Read El Libro de los Hechizos Online
Authors: Katherine Howe
Su otra mano sostenía una pesada lupa con el mango de latón que había encontrado hacía unos días en uno de los cajones del escritorio de su abuela. Debajo de ella, las palabras garabateadas se hinchaban y se extendían, brillando a través de la superficie del cristal de aumento, mientras Connie trataba de arrancarles un sonido. El libro no parecía tener ningún orden o progresión concretos y, por supuesto, carecía de índice de contenido. Había contado ya seis u ocho tipos de letra diferentes, y no pocos estilos de impresión distintos, con muchas de las entradas mezcladas, intercaladas de modo indiscriminado. Algunas de las entradas parecían estar en latín; después de años de amistad con Liz, Connie era capaz de descifrar pequeños fragmentos de significado de esos pasajes, pero sólo fragmentos. La mayoría de las entradas, sin embargo, estaban escritas en inglés de diverso arcaísmo, complicadas aún más por sus ortografías no aceptadas en la lengua general y la terminología anticuada para plantas, sustancias y procesos. Ya había leído una sección completa que enumeraba recetas de emplastos para curar heridas purulentas, infecciones, silicosis, apoplejía y la «fiebre palúdica».
Varias de las páginas estaban dedicadas a lo que parecían ser plegarias, aunque eran más semejantes a conjuros, todos ellos invocando la ayuda del Todopoderoso. Connie estaba sorprendida por la explícita religiosidad que el texto mostraba hasta el momento, de una naturaleza que hacía referencia a prácticas cristianas que se remontaban a una época muy anterior a la Reforma. El texto reflejaba un mundo donde el cristianismo estaba estrechamente unido a la concepción de realidad. No era extraño que los teólogos puritanos hubiesen encontrado la brujería —si es que se trataba de eso —tan amenazadora. En un sistema de pensamiento donde la salvación y, por tanto, todo lo bueno, sólo podía llegar a través de la gracia, donde se creía que las acciones personales no tenían efecto alguno sobre el estado del alma, y donde la enfermedad o la desgracia eran consideradas a menudo como señales de la desaprobación de Dios, un método que contrarrestase la enfermedad y la desgracia a través de la apelación personal y directa a Dios, junto a la práctica arcana protocientífica, habría ido en contra de todo aquello que la estructura de poder del puritanismo quería conservar. Los teólogos puritanos habrían visto esa obra como sacrílega.
Incluso satánica.
Hasta donde Connie sabía, las recetas incluidas en el libro de sombras descansaban sobre una combinación de plegarias, una cuidada mezcla de hierbas y otras sustancias naturales y algo más… , algo inefable. ¿Voluntad? No era eso, exactamente, pero casi. Intención. En el libro se lo llamaba indistintamente «técnica», «oficio» y «autoridad», pero Connie aún tenía problemas para articular, en términos modernos, qué podría ser ese concepto. Al pensar en las cintas, cuando encontró las fichas con las recetas de su abuela, recordó que Sam había intentado el mismo conjuro —se permitió emplear el término, si bien se sentía avergonzada al hacerlo —, aunque había sido incapaz de provocar cambio alguno en las plantas muertas. Frunció el ceño, concentrándose, y volvió otra página.
Sam. Su estado empeoraba. Decidió que iría a visitarlo esa tarde para aliviar a sus padres de lo que habían comenzado siendo visitas regulares pero se habían convertido en una especie de vigilia. El agotamiento de Sam era extremo y, aunque su pierna se estaba curando, era sólo porque pasaba la mayor parte del día fuertemente sujeto a la cama para que las convulsiones que agitaban su cuerpo cada pocas horas no afectaran sus huesos rotos. Los vómitos, violentos y periódicos, hacían que le resultara muy difícil mantenerse hidratado y, como consecuencia de ello, su piel estaba empezando a verse macilenta y cansada. Incluso su humor comenzaba a apagarse. Los médicos seguían expresando su confianza en que pronto encontrarían una solución, pero Connie podía leer en sus rostros que su certeza era cada vez menor. Cuando miraba a Sam a los ojos, veía que él también percibía la confusión de los médicos; su fe en su capacidad para ayudarlo estaba empezando a desvanecerse. Y detrás de esa fe menguante, Connie vio en Sam los primeros indicios de auténtico miedo.
Volvió otra página del manuscrito, enfocando la vista a través de la lupa mientras las palabras se unían. La cabeza comenzaba a dolerle y dejó a un lado la lupa para cerrar los ojos un momento y frotarse los párpados con las puntas de los dedos. Luego se obligó a coger nuevamente el mango de latón.
La palabra «ataques» apareció nadando en su campo visual a través del plano convexo de la lupa, y Connie se inclinó sobre la página, acercando aún más el cristal al complicado texto.
