El Libro de los Hechizos (50 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Capítulo 23

Marblehead, Massachusetts

Equinoccio de otoño

1991

L
a larga mesa del comedor aparecía despejada de su material habitual, y su superficie exhibía un profundo brillo dorado, como si alguien finalmente se hubiese tomado el tiempo necesario para poner manos a la obra con jabón de limón y un paño limpio. Las persianas interiores habían sido aseguradas nuevamente, acogiendo con entusiasmo cualquier rayo de sol vespertino que pudiese penetrar a través del exuberante jardín exterior. Cuando el verano se descompuso en la fragilidad del otoño, la densa hiedra en las ventanas de la casa de Milk Street había virado su color de un rico verde oscuro a un rojo airado y vibrante. Entonces, un día, un viento inoportuno sopló a través del jardín, llevándose la capa superficial de hojas, mudándolas como si se tratase de piel muerta. Connie aseguró la última persiana y contempló con placer el jardín amarillo y naranja; mientras las sucesivas capas del jardín caían ante el avance del invierno, ella sentía que la casa se sacudía sus sombras vegetales, llenándose de vida al tiempo que el mundo alrededor de ella cambiaba. Mientras observaba, sopló una ráfaga fría que arrastró consigo otro puñado de hojas secas. Inspiró profundamente, disfrutando del olor tostado y crujiente de la tierra mientras experimentaba sus preparativos.

Ella también tenía preparativos en marcha, recordó, apartándose de la ventana. Había dejado sobre la mesa el grueso manuscrito de Deliverance abierto en la página en la que se leía «Método para subsanar los ataques», junto con sus propias notas garabateadas, varias hierbas secas recogidas del jardín y de los frascos de la cocina, incluida la raíz de mandrágora, y la botella que había sacado clandestinamente del hospital. Junto a estos objetos había una antigua lámpara de aceite, encendida y preparada en el caso de que la luz natural desapareciera demasiado pronto. Regresó al hogar, donde después de algún esfuerzo —la chimenea se mostraba reacia a responder, llena con décadas de hollín inamovible —había conseguido encender un fuego bajo y constante. Connie se agachó y agitó las brasas con un largo atizador, enviando una lluvia de chispas a lo largo de los costados de ladrillo del hogar. Un caldero de hierro colgaba ridículamente suspendido de un gancho a un lado del fuego. Dejó el atizador apoyado contra la pared y miró hacia donde estaba echado
Arlo
, con las patas juntas, debajo de la mesa.

—Todo lo que necesito es un sombrero puntiagudo —señaló.

Arlo
parpadeó.

El plan era sencillo. Ella ya había colocado el conjuro debajo de la almohada de Sam. Ahora la receta incluía un breve ritual que sacaría al «malhechor» —Connie interpretó que eso significaba cualquier agente que le estuviese haciendo daño, pero el libro era ambiguo en ese punto —del cuerpo de la persona que estuviese sufriendo los ataques. Ella celebraría el ritual y eso debería sacar la enfermedad del cuerpo de Sam; el conjuro colocado debajo de la almohada impediría que el mal volviese. De alguna manera, estaba preparada para la práctica de hacer daño; con cada sucesivo experimento que había realizado anteriormente, ya fuese con las plantas o los utensilios de adivinación, había sentido un elevado grado de dolor cuanto más intenso era su trabajo. Connie apoyó las puntas de los dedos sobre la mesa y cerró los ojos. ¿Sentía dolor Grace cuando limpiaba las auras de sus amigos en Santa Fe? Tendría que preguntárselo a su madre. En sus labios se dibujó una diminuta sonrisa. La voz racional que habitaba en el núcleo más privado de Connie aún se resistía ante lo que estaba a punto de hacer, pero esa voz se había vuelto progresivamente más débil en las últimas semanas. Ahora, en cambio, concentró sus pensamientos en el cálido rostro de Grace, que mostraba su absoluta confianza en lo que su hija podía hacer. Y pensó en Sam.

Abrió los ojos.

—Muy bien —anunció Connie a la habitación vacía, y se subió las mangas de su suéter de cuello vuelto por encima de los codos. Desplazó el dedo por la página del manuscrito hasta encontrar el párrafo que buscaba en el texto y comenzó —: «Para determinar si el sufrimiento mortal de un hombre es causado por un embrujo —leyó en voz alta —, recoger su agua en una botella de bruja, añadir algunos clavos o alfileres y hervirla a fuego vivo.»

A lo largo de los últimos días, Connie había estado rumiando acerca de la naturaleza de la palabra «embrujo». El lenguaje de ese extraño oficio parecía ambiguo a través de los siglos, con significados que cambiaban con el tiempo del mismo modo que la descripción del libro había cambiado según quién estuviese describiéndolo. En la actualidad, por «embrujo» se entendía algo que era causado por la intervención mágica, pero antes de la edad contemporánea, la gente vivía en un mundo que antedataba la ciencia, que operaba sin la sofisticada comprensión de la diferencia entre correlación y causalidad. Connie sospechaba que «embrujo» podía no implicar una causa mágica per se, sino sólo causas no orgánicas. Envenenamiento, dijéramos, en lugar de una enfermedad común; algo atribuible a una fuente exterior más que al misterioso funcionamiento de la Providencia. Sólo porque una situación tuviese una solución mágica, no significaba necesariamente que su causa también fuese mágica.

