las estanterías —. Qué agradable sorpresa. Investigando, ¿verdad?
Arqueó una fina ceja hacia ella y Connie pensó que sólo a su tutor se le podía ocurrir vestir una pajarita de seda y mocasines para llevar a cabo una investigación en un archivo tan sucio como ése. Estaba de pie tan cerca de ella que pudo ver que la pajarita estaba cubierta de diminutas cabezas de cerdos gruñones: la Porcellian, una de las sociedades masculinas más antiguas y selectas de Harvard. El club era conocido como una especie de cámara de compensación para los brahmanes bostonianos, para asegurar que aquellos que ya no estuviesen conectados a través de vínculos de sangre o matrimonio tuviesen, no obstante, los adecuados contactos políticos y profesionales. Era un mundo en el que la riqueza estaba sobrentendida, las prerrogativas de clase reforzadas sin asomo de disculpa, y las mujeres… , bueno, corrían rumores acerca de la opinión que les merecían las mujeres a los «hombres del cerdo».
Connie tragó y parpadeó.
—No me he dado cuenta de que había alguien más aquí —dijo.
Él sonrió, pálido y tenso.
—Acabo de llegar —respondió —. Vengo a trabajar en unas cuantas fuentes más para esa presentación de la conferencia de otoño de la que hablamos —añadió luego. Ella trató de devolverle la sonrisa, pero el gesto se pareció más a un respingo —. Lo que me recuerda… —dijo él, acercándose aún más —, ¿en qué punto estamos en esa investigación que pensaba enseñarme? Estoy realmente ansioso por ver ese libro.
Connie comprendió de pronto que estaba atrapada. Quizá fuese una mera coincidencia el hecho de que Chilton apareciera justo cuando estaba tan cerca de hallar el libro de Deliverance, pero se dio cuenta, sin embargo, de que existía la posibilidad, aunque remota, de que no fuera así. Mientras observaba el rostro aristocrático de su tutor, los ojos de un azul acuoso e inyectados en sangre, los dientes amarillentos a causa del tabaco de pipa, sospechó que sus temores eran fundados. Chilton seguramente había estado buscando el libro y no había sido capaz de dar con él; a eso se refería cuando dijo que había estado haciendo algunas comprobaciones por su cuenta. Ahora la había seguido hasta allí para que ella no pudiera ocultarle su descubrimiento. No tenía escapatoria. Connie había alcanzado la última posibilidad de la lista, y él estaba allí, esperando.
Aún no se había explicado a sí misma por qué deseaba proteger su investigación de Chilton. Sabía que el profesor confiaba en el éxito de su trabajo para darle un nuevo impulso a su reputación, y ella le había oído prometer resultados —resultados, ¿para qué?, eso lo ignoraba —en la conferencia de la Asociación Colonial. En la última reunión que habían mantenido, Chilton incluso había colgado el prestigio delante de ella, como si fuera una zanahoria que la obligase a trabajar más de prisa. Pero si ahora estaba allí, preparado para lanzarse en picado sobre su fuente primaria, entonces su desesperación debía de ser aún mayor de lo que Janine había dejado entrever.
—De hecho —titubeó ella —, creo que existe una buena posibilidad de que lo encuentre. Hoy—. Volvió a tragar, devolviendo la saliva a la boca.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Chilton, como una grieta que se abriera paso a través de un plato de porcelana manchado.
—Qué excelente noticia —señaló —. Sabía que podía conseguirlo. Siga adelante contra viento y marea—. Chilton agitó una mano nudosa ante ella con un gesto benevolente.
Bajo la ávida mirada de su tutor, Connie sacó del bolsillo el pequeño trozo de papel y concentró su atención en los andrajosos lomos de los libros buscando el número de catalogación correcto.
—Mi niña —comenzó a decir Chilton mientras ella buscaba entre los volúmenes —. ¿Sabe por qué he dedicado una parte tan importante de mi trabajo a la historia de la alquimia?