«Método para subsanar los ataques», decía el encabezamiento, y ella contuvo el aliento. Los historiadores nunca habían sido totalmente capaces de describir con precisión a qué se referían los cronistas coloniales cuando hablaban de «ataques», si guardaban una mayor semejanza con desvanecimientos, o quizá con episodios de éxtasis religioso, con temblores y palabras pronunciadas en idiomas extraños. Había argumentos para ambos. Connie pensó en el cuerpo tembloroso y agitado de Sam cuando le sobrevenían las convulsiones musculares durante uno de sus ataques. Se le ponían los ojos en blanco y la lengua se extendía fuera de la boca.
Si eso no era un ataque, ¿qué era, entonces?
«Para determinar si el sufrimiento mortal de un hombre es causado por un embrujo —decían las instrucciones —, recoger su orina en una botella de bruja, añadir algunos clavos o alfileres y hervirla a fuego vivo.»
Connie alzó la cabeza con expresión pensativa. ¿Qué era una «botella de bruja»? Botella de bruja. Apartó el manuscrito y buscó entre sus cuadernos de notas hasta encontrar el registro de los bienes testamentarios de Deliverance, bajando el dedo a través de la página. Allí estaba: «Botellas de vidrio» por valor de treinta chelines. Connie recordó que, en aquel momento, se había preguntado por qué se haría una mención especial a las botellas en ese documento, y nunca había hallado la respuesta.
Alzó la cabeza y examinó los estantes abarrotados del comedor. Había dedicado un tiempo considerable a fregar los platos y la cristalería apilados en la hornacina que se hallaba junto al hogar, y había echado un vistazo en el oscuro armario que había debajo de la hornacina pero había sentido repulsión ante las gruesas capas de mugre que la esperaban allí dentro. El armario contenía varias botellas antiguas, entre otras cosas, aunque entonces no habían despertado ningún interés en ella. Sólo trastos viejos para venderlos en un mercadillo. Y la cocina, por supuesto, estaba llena de frascos cerrados herméticamente, pero eran todos de cosecha relativamente reciente, los restos del trabajo de su abuela, cualquiera que fuese la forma que ella hubiese imaginado.
Ahora Connie se volvió, mirando por encima del hombro hacia la hornacina de madera con el pequeño armario debajo. Entornó los ojos, centrando la atención en el rincón del comedor, imaginando la espalda floreada de su abuela, un fino delantal de algodón atado detrás de la cintura, arrodillándose con un gemido cansado para abrir la puerta del pequeño mueble. La abuela imaginaria apartó un mechón de pelo antes de buscar algo dentro del armario, y Connie pensó que alcanzaba a oír un tintineo que llegaba desde detrás de la madera.
«No son trastos viejos.»
Connie se levantó de la silla y se arrodilló junto a la puerta del armario. En toda la casa se habían construido incómodos espacios para guardar cosas; las diminutas habitaciones del piso superior tenían un banco integrado junto a la ventana, en donde Connie había encontrado edredones, un juego de Scrabble con la mayoría de las vocales ausentes, y la desagradable evidencia de varias generaciones de ratones. Descorrió el pequeño pestillo y abrió la puerta.
Dentro del armario, cubierta por densas capas de polvo y adornada con unas cuantas telas de araña, había una desordenada pila de vajilla de diferentes formas: pequeños calderos y sartenes de hierro, lo que parecía ser un molde oxidado para hacer barquillos, una parrilla con mango largo para asar pescados sobre el fuego, un par de calentadores de cama de cobre, verdes por el paso del tiempo, diseñados para llenarlos con carbón ardiendo. Y botellas de vidrio grueso. Docenas de ellas, quizá un centenar, de un color azul verdoso ondulante que hablaba de arena fundida y vejez. Las bocas en la parte superior de los cuellos eran irregulares, y sus bases tan densas como losas de piedra. Sus tamaños eran variados, pero todas parecían saludar desde antes de los albores de la era industrial, cuando el vidrio era soplado con la boca y no con una máquina.
Las botellas carecían de tapón y estaban vacías en su mayor parte, y Connie cogió una para liberarla de la costra de mugre en la que reposaba. Alzó la botella en el aire, reflejando la tenue luz del comedor en las gruesas paredes llenas de burbujas, y vio que en su interior había dos o tres clavos completamente oxidados. Llevó la botella a la mesa y se concentró nuevamente en la lectura del voluminoso manuscrito.
«Arrojar la botella al fuego mientras se recita el padrenuestro seguido del conjuro más eficaz: “Agla, Pater, Dominus, Tetragrammaton, Adonai, Padre Celestial, te suplico que hagas que el Maligno venga a mí”.»
Connie, perturbada, se irguió en la silla. Apretó con fuerza las manos contra las sienes, deseando que desapareciera el creciente latido en su cabeza. «Agla», como la marca calcinada en su puerta, una larga lista de nombres dados a Dios, y «Tetragrammaton»… ¿Dónde había visto antes esa palabra? Llevó las manos hasta sus ojos cerrados, exhalando en la oscuridad detrás de los párpados. Connie buscó entre los diferentes cajones de su mente, examinando el archivo que llevaba por nombre miscelánea. Por alguna razón, esa palabra le hizo pensar en Sam.