Cogió la botella antigua, llena hasta la mitad con la orina robada de Sam, y le quitó el tapón. En su interior aún había dos o tres viejos clavos oxidados, pero introdujo tres nuevos plateados de ocho centavos que había comprado esa misma semana en la ferretería de Marblehead. Añadió un imperdible abierto, un alfiler de costura con una perla de plástico en un extremo que se había clavado en el pie una mañana en el baño, la aguja aún enhebrada de la sonriente muñeca hecha con cáscara de maíz que había encontrado en la repisa de la chimenea, varias grapas nuevas extraídas de la grapadora en la sala de consulta de la biblioteca Widener y una tachuela de tapicería sacada de la parte inferior de un banco en la iglesia donde Sam estaba trabajando el día que se cayó del andamio. Cada nueva incorporación tintineó contra el vidrio del cuello de la botella, cayó en el líquido con un siseo y produjo una leve pero perceptible espiral de humo. Connie volvió a colocar el tapón, haciendo una pausa para observar cómo el líquido se calentaba y comenzaba a hervir, a pesar de que la botella aún estaba encima de la mesa, lejos de cualquier fuente de calor.

A continuación volvió su atención hacia el fuego y se inclinó para avivarlo con el atizador. Connie añadió entonces unas cuantas piñas piñoneras, que crujieron y sisearon, quedaron inmediatamente envueltas en llamas e hicieron que el fuego ardiese con mayor intensidad. El manuscrito enumeraba una extensa colección de hierbas y plantas que debían ser quemadas para conseguir una «retirada segura». En los últimos días, Connie había recogido una gran variedad en el jardín y el bosque que rodeaba la casa, y luego las había colgado en la cocina para que secasen. Primero arrojó al fuego un puñado seco de tomillo, romero, matricaria, salvia y menta, y las hierbas aromáticas se desintegraron en una fragante voluta de humo azulado, que en su gran mayoría se elevó a través de la chimenea, pero una parte se derramó por encima del borde superior del hogar y ascendió hacia el techo del comedor. Connie arrugó la nariz, disfrutando de la intensa sensación de los aceites de las hierbas que crepitaban en el fuego. Luego lanzó un frágil puñado de angélica en flor, sus delicados pétalos disecados y quebradizos, y el fuego se elevó para consumir las flores secas. La sombra de Connie se agazapaba y oscilaba detrás de ella a través del suelo mientras trabajaba, su rostro con un brillo anaranjado a la luz del fuego.

Por último cogió la genciana de Plymouth, una planta suave y rosada que era casi imposible de encontrar y que había descubierto luchando por sobrevivir junto a la orilla fangosa del pequeño estanque de Joe Brown, a pocos minutos andando desde Milk Street. Las flores se habían marchitado sin secarse en realidad y, al cogerlas, se dejaron caer en sus manos. Connie las arrojó asimismo a las llamas y, ante su sorpresa, el fuego escupió un globo blanco y brillante que pareció estallar con un sonido audible. Ella tragó, los nervios aferrándole el estómago, y se obligó a volver al manuscrito.

—«Arrojar la botella al fuego mientras se recita el padrenuestro seguido del conjuro más eficaz» —leyó con las manos apoyadas en las caderas —. De acuerdo —dijo, preguntándose si, al decirlo en voz alta, conseguiría ahuyentar el miedo.

Pero no fue así.

—De acuerdo —repitió, cogiendo la botella con una mano temblorosa y sosteniéndola ante la menguante luz natural. En su interior, el líquido hervía mientras los alfileres y los clavos giraban envueltos en una furiosa espuma.

—Padre nuestro —comenzó a recitar —, que estás en los cielos. Santificado sea Tu nombre.

Mientras rezaba, Connie se volvió, acercando la botella al fuego.

—Venga a nosotros Tu reino, hágase Tu voluntad, así en la Tierra como en el cielo. —Las llamas brincaron en el fuego, plegándose contra los ladrillos del hogar, y Connie pudo sentir el miasma caliente que se elevaba desde las ascuas y llenaba la habitación —. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy —continuó, entornando los ojos ante el intenso calor —. Y perdónanos nuestra deudas —eligió el texto congregacional, antiguo y directo — así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación—. Su voz se elevó; Connie nunca había prestado atención a las palabras, pero ahora el fuego era cada vez más intenso, las llamas blanquecinas, y extrañamente sintió como si su voz debiera oírse por encima del ruido crepitante de las llamas. Sostuvo la botella suspendida sobre el fuego con dos dedos donde el calor comenzaba a formar ampollas —. Mas líbranos del mal. Porque Tuyo es el reino, el poder —tras estas palabras, una lengua de fuego ascendió vorazmente hacia el vidrio, encontrando la base de la botella —y la gloria ¡Por los siglos de los siglos, amén!