Luego abrió los ojos y recordó: «Tetragrammaton» era la palabra que estaba grabada en el marcador de límites que Sam le había enseñado la primera noche que se vieron. Volvió a repasar sus notas y halló la definición que había apuntado del libro que hablaba de la cultura material de la superstición. Era una palabra que describía las cuatro letras en hebreo que significaban «Yavé», otro de los nombres de Dios.
Miró su reloj. Se estaba haciendo tarde. Terminaría de leer ese pasaje y luego se iría.
«Cuando su agua esté bien hervida, el Hechicero se acercará al fuego —continuaba el manuscrito —. Y así, con los alfileres y el oficio, suplicará que se libere a su víctima de las maquinaciones diabólicas. Consultar las recetas de filtros de muerte para determinar otros medios.» El resto de la página contenía una larga lista de nombres en latín para plantas y hierbas, encabezada por las palabras «Combustible para una retirada segura».
Connie se reclinó en la silla y se quedó pensativa durante unos minutos, golpeando ligeramente el bolígrafo contra los dientes. Luego cogió la pequeña botella con su contenido de clavos oxidados, la metió en el bolso y abandonó rápidamente la casa.
Salem, Massachusetts
29 de junio
1692
Cuando Mercy Dane llegó a la iglesia, el sonido que perturbaba el interior del templo ya había alcanzado proporciones ensordecedoras. Hizo una pausa frente a la entrada del edificio, golpeando las botas contra los escalones de piedra para desprender los terrones de barro que se habían pegado a ellas durante el largo trayecto a través del pueblo. Mercy se había demorado demasiado en la casa, lo sabía; paseándose arriba y abajo por el salón y prometiéndose que se marcharía, sí, estaría lista para marcharse al cabo de un minuto. No llegaba a entender totalmente la razón que había detrás de su retraso. Echaba de menos a su madre y deseaba volver a verla. Quizá tenía miedo.
Si hubiese podido apretar las manos contra las orejas y desear que el mundo desapareciera, lo habría hecho. Permaneció en la casa, aferrando a
Dog
entre sus brazos, sentada perfectamente inmóvil en una especie de acuerdo con Dios; pensaba que, si se negaba a moverse, ni siquiera un centímetro, entonces el tiempo se detendría y, de ese modo al menos, nada podría empeorar. En su inmovilidad, Mercy reconocía su obstinación infantil, como si, sin su presencia, el tribunal, no pudiese actuar. Después de unas cuantas vueltas más alrededor del salón, Mercy superó sus absurdas ilusiones para cubrir casi a la carrera la mayor parte del recorrido a través de las calles mojadas de Salem hasta llegar a la escalinata de la iglesia. El día era gris y húmedo, y Mercy sintió que la ropa se le pegaba a los costados al tiempo que sus mejillas se teñían de un embarazoso rojo.
Para su vergüenza, el juicio parecía haber comenzado hacía ya bastante tiempo cuando atravesó el umbral. En el frente de la sala, detrás de una larga mesa de biblioteca, estaban sentados unos distinguidos caballeros con chaquetas negras y pelo rizado, cada uno con un aspecto más severo que el anterior. El que se sentaba en el medio, un hombre pálido con un amplio cuello de encaje, una larga nariz y doble mentón tembloroso, debía de ser William Stoughton, el gobernador. Mercy nunca lo había visto antes, pero parecía un personaje muy refinado. Los otros jueces y él parecían estar hablando entre sí, pero Mercy se encontraba demasiado lejos de ellos como para oír lo que decían. Se puso de puntillas, estirando el cuello para ver si había algún espacio libre más cerca del frente de la sala.
Por encima de los hombros y las cabezas de la gente del pueblo, pudo divisar la fila de mujeres acusadas, las manos juntas y encadenadas, las cabezas gachas, inmóviles ante la elevada plataforma que ocupaban los jueces, con el estrado con barandilla donde estaban los miembros del jurado a un lado. Deliverance era la segunda por la izquierda; Mercy reconoció el vestido que llevaba su madre cuando Jonas Oliver fue a buscarla, aunque ahora estaba oscurecido, manchado de suciedad y desgarrado en algunas partes. Mercy avanzó lentamente a través de la esquina trasera de la sala sin apartar los ojos de la espalda de Deliverance. Mientras pasaba junto a las piernas que abarrotaban el pasillo, vio que su madre miraba fugazmente por encima del hombro, encontrando los ojos de Mercy con un rostro cansado que exhibía desánimo y un velado alivio.
—¡Mira dónde pisas, muchacha! —gruñó un hombre entrecano cuyas ropas apestaban a pescado, que se frotó la barbilla y la miró con expresión acusadora.
Ella murmuró una disculpa y continuó avanzando entre los atestados bancos, deseando llegar a la esquina delantera más alejada de la sala, desde donde quizá pudiera ver el rostro de su madre. A su alrededor se arremolinaban pequeños fragmentos de conversaciones y chismorreos, ninguno relacionado aparentemente con ninguna persona en particular, pero todos surgiendo como un todo desde la multitud de espectadores.