Connie soltó entonces la botella; ésta se desprendió de sus dedos y cayó en una lenta espiral hasta que aterrizó con un estallido de chispas y el fuego la rodeó con un feroz rugido. Ahora tenía que recitar el conjuro. Sin saber muy bien qué debía hacer con las manos, las cruzó sobre el pecho en actitud devota e inclinó la cabeza. Las nuevas ampollas en la mano que había sostenido la botella se percibían suaves y blandas bajo la presión de los dedos.

—¡Agla! —dijo, y el fuego escupió como respuesta mientras una gruesa columna de humo blanco comenzaba a surgir del centro de los leños ardientes —. ¡Pater! ¡Dominus! —Con cada palabra, el humo blanco se tornaba más denso, hasta que la chimenea ya no pudo absorberlo y comenzó a escapar del hogar hacia el techo, reptando en forma de olas a través de las vigas antes de escapar por las ventanas abiertas —. ¡Tetragrammaton! ¡Adonai! ¡Padre Celestial, te suplico que hagas que el Maligno venga a mí!

Cuando las últimas palabras salieron de sus labios, el humo blanco pareció condensarse en una sustancia palpable, o una criatura provista de una larga cola, escapando del fuego y deslizándose por el techo para huir a través de las ventanas. En ese instante, con un sonido explosivo y succionador, el fuego se aplacó. Connie abrió los ojos y halló la habitación invadida por una súbita calma, el humo totalmente desaparecido, el fuego crepitante y amistoso.

Examinó la estancia con las manos aún entrelazadas debajo de la barbilla. Estaba el fuego, que ardía plácidamente. Estaba la botella, ennegrecida por el humo, anidada entre las ascuas. Estaba la mesa, con el manuscrito y una colección de plantas y hierbas sin usar. Sus ojos recorrieron todas las superficies de la habitación, preguntándose si tan sólo se habría imaginado lo sucedido: el humo, el ruido, las llamas saltarinas.

—¿Eso es todo? —preguntó a la habitación vacía. A
Arlo
no se lo veía por ninguna parte. Miró debajo de la mesa y lo encontró allí, acurrucado formando una pequeña bola del color de la noche, mirándola con ojos de preocupación —. Creo que ya puedes salir —susurró haciéndole señas —. Ya ha terminado.

Pero el perro se negó a moverse. Connie se incorporó. Algo no marchaba bien. La casa parecía estar suspendida, alerta. Aguardó, insegura de qué debía hacer a continuación.

Mientras permanecía de pie junto a la mesa, con los dedos apoyados sobre el tablero, oyó un ruido sordo en la distancia, como si un camión pesado cruzara un puente de madera, sólo que el sonido parecía estar cada vez más cerca. En el tiempo que le llevó rodear la mesa y acercarse a la ventana, el sonido creció en intensidad, enviando temblores a través del suelo bajo sus pies, combando y sacudiendo las anchas tablas de pino. Connie cayó de rodillas mientras el temblor se apoderaba de las paredes de la casa, haciendo tintinear la vajilla en el armario de la cocina y balanceando en amplios arcos los tiestos colgantes de las cintas. Se arrastró debajo de la mesa sintiendo cómo el suelo latía y vibraba bajo sus manos y sus rodillas. Desde la cocina llegó el ruido de un frasco que explotaba contra el piso de linóleo. Cogió a
Arlo
, envolviendo su pequeño cuerpo con los brazos justo en el momento en que el temblor cesaba con un único y gran pum, el sonido de la puerta al abrirse de par en par. Connie asomó la cabeza de debajo de la mesa con la boca abierta por la sorpresa.

En el umbral, ajustándose la pajarita, estaba Manning Chilton. Connie retrocedió bajo la mesa sobre manos y rodillas, y se puso en de pie cuando oyó que él comenzaba a reír entre dientes.

—¡Válgame Dios, mi niña! —exclamó desde la puerta, entrando en la casa —. Y yo que pensaba que estaba usted exagerando. Es realmente una choza miserable.

El estómago de Connie se contrajo de miedo, pero una pequeña voz en el fondo de su mente le recordó el símbolo quemado en la puerta. «No hay ningún lugar más seguro que tu propio terreno… —oyó decir a Grace con voz perspicaz —. Nadie quiere que estés más segura que yo.» Connie se irguió con el rostro contraído por la confusión.

—¿Qué… —tartamudeó, desconcertada —qué está haciendo aquí?

Connie bajó la vista hacia la receta, comprobando nuevamente las palabras: «Padre Celestial, te suplico que hagas que el Maligno venga a mí», decía el conjuro. Y entonces se dio cuenta de que había pasado por alto la última línea. «Cuando su agua esté bien hervida, el hechicero se acercará al fuego —indicaba el manuscrito —. Y así, con los alfileres y el oficio, se le suplicará que libere a su víctima de las maquinaciones diabólicas. Consultar las recetas de filtros de muerte para determinar otros medios.» Luego la página proporcionaba la extensa lista de hierbas para una retirada segura. Al final, con una letra desvaída que no había advertido antes, se leía «Continuará».

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